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Casa de la Lectura
Lavalleja 924 - Villa Crespo
Tel: 5197 5476
MARTES 1ro de septiembre, 20:30
EL GÉNERO EPISTOLAR.
Las cartas de escritores
como parte de su escritura.
Se referirán a las cartas de
Herman Melville: Eric Schierloh; Pier Paolo Pasolini: Diego Bentivegna; Victoria Ocampo y Gabriela Mistral: Claudia López; Manuel Puig: Graciela Goldchluk; Leopoldo Lugones, Horacio Quiroga, Ezequiel Martínez Estrada, Luis Franco, Samuel Glusberg: Horacio Tarcus.
Además, leeremos fragmentos de cartas de Jean Cocteau, Ana Cristina César, Susana Thenon y otros.
Eric Schierloh: (Buenos Aires, 1981) es autor de las novelas Formas de humo (premio del Fondo Nacional de las Artes, 2004; Beatriz Viterbo Editora, 2006), Kilgore o Todo vuelve a su cauce más pronto o más tarde (finalista del I Premio de Novela Bruguera Editorial, España; Bajo la luna, 2009) y Donde termina el desierto y de los libros de poemas El Mamut (Poesía reunida 2001/2004), El Hombre-Montaña (Poesía reunida 2004/2006) y La Matanza del Ternero Cebado & la Insurrección de los Lúcidos en la Región del Maíz.Ha traducido la poesía de Herman Melville (Lejos de tierra & otros poemas. Bajo la luna, 2008) y uno de sus diarios (Diario a bordo del Meteor, 1860, que Bajo la luna publicará a fines de 2009), así como a Henry David Thoreau, Raymond Carver, Dylan Thomas y los escritores de la generación Beat, entre otros. Vive en City Bell, provincia de Buenos Aires.
Diego Bentivegna: es Licenciado y Doctor en Letras (UBA), donde actualmente ejerce la docencia. Realizó estudios de posgrado en la Universidad de Venecia y en la Escuela Normal Superior de Pisa. Es autor de Paisaje oblicuo (ensayos, 2006) y Viaggio in Italia. Ocho poetas italianos contemporáneos (antología y ensayos, 2009). Curó la edición castellana del epistolario de Pier Paolo Pasolini (Pasiones heréticas, Bs. As., 2005).
Graciela Goldchluk: Profesora de Filología Hispánica en la Universidad de La Plata, desde hace más de diez años se ocupa del estudio de manuscritos modernos. Ha organizado el archivo completo de manuscritos de Manuel Puig (que puede verse en parte en la página web de la Biblioteca de Humanidades, BIBHUMA-UNLP), y ha publicado algunos de Mario Bellatin. Su tesis doctoral trata de las marcas del exilio en los manuscritos de Puig, y en los últimos años se ha acercado a investigadores de bibliotecología para reformular el problema del archivo y de los archivos de escritores. Ha publicado numerosos artículos sobre literatura argentina y problemas de la teoría literaria y la escritura, y es editora de textos de Puig, entre los que se destacan dos tomos de correspondencia prologados y anotados: Querida familia. Cartas europeas (1956-1962) y Querida familia. Cartas americanas (1963-1983), el volumen de escritos breves rescatados del archivo Un destino melodramático, y el prólogo a la edición genética de El beso de la mujer araña (Col. Archivos-UNESCO).
Horacio Tarcus: (Buenos Aires, 1955) es doctor en Historia por la Universidad Nacional de La Plata, y docente e investigador de la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de Buenos Aires. Interesado en recuperar y actualizar el patrimonio cultural de las izquierdas, en 1988 fundó, junto con otros intelectuales, el CeDInCI (Centro de Documentación e Investigación de la Cultura de Izquierdas en la Argentina). Publicó más de un centenar de estudios sobre la historia de las izquierdas en revistas del paísy del extranjero.
"si no hay perturbación, no corresponde que haya deseo de conservarse ni temor de perderse".
lunes, 31 de agosto de 2009
jueves, 27 de agosto de 2009
Mesianismo, escatología, resurrección (IV)
(viene de antes)
Zurita: el dolor, lo resurreccional
En su abordaje del libro bíblico de Job, Antonio Negri se detiene en la categoría de resurrección, una categoría que admite ser leída en términos de una teología de matriz política.[1] Para Negri la categoría de resurrección, que -subraya el autor- tiende a ser ignorada en los modos más conformistas de experimentar la religión, implica un posicionamiento concreto en relación con los modos políticos de percibir lo religioso. En efecto, el énfasis en la carne, en la reconstrucción de la carne que se producirá en el fin de los tiempos, se opone a las consideraciones de matriz platónica, que ven en el cuerpo una mera cárcel o un mero recinto que contiene lo esencial: un alma incorruptible. Al mismo tiempo, el énfasis carnal de las concepciones resurreccionalistas implica acentuar los elementos que se relacionan con su sufrimiento: es a partir del triunfo que puede parecer locura para los gentiles, en palabras de Pablo, como tendrá lugar la futura comunidad mesiánica de los justos. La resurrección, en consecuencia, materializa, hace carne, el lugar del dolor en la historia humana. En las concepciones resurreccionalistas como las que aparecen en el escrito de Negri y en muchos autores ligados con la llamada “teología de la liberación” (por ejemplo, en el brasileño Leonardo Boff), no se trata de pensar en términos de un trascendentalismo que apela al mundo del alma o de las ideas, sino de afirmar la existencia encarnada en términos de afirmación del ser: en términos de una ontología material.
“¿Dónde está, muerte, tu victoria? ¿Dónde está tu aguijón”, dice desafiante Pablo en su anuncio de la resurrección de la carne (Cor. I, 15: 55), uno de los momentos más claramente apocalípticos de su mensaje que Agamben deja de lado Desde esta perspectiva, el tiempo mesiánico es el tiempo de la resurrección, que es puesta en el centro del mensaje salvífico de los evangelios y de las cartas apostólicas. Como afirma con contundencia Pablo en la Carta a los Romanos, si Cristo no resucitó, entonces todo el mensaje de los que predican la Cruz es vano.
En los diferentes movimientos apocalípticos y escatológicos, la resurrección ocupa un lugar determinante. En efecto, la resurrección, entendida como el triunfo definitivo sobre la muerte, es consecuencia de la segunda venida de Cristo a la tierra y el reino de los mil años del que habla el Apocalipsis no es sino el reinado de los justos que sufrieron persecución a causa de Cristo a lo largo de la historia. El momento milenarista recapitula y recompensa, así, la historia de sufrimiento y de persecución del pueblo de Israel y, luego, de los cristianos.
Ya desde su título, Inri, el poemario del chileno Raúl Zurita (Madrid, Visor, 2003) remite al sufrimiento como un acto de redención y de triunfo sobre la muerte. El texto, que como Los heraldos negros, se abre como un seco epígrafe evangélico, recorre los diversos estados que el cuerpo sufriente asume en un tiempo de la redención y de lo mesiánico.
En Inri, se encara el recorrido del cuerpo sufriente desde la caída, desde el triunfo momentáneo del mal, hasta la redención leída como un conmovedor movimiento colectivo de reflorecimiento y de reconstrucción. En este sentido, en la poesía de Zurita, el elemento mítico, que veíamos presente en diferentes grados en Vallejo y en Cardenal, se borra por completo, como si la catástrofe que está en la base expulsará esa dimensión. El relato que sus versos construyen se fundamenta, en cambio, en una concepción puramente crística, una historia de caída, de dolor y de redención.
Zurita construye en Inri una historia pasional de la represión política en Chile a partir de tres momentos, que se entrecruzan con la historia de la pasión, el descenso y la resurrección de Cristo. La primera parte del poemario se centra en la caída. En la economía de la salvación cristiana, la caída es la condición de posibilidad de la encarnación de Dios en Cristo: la caída del hombre en el mal, que es la caída literal de los cuerpos asesinados en Chile, es lo que posibilita, en efecto, su redención, vivida en el final del texto como un largo canto de florecimiento.
En el poemario de Zurita la caída es la construcción de una naturaleza en estado de perdición: el ser arrojados de los cuerpos de los prisioneros en el Pacífico, la dispersión de los cuerpos de los asesinados por la dictadura militar en el mar, en la nieve y en el desierto de Chile. Aquellos que caen son, en efecto, “los Cristo”, una expresión gramaticalmente tensa que se reitera en los versos de Zurita: la pasión de los cuerpos es, en este punto, no la reiteración de una historia que se pluraliza (la historia de “los Cristos”), sino una forma de singularización del ser a través del dolor y del martirio. En última instancia, la singulación de los “Cristo” permite pensar lo crístico en el presente, alejado de la lógica mítica de la repetición y del ciclo: la muerte colectiva en Chile no reitera la historia de Cristo en un ámbito diferente del originario, sino que es la historia de Cristo que sigue teniendo lugar.
La deglución de la carne humana por los elementos de la naturaleza es puesta en esta primera parte en primer plano, con las operaciones de construcción de sintagmas metafóricos en la que el léxico de la digestión es recurrente: “mar carnívoro”, “tumba carnívora”. Así, todo el territorio de Chile es visto como un desmesurado monstruo bíblico, como uno de los monstruos, el marino, que desvelan a Job, el justo. Es una suerte de Leviatán, de enorme pez alargado que devora las “carnadas de sal” de sus difuntos. Es, en este sentido, la construcción de una naturaleza atravesada por el mal, la construcción de una naturaleza triste –como diría Benjamin, una naturaleza dolida por la carencia de lenguaje[2]-, signada por esa caída y por la devastación: una tristeza expresada en sintagmas signados por la tensión semántica (“hacia el mar ardiendo”. “el océano santo de Chile arde”). Se trata, en fin, de un mundo habitado por la catástrofe en el que la naturaleza irredenta o se hunde en el mutismo o, en todo caso, estalla en un sonido inhumano: “Todas las piedras gritan”; “Mireya / se tapa los oídos para no oír el chillido / del desierto”.
La resurrección es reconstrucción de la carne y salvación de la naturaleza.
Un rostro es un rostro es un desierto florecido. Oí
largas llanuras florecer, oí desiertos enteros
cubrirse de flores… (101).
La resurrección vuelve a poner el rostro en su lugar. Regenera así el rasgo físico que hace de alguien, efectivamente, un otro. Si toda la poética del descenso se construye en torno a la centralidad del tacto, del acto de tocar, de palpar, el cadáver amado (“te palpo, te toco, y las yemas de mis dedos, / habituadas a segur siempre las tuyas, siente en / la oscuridad que descendemos”, p. 83), el reflorecimiento de los cuerpos implica un canto a la plenitud vital de los sentidos, desde la vista al oído, desde lo táctil al olfato.
El momento de plenitud que construye Zurita en el cierre de Inri es una suerte de mundo liberado, de mundo reconciliado, en donde los elementos más fuertemente ligados con la lucha final y con la glorificación soberana de Cristo han sido suprimidos. La resurrección, como ha insistido recientemente Jean-Luc Nancy en su lectura de la aparición de Jesús resucitado ante María Magdalena narrada en el evangelio de Juan (Jn, 20: 17), “no es o no proviene de sí, del sujeto propio, sino del otro. El otro es el que se levanta y el que resucita en mí muerto”.[3]
Más que un canto de gloria, la resurrección es en Zurita un enorme canto de amor, entendido como una fuerza que plantea, como afirma Taubes, que el sujeto no tiene el centro en sí mismo: que estoy necesitado. Somos comunidad, afirma el filósofo apocalíptico, en el cuerpo de Cristo, dado que somos seres necesitan.[4] El amor es, como en la reflexión paulina contenida en la epístola a los Romanos, aquello que pervive luego de la catástrofe, la fuerza vital de lo humano, el triunfo definitivo sobre la muerte: “tú no morirás. / Y no moriremos nuevamente” (148).
Leído en serie con los textos de Vallejo y de Cardenal, el poemario de Zurita rescribe en términos de un pathos sufriente puramente humano las tensiones entre lo crístico y lo mítico a favor del primer: a favor de ese “Cristo” entendido como lugar de condensación del sufrimiento y de triunfo sobre la muerte, y, por ello, como lugar de la singularización del ser. Así, la naturaleza redimida y los cuerpos resurrectos con los que concluye Inri constituyen un largo canto a la dimensión plenamente humana del acto resurreccional: un acto de amor hecho carne, de reconstrucción de un rostro posible de lo humano después de la catástrofe.
[1] Antonio Negri, Job. La fuerza del esclavo, Bs. As., Paidós, 2003.
[2] Walter Benjamin, “Sobre el lenguaje en cuanto tal y el lenguaje del hombre”, en Obras, libro II, vol. I, Madrid, Abada, 2007.
[3] Jean-Luc Nancy, Noli me tangere. Ensayo sobre el levantamiento del cuerpo. Madrid, Trotta, 2006, p. 33.
[4] J. Taubes, Op. cit., p. 70.
martes, 25 de agosto de 2009
Mesianismo, escatología, resurrección (III)
(viene de antes)
[1] Carmen Bernard, “Milenarismos incas: construcciones nacionales y republicanas”, en AA.VV., En pos del tercer milenio: apocalíptica, mesianismo, milenarismo e historia, Salamanca, Ediciones Universidad de Salamanca, 2000.
[2] Citamos por Ernesto Cardenal, Poesía completa, Tomo I, Bs. As., Editorial Patria Grande, 2007.
[3] Nicolás Berdiaev, El sentido de la creación, Bs. As., Carlos Lohlé, 1978.
[4] “Carl Schmitt piensa en términos apocalípticos, pero desde arriba, desde las potencias; yo pienso en términos apocalípticos pero desde abajo. Pero los dos tenemos en común la experiencia del tiempo y la historia como plazo, como plazo perentorio. Y esta es, en su origen, una experiencia cristiana de la historia” (Jacob Taubes, Le teología política de Pablo, Madrid, Trotta, 2007, p. 169).
[5] José Severino Croatto, “Apocalíptica y esperanza de los oprimidos”, en Revista de Interpretación Bíblica Latinoamericana, n. 7, 1990.
[6] Giorgio Agamben, El tiempo que resta. Comentario a la Carta a los Romanos, Madrid, Trotta, 2006.
[7] Ibid., p. 89.
Ernesto Cardenal: escatología y teúrgia
La poesía del nicaragüense Ernesto Cardenal explora el tiempo del pasado, el tiempo mítico, en términos de utopía. No se trata, como en el caso de Vallejo, de una poesía que roza lo mítico y que en ese roce lo preserva, sino de una exploración de una zona imaginaria que funciona como un pasado utópico modélico. La poesía de Cardenal no señala tan sólo hacia el pasado: más bien, lee en ese pasado una clave interpretativa de los sucesos del presente y de los sucesos del futuro. La sociedad futura está en gran parte prefigurada en ese pasado mítico.
Los ovnis de oro, concebido como un extenso homenaje a los indios americanos, recorre diferentes dimensiones de ese pasado mítico, distribuido en torno a un suceso vivido como traumático: la conquista española y el fin de las civilizaciones indígenas. En principio, Los Ovnis reconstruyen diferentes momentos de la historia de los pueblos americanos en los que es posible pensar una prefiguración de lo que será una sociedad futura. Así, por ejemplo, en “Economía en Tahuantinsuyu”, la reconstrucción de los aspectos económicos del antiguo imperio incaico se articula con una reflexión sobre el dinero y la avaricia como motores de destrucción de lo humano con evidentes ecos de las teorías económicas de Ezra Pound, por cierto el poeta moderno que más claramente se halla presente en la poética de Cardenal, como en la de su compatriota José Coronel Urtecho.
El anuncio salvífico se presenta en otro de los poemas de Los ovnis dedicados al mundo incaico, en este caso a Machu Pichu, que retoma la leyenda mesiánica de la germinación de la cabeza del Inca, proceso por el cual se produciría la reconstrucción del cuerpo mismo del Inca y, en última instancia, la restitución a partir de un proceso que ha sido puesto en contacto con la prédica cristiana de la resurrección de los muertos,[1] del imperio perdido. Asimismo, en esta serie se insertan los cantos sobre los pueblos indígenas de América del Norte y el canto “La arcadia perdida”, sobre las misiones jesuíticas en la América meridional, percibidas como un modelo político posible de integración de arte colectivo, justicia social y equidad administrativa. (que el cantar relaciona con Platón y con la política social de Perón).
Además de estos recorridos por diferentes momentos de la historia americana, en Los ovnis de oro, que comienza a escribir a comienzos de la década del 60, Cardenal se detiene ampliamente en un caso específico: el de la historia de los pueblos indígenas de México, que le permite describir diferentes aspectos de formas históricas, y al mismo tiempo míticas, de comunitarismo. Así, Cardenal refiere en los “Cantares mexicanos” que abren Los ovnis la historia de los toltecas, caracterizados como un pueblo eminentemente comunitarista, para el que la propiedad colectiva de la tierra, la supresión de los sacrificios humanos y la inexistencia del dinero es nota dominante. Del mismo modo, y en relación con el comunismo originario del pueblo tolteca, los “Cantares mexicanos” se cierran con la narración de la historia de Quetzalcóatl: la serpiente emplumada, el ser divino que sacrifica y que no exige sacrificios humanos y cuyo regreso se espera para la reinstauración de un reino de justicia. Quetzalcóatl remite así a la figura de Cristo y a la figura de Netzahualcóyotl, el soberano poeta con el que se inician los “Cantares mexicanos”:
Mi canto es amistad, hermanos.
Sólo en las flores hay Hermandad.
Abrazos
Sólo en las flores (…)
Yo ando siempre cantando. No ando
En Propagandas
Tú estás en estos cantos Dador de la Vida.
Distribuyo mis flores y mis cantos a mi pueblo.
Les riego poemas, no tributos (“Netzahualcóyotl”, p. 325).[2]
“El poeta profetiza, vaticinador –afirma Cardenal en su Cántico cósmico, de 1989- como los monos congos que aúllan cuando va a llover”. La concepción teológica, más que sacra, del poeta como profeta resulta en este aspecto particularmente relevante en la medida en que Cardenal elabora en ciertas secciones de su poesía una reflexión acerca del lugar de la poesía y de los poetas en conexión directa con el imaginario escatológico y apocalíptico. De esta manera, el poeta es caracterizado en los cantares como un sujeto en condiciones de expresar una voz colectiva, una voz si se quiere alejada de todo estilo individual y de toda idea de obra orgánica, como una intervención que se despliega en diferentes registros discursivos y en diferentes órdenes del lenguaje. Al mismo tiempo, la actividad poética se inserta en la lucha escatológica en la medida en que es capaz de pensarse como una actividad que anticipa el mundo futuro que la propia poesía materializa.
El tiempo mítico, reiterativo, se presenta como no como un tiempo opuesto al de la consumación de los tiempos de la tradición judeocristiana, sino como su complemento. El mundo redimido no es sólo el mundo que se espera, sino que es en parte un mundo realizado y perdido, como el mundo del mito, y un mundo que en parte existe en el presente, materializado, por ejemplo, en el arte como trabajo liberado. La poesía de Cardenal reafirma así la idea de que la comunidad mesiánica existe en el presente, al menos en términos de poder proyectar en el arte un tipo de trabajo cualitativamente diferenciado del trabajo alienado capitalista. Se trata, en este punto, de un trabajo “liberado”, de una “teúrgia” entendida como construcción ontológica de un ser nuevo de la que hablaba el filósofo ruso Nicolás Berdiaev en El destino de la creación, publicado pocos años antes de la revolución rusa y que en 1978, en plena dictadura en la Argentina y en el tiempo de las luchas civiles en Nicaragua, se publica en Buenos Aires en traducción de Ramón Alcalde.[3] En este tratado, la creación, cuya especie más potente es la artística, anticipa para el filósofo ruso la segunda venida de Cristo y, con ella, la constitución del hombre como una entidad absolutamente libre. En este punto, crear artísticamente implica instalarse en una postura activa, implica construir ontológicamente la redención, que se distingue de este modo del mero “esperar” o “estar alerta” de la tradición mesiánica.
En la poesía de Cardenal, la lucha escatológica como condición del milenio de justicia ocupa un lugar determinante. Por un lado, se trata de una lucha entre entidades políticas concretas que, en la América latina del siglo XX, encuentra un momento de síntesis en las luchas revolucionarias de la segunda mitad del siglo, en especial, por supuesto, la lucha del Frente Sandinista de Liberación contra el régimen de Somoza, en Nicaragua. Se trata, en este sentido, de una lucha escatológica encarnada en actores histórico-sociales concretos, como se plantea de manera directa en el poema “Apocalipsis”, incluido en Oración por Marilyn Monroe y otros poemas. En este texto, donde las catástrofes reveladas en el Apocalipsis del Nuevo Testamento se rescriben en términos contemporáneos, se hace evidente la reinterpretación figural del texto canónico de Juan de Patmos. El poema constituye una lectura del Libro de la Revelación que reintroduce el estatuto político del texto del Nuevo Testamento como un texto de oposición a la opresión y a la construcción de un orden político universal, imperial.
Al orden de la opresión técnica y política se opone apocalípticamente algo que se enraíza en lo salvífico: la redención que, como afirma Nicolás Berdiaev, viene desde abajo, del mismo modo que la escatología política sostenida muchos años más tarde por Jacob Taubes.[4] Frente a esta “universalidad de arriba”, los textos poéticos de Cardenal reconstruyen otro tipo de relación universal, un tipo de universalidad subterránea que se conecta con una concepción panteísta del universo y de la divinidad. Así, en varios momentos del Cántico Cósmico, concebido como una monumental construcción poética inspirada en la Comedia dantesca y en los cantares de Pound, el evento mesiánico que representa la llegada de Cristo es puesto en relación con un corpus de obras clásicas (la famosa Bucólica cuarta de Virgilio, Platón, fragmentos de los presocráticos) y con leyendas de la espera del “deseado” de diferentes pueblos y latitudes. Del mismo modo, las diferentes luchas revolucionarias del siglo XX encuentran puntos de prefiguración en las luchas de los taboritas bohemios del siglo XV y de los anabaptistas y campesinos del sur de Alemania en la época de la Reforma. Sobre todo, la perspectiva escatológica de la poesía de Cardenal. se fundamenta en los elementos apocalípticos del Evangelio, en la afirmación crística de que “el reino está cerca” y en la afirmación paulina del “hombre nuevo” cristiano, que anuncia.
El antiguo sueño de un mundo sin pobres,
como armoniosa lluvia sobre el prado.
Un trabajo creador en bien de todos
De esta manera, el Apocalipsis, en la tradición del milenarismo revolucionario, funciona en la poesía del nicaragüense como un texto de oposición, inseparable, como lo ha establecido con claridad José Severino Croatto, una autoridad en la exégesis de las Sagradas Escrituras particularmente influyente en los movimientos de liberación de matriz cristiana, como una intervención al mismo tiempo teológica y política. El género apocalíptico, desde la perspectiva de Croatto, se encuentra insoslayablemente arraigado en un período crítico de la historia del pueblo de Israel, signado por el dominio político y militar de la potencia romana y por la construcción de una suerte de culto oficial funcional a este dominio.[5]
De manera análoga, el estatuto político de la poesía de Cardenal es inseparable de su condición de poesía apocalíptica y mesiánica, de una poesía que, en este punto, puede permitir pensar una alternativa a la dicotomía entre tiempo mesiánico y apocalipsis planteada por Agamben en su lectura de la Epístola a los Romanos.[6] Desde la perspectiva de Agamben, que al poner excesivamente el acento en la distinción entre lo mesianismo y escatología deja de lado una porción considerable del corpus paulino que se inscribe de manera explícita en la segunda de esas dimensiones, posiciones como las de Berdiaev o Cadenal son condenadas como apropiaciones apocalípticas del evento mesiánico.
En la lectura de Agamben, el surgimiento del ritmo y de la rima en la poesía occidental estaría ligado con el tiempo mesiánico propuesto por Pablo: en la medida en que la rima supone un trabajo de sucesión temporal y, al mismo tiempo, de reiteración de formas métricas y sonoras, la poesía materializaría la contracción temporal que caracteriza a todo tiempo mesiánico como tiempo de la contracción y de la espera, como “tiempo del fin”.
En rigor, las exploraciones poéticas de Cardenal se ubican en un plano formal absolutamente incompatibles con esos esquemas rítmicos, en un plano cercano al de la poesía de Hölderlin en la que Agamben encuentra una nueva “ateología”. “El ocaso de los dioses -afirma Agamben- forma un todo compacto con la desaparición de la forma métrica cerrada, la ateología se hace inmediatamente prosodia”[7]. Los textos de Cardenal, en especial los reunidos en Los ovnis o Cantico cósmico, constituyen, como los grandes himnos de Hölderlin a los que se refiere Agamben, una suerte de cosmos en estado de expansión permanente donde la reiteración de la rima ha sido suprimida y donde ni las conexiones ni las medidas garantizan la previsibilidad del tempo poético. Más que expresar una “ateología”, quizá esas formas en expansión expresan una concepción de lo mesiánico que cuestiona la postura agambeniana. No se trata pues de la exploración poética de esa suerte de “mesianismo depurado” de toda contaminación apocalíptica y escatológica que plantea Agamben, sino de un mesianismo manifiestamente apocalíptico en condiciones de producir formas concretas de construcción comunitaria que funcionen no como lugares vacíos, como temporalidades contraídas o como marcas de la ausencia del Mesías, sino como modos de realización material de lo que se prefiguraba en las comunidades cristianas primitivas.
En efecto, a través de una forma eminentemente moderna y expansiva como la del cantar de matriz poundiana, Cardenal reconstruye algunos de los aspectos de la historia de América latina desde una perspectiva que contradice la linealidad evolutiva, que contradice el tiempo del progreso y de la acumulación y en la que algo del orden del tiempo mítico y algo del orden del tiempo escatológico parece coincidir, como en ciertas tradiciones andinas:
Ya en tiempos incaicos tenían una clara visión del mundo en cambio.
Le llamaron al milenio Pachacuti.
Cada mil años el mundo muere y vuelve a nacer.
Todo muda. Todo perece y vuelve a organizarse.
Pachacuti significa cambio.
Pachacuti era para los antiguos la esperanza colectiva,
la confianza en el cambio del mundo (“El secreto de Machu-Pichu”, 475).
La poesía de Cardenal conjuga mito y redención en la medida en que ambos se mueven en una dirección contraria a las del tiempo histórico y se instala en un punto de vista político que explicita: el punto de vista mesiánico, como lo había percibido Benjamin en su intrincado “Fragmento teológico-político”, es el punto de vista de las víctimas, el punto de vista de los oprimidos por el peso de la historia. Como la escatología política de Taubes, para quien lo importante no es tanto saber qué es el reino del Dios sino saber que ese reino está cerca, la escatología poética de Cardenal se plantea de manera radical la pregunta acerca de la construcción en el presente de lo comunitario.
La poesía del nicaragüense Ernesto Cardenal explora el tiempo del pasado, el tiempo mítico, en términos de utopía. No se trata, como en el caso de Vallejo, de una poesía que roza lo mítico y que en ese roce lo preserva, sino de una exploración de una zona imaginaria que funciona como un pasado utópico modélico. La poesía de Cardenal no señala tan sólo hacia el pasado: más bien, lee en ese pasado una clave interpretativa de los sucesos del presente y de los sucesos del futuro. La sociedad futura está en gran parte prefigurada en ese pasado mítico.
Los ovnis de oro, concebido como un extenso homenaje a los indios americanos, recorre diferentes dimensiones de ese pasado mítico, distribuido en torno a un suceso vivido como traumático: la conquista española y el fin de las civilizaciones indígenas. En principio, Los Ovnis reconstruyen diferentes momentos de la historia de los pueblos americanos en los que es posible pensar una prefiguración de lo que será una sociedad futura. Así, por ejemplo, en “Economía en Tahuantinsuyu”, la reconstrucción de los aspectos económicos del antiguo imperio incaico se articula con una reflexión sobre el dinero y la avaricia como motores de destrucción de lo humano con evidentes ecos de las teorías económicas de Ezra Pound, por cierto el poeta moderno que más claramente se halla presente en la poética de Cardenal, como en la de su compatriota José Coronel Urtecho.
El anuncio salvífico se presenta en otro de los poemas de Los ovnis dedicados al mundo incaico, en este caso a Machu Pichu, que retoma la leyenda mesiánica de la germinación de la cabeza del Inca, proceso por el cual se produciría la reconstrucción del cuerpo mismo del Inca y, en última instancia, la restitución a partir de un proceso que ha sido puesto en contacto con la prédica cristiana de la resurrección de los muertos,[1] del imperio perdido. Asimismo, en esta serie se insertan los cantos sobre los pueblos indígenas de América del Norte y el canto “La arcadia perdida”, sobre las misiones jesuíticas en la América meridional, percibidas como un modelo político posible de integración de arte colectivo, justicia social y equidad administrativa. (que el cantar relaciona con Platón y con la política social de Perón).
Además de estos recorridos por diferentes momentos de la historia americana, en Los ovnis de oro, que comienza a escribir a comienzos de la década del 60, Cardenal se detiene ampliamente en un caso específico: el de la historia de los pueblos indígenas de México, que le permite describir diferentes aspectos de formas históricas, y al mismo tiempo míticas, de comunitarismo. Así, Cardenal refiere en los “Cantares mexicanos” que abren Los ovnis la historia de los toltecas, caracterizados como un pueblo eminentemente comunitarista, para el que la propiedad colectiva de la tierra, la supresión de los sacrificios humanos y la inexistencia del dinero es nota dominante. Del mismo modo, y en relación con el comunismo originario del pueblo tolteca, los “Cantares mexicanos” se cierran con la narración de la historia de Quetzalcóatl: la serpiente emplumada, el ser divino que sacrifica y que no exige sacrificios humanos y cuyo regreso se espera para la reinstauración de un reino de justicia. Quetzalcóatl remite así a la figura de Cristo y a la figura de Netzahualcóyotl, el soberano poeta con el que se inician los “Cantares mexicanos”:
Mi canto es amistad, hermanos.
Sólo en las flores hay Hermandad.
Abrazos
Sólo en las flores (…)
Yo ando siempre cantando. No ando
En Propagandas
Tú estás en estos cantos Dador de la Vida.
Distribuyo mis flores y mis cantos a mi pueblo.
Les riego poemas, no tributos (“Netzahualcóyotl”, p. 325).[2]
“El poeta profetiza, vaticinador –afirma Cardenal en su Cántico cósmico, de 1989- como los monos congos que aúllan cuando va a llover”. La concepción teológica, más que sacra, del poeta como profeta resulta en este aspecto particularmente relevante en la medida en que Cardenal elabora en ciertas secciones de su poesía una reflexión acerca del lugar de la poesía y de los poetas en conexión directa con el imaginario escatológico y apocalíptico. De esta manera, el poeta es caracterizado en los cantares como un sujeto en condiciones de expresar una voz colectiva, una voz si se quiere alejada de todo estilo individual y de toda idea de obra orgánica, como una intervención que se despliega en diferentes registros discursivos y en diferentes órdenes del lenguaje. Al mismo tiempo, la actividad poética se inserta en la lucha escatológica en la medida en que es capaz de pensarse como una actividad que anticipa el mundo futuro que la propia poesía materializa.
El tiempo mítico, reiterativo, se presenta como no como un tiempo opuesto al de la consumación de los tiempos de la tradición judeocristiana, sino como su complemento. El mundo redimido no es sólo el mundo que se espera, sino que es en parte un mundo realizado y perdido, como el mundo del mito, y un mundo que en parte existe en el presente, materializado, por ejemplo, en el arte como trabajo liberado. La poesía de Cardenal reafirma así la idea de que la comunidad mesiánica existe en el presente, al menos en términos de poder proyectar en el arte un tipo de trabajo cualitativamente diferenciado del trabajo alienado capitalista. Se trata, en este punto, de un trabajo “liberado”, de una “teúrgia” entendida como construcción ontológica de un ser nuevo de la que hablaba el filósofo ruso Nicolás Berdiaev en El destino de la creación, publicado pocos años antes de la revolución rusa y que en 1978, en plena dictadura en la Argentina y en el tiempo de las luchas civiles en Nicaragua, se publica en Buenos Aires en traducción de Ramón Alcalde.[3] En este tratado, la creación, cuya especie más potente es la artística, anticipa para el filósofo ruso la segunda venida de Cristo y, con ella, la constitución del hombre como una entidad absolutamente libre. En este punto, crear artísticamente implica instalarse en una postura activa, implica construir ontológicamente la redención, que se distingue de este modo del mero “esperar” o “estar alerta” de la tradición mesiánica.
En la poesía de Cardenal, la lucha escatológica como condición del milenio de justicia ocupa un lugar determinante. Por un lado, se trata de una lucha entre entidades políticas concretas que, en la América latina del siglo XX, encuentra un momento de síntesis en las luchas revolucionarias de la segunda mitad del siglo, en especial, por supuesto, la lucha del Frente Sandinista de Liberación contra el régimen de Somoza, en Nicaragua. Se trata, en este sentido, de una lucha escatológica encarnada en actores histórico-sociales concretos, como se plantea de manera directa en el poema “Apocalipsis”, incluido en Oración por Marilyn Monroe y otros poemas. En este texto, donde las catástrofes reveladas en el Apocalipsis del Nuevo Testamento se rescriben en términos contemporáneos, se hace evidente la reinterpretación figural del texto canónico de Juan de Patmos. El poema constituye una lectura del Libro de la Revelación que reintroduce el estatuto político del texto del Nuevo Testamento como un texto de oposición a la opresión y a la construcción de un orden político universal, imperial.
Al orden de la opresión técnica y política se opone apocalípticamente algo que se enraíza en lo salvífico: la redención que, como afirma Nicolás Berdiaev, viene desde abajo, del mismo modo que la escatología política sostenida muchos años más tarde por Jacob Taubes.[4] Frente a esta “universalidad de arriba”, los textos poéticos de Cardenal reconstruyen otro tipo de relación universal, un tipo de universalidad subterránea que se conecta con una concepción panteísta del universo y de la divinidad. Así, en varios momentos del Cántico Cósmico, concebido como una monumental construcción poética inspirada en la Comedia dantesca y en los cantares de Pound, el evento mesiánico que representa la llegada de Cristo es puesto en relación con un corpus de obras clásicas (la famosa Bucólica cuarta de Virgilio, Platón, fragmentos de los presocráticos) y con leyendas de la espera del “deseado” de diferentes pueblos y latitudes. Del mismo modo, las diferentes luchas revolucionarias del siglo XX encuentran puntos de prefiguración en las luchas de los taboritas bohemios del siglo XV y de los anabaptistas y campesinos del sur de Alemania en la época de la Reforma. Sobre todo, la perspectiva escatológica de la poesía de Cardenal. se fundamenta en los elementos apocalípticos del Evangelio, en la afirmación crística de que “el reino está cerca” y en la afirmación paulina del “hombre nuevo” cristiano, que anuncia.
El antiguo sueño de un mundo sin pobres,
como armoniosa lluvia sobre el prado.
Un trabajo creador en bien de todos
De esta manera, el Apocalipsis, en la tradición del milenarismo revolucionario, funciona en la poesía del nicaragüense como un texto de oposición, inseparable, como lo ha establecido con claridad José Severino Croatto, una autoridad en la exégesis de las Sagradas Escrituras particularmente influyente en los movimientos de liberación de matriz cristiana, como una intervención al mismo tiempo teológica y política. El género apocalíptico, desde la perspectiva de Croatto, se encuentra insoslayablemente arraigado en un período crítico de la historia del pueblo de Israel, signado por el dominio político y militar de la potencia romana y por la construcción de una suerte de culto oficial funcional a este dominio.[5]
De manera análoga, el estatuto político de la poesía de Cardenal es inseparable de su condición de poesía apocalíptica y mesiánica, de una poesía que, en este punto, puede permitir pensar una alternativa a la dicotomía entre tiempo mesiánico y apocalipsis planteada por Agamben en su lectura de la Epístola a los Romanos.[6] Desde la perspectiva de Agamben, que al poner excesivamente el acento en la distinción entre lo mesianismo y escatología deja de lado una porción considerable del corpus paulino que se inscribe de manera explícita en la segunda de esas dimensiones, posiciones como las de Berdiaev o Cadenal son condenadas como apropiaciones apocalípticas del evento mesiánico.
En la lectura de Agamben, el surgimiento del ritmo y de la rima en la poesía occidental estaría ligado con el tiempo mesiánico propuesto por Pablo: en la medida en que la rima supone un trabajo de sucesión temporal y, al mismo tiempo, de reiteración de formas métricas y sonoras, la poesía materializaría la contracción temporal que caracteriza a todo tiempo mesiánico como tiempo de la contracción y de la espera, como “tiempo del fin”.
En rigor, las exploraciones poéticas de Cardenal se ubican en un plano formal absolutamente incompatibles con esos esquemas rítmicos, en un plano cercano al de la poesía de Hölderlin en la que Agamben encuentra una nueva “ateología”. “El ocaso de los dioses -afirma Agamben- forma un todo compacto con la desaparición de la forma métrica cerrada, la ateología se hace inmediatamente prosodia”[7]. Los textos de Cardenal, en especial los reunidos en Los ovnis o Cantico cósmico, constituyen, como los grandes himnos de Hölderlin a los que se refiere Agamben, una suerte de cosmos en estado de expansión permanente donde la reiteración de la rima ha sido suprimida y donde ni las conexiones ni las medidas garantizan la previsibilidad del tempo poético. Más que expresar una “ateología”, quizá esas formas en expansión expresan una concepción de lo mesiánico que cuestiona la postura agambeniana. No se trata pues de la exploración poética de esa suerte de “mesianismo depurado” de toda contaminación apocalíptica y escatológica que plantea Agamben, sino de un mesianismo manifiestamente apocalíptico en condiciones de producir formas concretas de construcción comunitaria que funcionen no como lugares vacíos, como temporalidades contraídas o como marcas de la ausencia del Mesías, sino como modos de realización material de lo que se prefiguraba en las comunidades cristianas primitivas.
En efecto, a través de una forma eminentemente moderna y expansiva como la del cantar de matriz poundiana, Cardenal reconstruye algunos de los aspectos de la historia de América latina desde una perspectiva que contradice la linealidad evolutiva, que contradice el tiempo del progreso y de la acumulación y en la que algo del orden del tiempo mítico y algo del orden del tiempo escatológico parece coincidir, como en ciertas tradiciones andinas:
Ya en tiempos incaicos tenían una clara visión del mundo en cambio.
Le llamaron al milenio Pachacuti.
Cada mil años el mundo muere y vuelve a nacer.
Todo muda. Todo perece y vuelve a organizarse.
Pachacuti significa cambio.
Pachacuti era para los antiguos la esperanza colectiva,
la confianza en el cambio del mundo (“El secreto de Machu-Pichu”, 475).
La poesía de Cardenal conjuga mito y redención en la medida en que ambos se mueven en una dirección contraria a las del tiempo histórico y se instala en un punto de vista político que explicita: el punto de vista mesiánico, como lo había percibido Benjamin en su intrincado “Fragmento teológico-político”, es el punto de vista de las víctimas, el punto de vista de los oprimidos por el peso de la historia. Como la escatología política de Taubes, para quien lo importante no es tanto saber qué es el reino del Dios sino saber que ese reino está cerca, la escatología poética de Cardenal se plantea de manera radical la pregunta acerca de la construcción en el presente de lo comunitario.
(continúa)
[1] Carmen Bernard, “Milenarismos incas: construcciones nacionales y republicanas”, en AA.VV., En pos del tercer milenio: apocalíptica, mesianismo, milenarismo e historia, Salamanca, Ediciones Universidad de Salamanca, 2000.
[2] Citamos por Ernesto Cardenal, Poesía completa, Tomo I, Bs. As., Editorial Patria Grande, 2007.
[3] Nicolás Berdiaev, El sentido de la creación, Bs. As., Carlos Lohlé, 1978.
[4] “Carl Schmitt piensa en términos apocalípticos, pero desde arriba, desde las potencias; yo pienso en términos apocalípticos pero desde abajo. Pero los dos tenemos en común la experiencia del tiempo y la historia como plazo, como plazo perentorio. Y esta es, en su origen, una experiencia cristiana de la historia” (Jacob Taubes, Le teología política de Pablo, Madrid, Trotta, 2007, p. 169).
[5] José Severino Croatto, “Apocalíptica y esperanza de los oprimidos”, en Revista de Interpretación Bíblica Latinoamericana, n. 7, 1990.
[6] Giorgio Agamben, El tiempo que resta. Comentario a la Carta a los Romanos, Madrid, Trotta, 2006.
[7] Ibid., p. 89.
lunes, 24 de agosto de 2009
Mesianismo, Escatología y resurrección (II)
Nota: Esta parte está dedicada a César Vallejo
(viene de antes)
Vallejo: lo mítico y lo crístico
Se ha hablado de un cierto “mesianismo” o “milenarismo” andino en los versos de César Vallejo, en una concepción vallejiana del tiempo que no sólo remite, sobre todo en su primer poemario, Los heraldo negros, publicado en 1919, a un pasado andino, indígena y mestizo, que puede asumir los rasgos de un mito, sino que se abre hacia ciertas formas de apertura al futuro. Este futuro, en el caso de Vallejo, se articula por cierto con un programa político concreto, el proyecto de revolución comunista vivido como un cambio redentor, pero lo hace también como una reconsideración de cierta religiosidad andina, refractaria tanto a los cánones de la religión instituida como de la refutación de lo religiosa asociada con el marxismo. El modo de situarse de Vallejo en relación con el proceso revolucionario de matriz secularizante y su consideración negativa de la religión es, en este punto, exhibe aristas fuertemente diferenciadas.
Pocos proyectos poéticos del siglo XX latinoamericano han sido tan marcadamente crísticos como el proyecto poético vallejiano. De hecho, el título del último de los poemarios de Vallejo, escrito en los años en los que la guerra civil española se había inclinado de manera inexorable hacia el triunfo de las fuerzas de Franco, reelabora en su título una frase extraída del evangelio de Lucas (Lc, 22: 42).
En el primer Vallejo, el de Los heraldos negros, a pesar de la referencia catastrófica del título (los heraldos de la muerte, los jinetes del Apocalipsis) insiste en una cierta concepción de temporalidad que podemos pensar más bien como mítica, en el sentido en que lo plantea en Historia del mundo y salvación Karl Löwith,[1] uno de los más lúcidos discípulos de Martin Heidegger. Frente a la temporalidad lineal y, al mismo tiempo, catastrófica del monoteísmo judeocristiano, Löwith reconoce una temporalidad mítica, caracterizada por la ruptura de la evolución temporal y por la compulsión del retorno, del regreso circular de lo mismo.
En el primer poemario de Vallejo esta temporalidad mítica se plantea en una serie discursiva que remite de manera directa al mundo arcaico de una cultura fuertemente arraigada en los Andes, un universo perdido que manifiesta múltiples facetas. Por un lado, es un mundo perdido en términos de catástrofe histórica y comunitaria: el mundo incaico, que, lejos de ser completamente destruido por la conquista española, aparece como un mundo transfigurado e híbrido, como se enfatiza en las dos series de sonetos que Vallejo tituló “Nostalgias imperiales” y “Terceto autóctono”, cuyo primer poema termina con el terceto:
Luce el Apóstol en su trono, luego;
y es, entre inciensos, cirios y cantares,
el moderno dios-sol para el labriego.[2]
Al mismo tiempo, el mundo mítico que Vallejo construye en Los heraldos negros es el mundo del inicio del amor, de los amores adolescentes, el mundo simple de la vida aldeana en su natal Santiago de Chuco, que se contrapone al mundo complejo y moderno de Lima:
Que estará haciendo mi andina y dulce Rita
de junco y capulí,
ahora que me asfixia Bizancio y que dormita
la sangre, como flojo cognac, dentro de mí.
En tercer lugar, el mundo mítico de Los heraldo negros es el mundo de la infancia, el mundo de un núcleo familiar originario y desarmado por el tiempo y por la muerte, que la escritura poética intenta conservar a través de formas lingüísticas que parecen pueriles, aniñadas, que regresan con fuerza en todo un grupo de poemas de Trilce, el segundo de los libros poéticos de Vallejo, que podemos pensar como “familiares”, como el III, el XXIII, el XXVIII o el LII. Entre los poemas de Los heraldos, el que más claramente plantea a la poesía como un ejercicio de preservación de ese mundo infantil primigenio es “A mi hermano Miguel”, escrito en memoria del hermano muerto:
Hermano, hoy estoy en el poyo de la casa,
donde nos hace una falta sin fondo!
Me acuerdo que jugábamos esta hora, y que mamá
nos acariciaba: “Pero, hijos…”
Sin embargo, paralelamente a este sustrato mítico, al mismo tiempo comunitario, erótico y familiar, existe en la poesía de Vallejo un componente que entendemos como encarnado, más ligado con una poética del acontecimiento y de la espera que con una poética de la repetición. Se trata de una dimensión poética vallejiana que se mueve en una temporalidad diferente, e incluso contrapuesta, a la temporalidad mítica: que se mueve en una temporalidad que podemos pensar como una temporalidad histórica. Es lo que Löwith ha caracterizado como una temporalidad pensada como historia de la salvación, articulada en torno a un acontecimiento al mismo tiempo histórico y teológico: la Encarnación.
La poesía de Vallejo, sobre todo en su último período, el de Poemas Humanos y el de España, aparta de mí este cáliz, publicados póstumamente en 1939, es sustancialmente una poesía encarnada, en la que el elemento mítico se va desdibujando, se sepulta en un pasado ya irrecuperable. “Todos han muerto”, dice el comienzo de “La violencia de las horas”, uno de los textos en prosa de Poemas Humanos.
En el mundo perdido en que habita, la palabra poética se hace entonces carne, adopta la forma de un cuerpo. Asume una materialidad que se aleja tanto de la palabra mítica, si se quiere, de Los heraldos y de la palabra transgresiva de Trilce. Sin embargo, la concepción histórico-escatológica se manifiesta con fuerza ya en el primer poemario, en el que es posible encontrar algunos trazos de la tensión entre el sustrato mítico que caracterizamos más arriba y la recurrencia de elementos culturales, cultuales, que provienen de lo crístico, presente ya en el epígrafe latino del poemario, extraído del Evangelio.
La dimensión crística de Los heraldos es una dimensión radicada en el amor y, en este punto, conectada a uno de los componentes de la dimensión mítica. Sin embargo, mientras la dimensión mítica señala fuertemente hacia una pasado preservable pero en última instancia inaprensible (“la andina y dulce Rita”), el elemento crístico se articula en el mismo poemario con la dimensión temporal del presente: una dimensión que supone la presencia palpable, sufrible, de lo corporal:
Amada, en esta noche tú te has crucificado
sobre los dos maderos curvados de mi beso;
y tu pena me ha dicho que Jesús ha llorado
y que hay un viernesanto más dulce que ese beso.
La poesía encarnada del primer Vallejo es una escritura de la pasión en la que el momento de la muerte parece predominar por sobre lo salvífico: una poesía que vuelve de manera obsesiva a los ritos y los misterios de la Semana Santa, celebración sentida con fuerza en el mundo andino, y a la “microfísica” barroca del cuerpo .sufriente de Cristo.[3] Se trata de un cúmulo de elementos que articula a la poesía de Vallejo con formas tradicionales de religiosidad mestiza de los pueblos andinos y que, al mismo tiempo, proyecta su escritura poética hacia un tiempo futuro, un tiempo que se entrecruza en Poemas humanos y en España, aparta de mí este cáliz, con luchas políticas concretas. El último poemario de Vallejo está atravesado, en efecto, por escenas de resurrección, desde los muertos de los cementerios bombardeados que “reanudaron sus penas inconclusas, / acabaron de llorar, acabaron de esperar…” hasta el cadáver “lleno de mundo” de Pedro Rojas, que vuelve a escribir con su dedo en el aire.
Quizá uno de los poemas característicos de esta dimensión ligada con la resurrección de la carne sea el que lleva el número XII en España, titulado “Masa”: una masa, en el sentido tal vez de una carne abandonada a sí misma, de alguien que es herido de muerte y que, a lo largo del poema, va muriendo a pesar de que primero sus compañeros, luego un número mayor de personas, lo exhortan a vivir. El poema de España concluye con aquello que Los heraldos habían elidido: la resurrección de la carne.
Entonces, todos los hombres de la tierra
le rodearon; les vio el cadáver triste, emocionado,
incorporose lentamente
abrazó al primer hombre: echóse a andar.
No se trata aquí, como en lo mítico, de preservar un mundo a través de la palabra poética, sino de propiciar a través de ella el acontecimiento: de pensar a la palabra encarnada en formas de lo agónico, en el doble sentido de lucha y sufrimiento, a través de las cuales se espera el cumplimiento de una redención completa.
Se ha hablado de un cierto “mesianismo” o “milenarismo” andino en los versos de César Vallejo, en una concepción vallejiana del tiempo que no sólo remite, sobre todo en su primer poemario, Los heraldo negros, publicado en 1919, a un pasado andino, indígena y mestizo, que puede asumir los rasgos de un mito, sino que se abre hacia ciertas formas de apertura al futuro. Este futuro, en el caso de Vallejo, se articula por cierto con un programa político concreto, el proyecto de revolución comunista vivido como un cambio redentor, pero lo hace también como una reconsideración de cierta religiosidad andina, refractaria tanto a los cánones de la religión instituida como de la refutación de lo religiosa asociada con el marxismo. El modo de situarse de Vallejo en relación con el proceso revolucionario de matriz secularizante y su consideración negativa de la religión es, en este punto, exhibe aristas fuertemente diferenciadas.
Pocos proyectos poéticos del siglo XX latinoamericano han sido tan marcadamente crísticos como el proyecto poético vallejiano. De hecho, el título del último de los poemarios de Vallejo, escrito en los años en los que la guerra civil española se había inclinado de manera inexorable hacia el triunfo de las fuerzas de Franco, reelabora en su título una frase extraída del evangelio de Lucas (Lc, 22: 42).
En el primer Vallejo, el de Los heraldos negros, a pesar de la referencia catastrófica del título (los heraldos de la muerte, los jinetes del Apocalipsis) insiste en una cierta concepción de temporalidad que podemos pensar más bien como mítica, en el sentido en que lo plantea en Historia del mundo y salvación Karl Löwith,[1] uno de los más lúcidos discípulos de Martin Heidegger. Frente a la temporalidad lineal y, al mismo tiempo, catastrófica del monoteísmo judeocristiano, Löwith reconoce una temporalidad mítica, caracterizada por la ruptura de la evolución temporal y por la compulsión del retorno, del regreso circular de lo mismo.
En el primer poemario de Vallejo esta temporalidad mítica se plantea en una serie discursiva que remite de manera directa al mundo arcaico de una cultura fuertemente arraigada en los Andes, un universo perdido que manifiesta múltiples facetas. Por un lado, es un mundo perdido en términos de catástrofe histórica y comunitaria: el mundo incaico, que, lejos de ser completamente destruido por la conquista española, aparece como un mundo transfigurado e híbrido, como se enfatiza en las dos series de sonetos que Vallejo tituló “Nostalgias imperiales” y “Terceto autóctono”, cuyo primer poema termina con el terceto:
Luce el Apóstol en su trono, luego;
y es, entre inciensos, cirios y cantares,
el moderno dios-sol para el labriego.[2]
Al mismo tiempo, el mundo mítico que Vallejo construye en Los heraldos negros es el mundo del inicio del amor, de los amores adolescentes, el mundo simple de la vida aldeana en su natal Santiago de Chuco, que se contrapone al mundo complejo y moderno de Lima:
Que estará haciendo mi andina y dulce Rita
de junco y capulí,
ahora que me asfixia Bizancio y que dormita
la sangre, como flojo cognac, dentro de mí.
En tercer lugar, el mundo mítico de Los heraldo negros es el mundo de la infancia, el mundo de un núcleo familiar originario y desarmado por el tiempo y por la muerte, que la escritura poética intenta conservar a través de formas lingüísticas que parecen pueriles, aniñadas, que regresan con fuerza en todo un grupo de poemas de Trilce, el segundo de los libros poéticos de Vallejo, que podemos pensar como “familiares”, como el III, el XXIII, el XXVIII o el LII. Entre los poemas de Los heraldos, el que más claramente plantea a la poesía como un ejercicio de preservación de ese mundo infantil primigenio es “A mi hermano Miguel”, escrito en memoria del hermano muerto:
Hermano, hoy estoy en el poyo de la casa,
donde nos hace una falta sin fondo!
Me acuerdo que jugábamos esta hora, y que mamá
nos acariciaba: “Pero, hijos…”
Sin embargo, paralelamente a este sustrato mítico, al mismo tiempo comunitario, erótico y familiar, existe en la poesía de Vallejo un componente que entendemos como encarnado, más ligado con una poética del acontecimiento y de la espera que con una poética de la repetición. Se trata de una dimensión poética vallejiana que se mueve en una temporalidad diferente, e incluso contrapuesta, a la temporalidad mítica: que se mueve en una temporalidad que podemos pensar como una temporalidad histórica. Es lo que Löwith ha caracterizado como una temporalidad pensada como historia de la salvación, articulada en torno a un acontecimiento al mismo tiempo histórico y teológico: la Encarnación.
La poesía de Vallejo, sobre todo en su último período, el de Poemas Humanos y el de España, aparta de mí este cáliz, publicados póstumamente en 1939, es sustancialmente una poesía encarnada, en la que el elemento mítico se va desdibujando, se sepulta en un pasado ya irrecuperable. “Todos han muerto”, dice el comienzo de “La violencia de las horas”, uno de los textos en prosa de Poemas Humanos.
En el mundo perdido en que habita, la palabra poética se hace entonces carne, adopta la forma de un cuerpo. Asume una materialidad que se aleja tanto de la palabra mítica, si se quiere, de Los heraldos y de la palabra transgresiva de Trilce. Sin embargo, la concepción histórico-escatológica se manifiesta con fuerza ya en el primer poemario, en el que es posible encontrar algunos trazos de la tensión entre el sustrato mítico que caracterizamos más arriba y la recurrencia de elementos culturales, cultuales, que provienen de lo crístico, presente ya en el epígrafe latino del poemario, extraído del Evangelio.
La dimensión crística de Los heraldos es una dimensión radicada en el amor y, en este punto, conectada a uno de los componentes de la dimensión mítica. Sin embargo, mientras la dimensión mítica señala fuertemente hacia una pasado preservable pero en última instancia inaprensible (“la andina y dulce Rita”), el elemento crístico se articula en el mismo poemario con la dimensión temporal del presente: una dimensión que supone la presencia palpable, sufrible, de lo corporal:
Amada, en esta noche tú te has crucificado
sobre los dos maderos curvados de mi beso;
y tu pena me ha dicho que Jesús ha llorado
y que hay un viernesanto más dulce que ese beso.
La poesía encarnada del primer Vallejo es una escritura de la pasión en la que el momento de la muerte parece predominar por sobre lo salvífico: una poesía que vuelve de manera obsesiva a los ritos y los misterios de la Semana Santa, celebración sentida con fuerza en el mundo andino, y a la “microfísica” barroca del cuerpo .sufriente de Cristo.[3] Se trata de un cúmulo de elementos que articula a la poesía de Vallejo con formas tradicionales de religiosidad mestiza de los pueblos andinos y que, al mismo tiempo, proyecta su escritura poética hacia un tiempo futuro, un tiempo que se entrecruza en Poemas humanos y en España, aparta de mí este cáliz, con luchas políticas concretas. El último poemario de Vallejo está atravesado, en efecto, por escenas de resurrección, desde los muertos de los cementerios bombardeados que “reanudaron sus penas inconclusas, / acabaron de llorar, acabaron de esperar…” hasta el cadáver “lleno de mundo” de Pedro Rojas, que vuelve a escribir con su dedo en el aire.
Quizá uno de los poemas característicos de esta dimensión ligada con la resurrección de la carne sea el que lleva el número XII en España, titulado “Masa”: una masa, en el sentido tal vez de una carne abandonada a sí misma, de alguien que es herido de muerte y que, a lo largo del poema, va muriendo a pesar de que primero sus compañeros, luego un número mayor de personas, lo exhortan a vivir. El poema de España concluye con aquello que Los heraldos habían elidido: la resurrección de la carne.
Entonces, todos los hombres de la tierra
le rodearon; les vio el cadáver triste, emocionado,
incorporose lentamente
abrazó al primer hombre: echóse a andar.
No se trata aquí, como en lo mítico, de preservar un mundo a través de la palabra poética, sino de propiciar a través de ella el acontecimiento: de pensar a la palabra encarnada en formas de lo agónico, en el doble sentido de lucha y sufrimiento, a través de las cuales se espera el cumplimiento de una redención completa.
(continúa)
[1] Bs As., Katz, 2006.
[2] Citamos por César Vallejo, Poesía completa, edición crítica a cargo de Raúl Fernández Novás, La Habana, Editorial Arte y Literatura / Casa de las Américas, 1988.
[3] Para el concepto de “microfísica barroca del cuerpo”, cfr. Marino Niola, Il corpo mirabile. Miracolo, sangue, estasi nella Napoli barocca, Roma, Meltemi, 1997.
domingo, 23 de agosto de 2009
Mesianismo, escatología y resurrección: algunos tonos apocalípticos en la poesía latinoamericana
Este artículo fue pueblicado en el dossier sobre poesía latinoamericana del reciente número de Boca de Sapo. Es un poco largo, de modo que lo voy a colgar en tres o cuatro partes. Acá va la Introducción. Besos a todos y a todos!!!!!!!!!!!
Introducción
Desde los años de la conquista y de la colonización, el milenarismo se constituyó en el continente americano como uno de los discursos que permitieron dar forma a proyectos políticos y culturales de lo más variados. Ya en un principio, los diarios de a bordo de Cristóbal Colón aparecen mechados de referencias apocalípticas que inscribían el viaje en la búsqueda de un territorio señalado de alguna manera por la tradición y por la cultura del occidente cristiano. Américo Vespucio, por su parte, menciona en su controvertida carta sobre el Nuevo Mundo los célebres versos del Purgatorio referidos a las nuevas constelaciones que se abren al viajero Dante en el hemisferio sur, las cuatro estrellas no vistas jamás por persona viva (Pur, I: 23-25). El nombre mismo de “Nuevo Mundo” remite a un imaginario apocalíptico y se recorta en un contexto europeo signado por la dimensión del cambio y por cierto agotamiento del gobierno secular de la Iglesia.[1] El imaginario de viaje de exploración y de conquista de América que surge de los escritos de los exploradores es el de un viaje a un territorio desconocido, si, pero también es la convicción de que se ha llegado a una “clausura” del mundo. Es la ilusión de su ocupación total y de la expansión en verdad universal del mensaje cristiano: el cumplimiento pues de un destino prefigurado en algunos de los textos en los que occidente se ha detenido con mayor insistencia, como los versos de la Divina Comedia o la revelación de Juan de Patmos.
El período de la conquista es, también, un período de relectura del corpus de textos bíblicos en términos de figura, es decir, en términos de una lectura que no restringe su interpretación a los hechos referidos a la historia de Israel y de los primeros cristianos, sino también a hechos históricos posteriores que de alguna manera -se hipotetizaba- se hallan preconfigurados en los textos. Las lecturas de un texto particularmente proyectado hacia el futuro como el Apocalipsis ocuparon en este sentido un lugar fundamental. Milenarismo, escatología, mesianismo -las obsesiones que atraviesan las lecturas del Apocalipsis- forman un bloque de sentidos que se despliegan con particular fuerza en ciertos momentos críticos de la historia latinoamericana.
Se trata de términos que, aunque ligados entre sí, exigen algún tipo de singularización. La escatología hace referencia a los “sucesos últimos”. Según la traición apocalíptica, en los últimos días de la humanidad se producirán hechos que preanuncian la llegada de Cristo. Tendrá lugar el reinado del Anticristo y la lucha final, la lucha escatológica, entre las fuerzas del bien y del mal, que serán definitivamente derrotadas.[2] La escatología, por ello, es inseparable de un ethos agónico, de una concepción del devenir histórica que privilegia el conflicto, sustentada en el pólemos. Por milenarismo, a su vez, se suele entender una teoría desarrollada en los primeros años del cristianismo a partir del capítulo XX del Apocalipsis de Juan. Dicha concepción sostiene que, una vez vencido el Anticristo en la lucha escatológica, tendrá lugar en la tierra redimida un reino de mil años (de ahí el nombre de milenarismo) en el que los justos gozarán de los privilegios que a lo largo de la historia les fueron negados. Se trata, en este sentido, de un período de resarcimiento por los males padecidos por aquellos que dieron testimonio: por los mártires, los testigos que sufrieron la persecución y la muerte por causa de Cristo. Entendemos por mesianismo, por su parte, un modo de concebir el estar del hombre en el tiempo histórico como un tiempo del fin.[3] La concepción mesiánica afecta sustancialmente a lo temporal: es, como afirma Giorgio Agamben en su estudio sobre la Carta a los Romanos, un modo de contracción del tiempo histórico y un tiempo de la espera.
Uno de los más importantes conocedores de la tradición religiosa judía, Gershom Scholem, ha distinguido de manera esquemática el mesianismo judío, que confía en la realización comunitaria de la promesa divina, del mesianismo cristiano, encauzado más bien hacia una concepción espiritualista y, en última instancia, más refractaria lo comunitario.[4] Sin embargo, en diferentes momentos de la historia del mundo cristiano, ambas perspectivas aparecen entrelazadas. En efecto, las perspectivas mesiánicas fueron históricamente objeto de sospecha y, en algunos casos, de condena, por parte de los poderes eclesiásticos constituidos, tanto en la tradición rabínica como en la tradición cristiana.[5] A lo largo de la historia, como lo ha demostrado Norman Cohn en su clásico recorrido por el milenarismo del medioevo y el renacimiento,[6] los impulsos milenaristas, escatológicos y mesiánicos se asociaron con proyectos políticos más o menos convencidos por la inminencia de un cambio radical de las estructuras culturales, económicas y sociales, percibido como un acontecimiento cercano en el tiempo. El tiempo escatológico de la lucha entre las fuerzas del bien y del mal, en muchas ocasiones, fue entendido como un momento cuya cercanía era inminente y, en muchos casos, como un acontecimiento que en algún sentido ya había comenzado.
La sensación de estar en la inminencia de los tiempos nuevos constituyó, así, una experiencia que se reitera en diferentes zonas del mundo americano en los años de la conquista y de la colonización, hasta las puertas de los sucesos revolucionarios de las primeras décadas del siglo XIX que condujeron a la constitución de los Estados hispanoamericanos. Así, si los primeros frailes franciscanos que llegan a las costas de México reinterpretan algunos de los hechos de la conquista a partir del milenarismo político del abad calabrés Joaquín da Fiore, particularmente influyente en la formación de la espiritualidad de las órdenes menores, con sus ideales de comunidad y de pobreza como modos de hacer real la experiencia cristiana, en los siglo sucesivos varias de las rebeliones que se producen en los valles andinos asumen cierto tono apocalíptico y cierto impulso reconstructor de una unidad política perdida (el imperio incaico).
Es en relación con las órdenes menores, dominicos y franciscanos, como surgen en los siglos de dominio español diferentes movimientos de inspiración milenarista y mesiánica, como el de Juan de la Cruz en Perú (1578) o, ya en el siglo XVIII, la rebelión de Túpac Amaru, por cierto el más conocido de estos movimientos. En esos mismos años de cierre del siglo XVIII el jesuita chileno Manuel Lacunza escribe en Italia, donde se había instalado luego de la expulsión de la orden decretada por la monarquía borbónica de España, el tratado La venida de Cristo en gloria y majestad que reactualiza la lectura en términos políticos del Apocalipisis de Juan. El texto, así, fue publicado en Londres en 1816, presumiblemente a expensas de Manuel Belgrano y de su hermano[7]: las posiciones de Lacunza legitimarían desde un punto de vista teológico los movimientos independentistas en los distintos países americanos.
En el siglo XX, cierto impulso apocalíptico, mesiánico y milienarista se plantea en algunas propuestas poéticas particularmente intensas, relacionadas casi siempre con acontecimientos políticos que apelan a la liberación y a la redención. En general, los movimientos de matriz milenarista tal como aparecen elaborados en algunas experiencias poéticas latinoamericanas contemporáneas han planteado una doble remisión. En principio, el milenarismo poético ha apelado a hechos históricos cercanos en el tiempo o contemporáneos a la escritura de los textos, como la guerra civil española, en el caso de Vallejo, la lucha armada revolucionaria en el caso de Cardenal o la represión política perpetrada por las dictaduras del sur del continente, en el caso de Zurita. En un segundo movimiento, el milenarismo poético se ha apropiado de uno de los rasgos más potentes de la imaginación milenarista: la capacidad de recapitular los acontecimientos históricos, en un pasado que en algunos casos permanece en el plano de lo mítico.
Introducción
Desde los años de la conquista y de la colonización, el milenarismo se constituyó en el continente americano como uno de los discursos que permitieron dar forma a proyectos políticos y culturales de lo más variados. Ya en un principio, los diarios de a bordo de Cristóbal Colón aparecen mechados de referencias apocalípticas que inscribían el viaje en la búsqueda de un territorio señalado de alguna manera por la tradición y por la cultura del occidente cristiano. Américo Vespucio, por su parte, menciona en su controvertida carta sobre el Nuevo Mundo los célebres versos del Purgatorio referidos a las nuevas constelaciones que se abren al viajero Dante en el hemisferio sur, las cuatro estrellas no vistas jamás por persona viva (Pur, I: 23-25). El nombre mismo de “Nuevo Mundo” remite a un imaginario apocalíptico y se recorta en un contexto europeo signado por la dimensión del cambio y por cierto agotamiento del gobierno secular de la Iglesia.[1] El imaginario de viaje de exploración y de conquista de América que surge de los escritos de los exploradores es el de un viaje a un territorio desconocido, si, pero también es la convicción de que se ha llegado a una “clausura” del mundo. Es la ilusión de su ocupación total y de la expansión en verdad universal del mensaje cristiano: el cumplimiento pues de un destino prefigurado en algunos de los textos en los que occidente se ha detenido con mayor insistencia, como los versos de la Divina Comedia o la revelación de Juan de Patmos.
El período de la conquista es, también, un período de relectura del corpus de textos bíblicos en términos de figura, es decir, en términos de una lectura que no restringe su interpretación a los hechos referidos a la historia de Israel y de los primeros cristianos, sino también a hechos históricos posteriores que de alguna manera -se hipotetizaba- se hallan preconfigurados en los textos. Las lecturas de un texto particularmente proyectado hacia el futuro como el Apocalipsis ocuparon en este sentido un lugar fundamental. Milenarismo, escatología, mesianismo -las obsesiones que atraviesan las lecturas del Apocalipsis- forman un bloque de sentidos que se despliegan con particular fuerza en ciertos momentos críticos de la historia latinoamericana.
Se trata de términos que, aunque ligados entre sí, exigen algún tipo de singularización. La escatología hace referencia a los “sucesos últimos”. Según la traición apocalíptica, en los últimos días de la humanidad se producirán hechos que preanuncian la llegada de Cristo. Tendrá lugar el reinado del Anticristo y la lucha final, la lucha escatológica, entre las fuerzas del bien y del mal, que serán definitivamente derrotadas.[2] La escatología, por ello, es inseparable de un ethos agónico, de una concepción del devenir histórica que privilegia el conflicto, sustentada en el pólemos. Por milenarismo, a su vez, se suele entender una teoría desarrollada en los primeros años del cristianismo a partir del capítulo XX del Apocalipsis de Juan. Dicha concepción sostiene que, una vez vencido el Anticristo en la lucha escatológica, tendrá lugar en la tierra redimida un reino de mil años (de ahí el nombre de milenarismo) en el que los justos gozarán de los privilegios que a lo largo de la historia les fueron negados. Se trata, en este sentido, de un período de resarcimiento por los males padecidos por aquellos que dieron testimonio: por los mártires, los testigos que sufrieron la persecución y la muerte por causa de Cristo. Entendemos por mesianismo, por su parte, un modo de concebir el estar del hombre en el tiempo histórico como un tiempo del fin.[3] La concepción mesiánica afecta sustancialmente a lo temporal: es, como afirma Giorgio Agamben en su estudio sobre la Carta a los Romanos, un modo de contracción del tiempo histórico y un tiempo de la espera.
Uno de los más importantes conocedores de la tradición religiosa judía, Gershom Scholem, ha distinguido de manera esquemática el mesianismo judío, que confía en la realización comunitaria de la promesa divina, del mesianismo cristiano, encauzado más bien hacia una concepción espiritualista y, en última instancia, más refractaria lo comunitario.[4] Sin embargo, en diferentes momentos de la historia del mundo cristiano, ambas perspectivas aparecen entrelazadas. En efecto, las perspectivas mesiánicas fueron históricamente objeto de sospecha y, en algunos casos, de condena, por parte de los poderes eclesiásticos constituidos, tanto en la tradición rabínica como en la tradición cristiana.[5] A lo largo de la historia, como lo ha demostrado Norman Cohn en su clásico recorrido por el milenarismo del medioevo y el renacimiento,[6] los impulsos milenaristas, escatológicos y mesiánicos se asociaron con proyectos políticos más o menos convencidos por la inminencia de un cambio radical de las estructuras culturales, económicas y sociales, percibido como un acontecimiento cercano en el tiempo. El tiempo escatológico de la lucha entre las fuerzas del bien y del mal, en muchas ocasiones, fue entendido como un momento cuya cercanía era inminente y, en muchos casos, como un acontecimiento que en algún sentido ya había comenzado.
La sensación de estar en la inminencia de los tiempos nuevos constituyó, así, una experiencia que se reitera en diferentes zonas del mundo americano en los años de la conquista y de la colonización, hasta las puertas de los sucesos revolucionarios de las primeras décadas del siglo XIX que condujeron a la constitución de los Estados hispanoamericanos. Así, si los primeros frailes franciscanos que llegan a las costas de México reinterpretan algunos de los hechos de la conquista a partir del milenarismo político del abad calabrés Joaquín da Fiore, particularmente influyente en la formación de la espiritualidad de las órdenes menores, con sus ideales de comunidad y de pobreza como modos de hacer real la experiencia cristiana, en los siglo sucesivos varias de las rebeliones que se producen en los valles andinos asumen cierto tono apocalíptico y cierto impulso reconstructor de una unidad política perdida (el imperio incaico).
Es en relación con las órdenes menores, dominicos y franciscanos, como surgen en los siglos de dominio español diferentes movimientos de inspiración milenarista y mesiánica, como el de Juan de la Cruz en Perú (1578) o, ya en el siglo XVIII, la rebelión de Túpac Amaru, por cierto el más conocido de estos movimientos. En esos mismos años de cierre del siglo XVIII el jesuita chileno Manuel Lacunza escribe en Italia, donde se había instalado luego de la expulsión de la orden decretada por la monarquía borbónica de España, el tratado La venida de Cristo en gloria y majestad que reactualiza la lectura en términos políticos del Apocalipisis de Juan. El texto, así, fue publicado en Londres en 1816, presumiblemente a expensas de Manuel Belgrano y de su hermano[7]: las posiciones de Lacunza legitimarían desde un punto de vista teológico los movimientos independentistas en los distintos países americanos.
En el siglo XX, cierto impulso apocalíptico, mesiánico y milienarista se plantea en algunas propuestas poéticas particularmente intensas, relacionadas casi siempre con acontecimientos políticos que apelan a la liberación y a la redención. En general, los movimientos de matriz milenarista tal como aparecen elaborados en algunas experiencias poéticas latinoamericanas contemporáneas han planteado una doble remisión. En principio, el milenarismo poético ha apelado a hechos históricos cercanos en el tiempo o contemporáneos a la escritura de los textos, como la guerra civil española, en el caso de Vallejo, la lucha armada revolucionaria en el caso de Cardenal o la represión política perpetrada por las dictaduras del sur del continente, en el caso de Zurita. En un segundo movimiento, el milenarismo poético se ha apropiado de uno de los rasgos más potentes de la imaginación milenarista: la capacidad de recapitular los acontecimientos históricos, en un pasado que en algunos casos permanece en el plano de lo mítico.
(continúa)
[1] Adriano Prosperi, “América y Apocalipsis”, en Teología y vida, vol. 44, Santiago de Chile, 2003.
[2] Cfr. al respecto Joseph Ratzinger, Escatología. La muerte y la vida eterna, Madrid, Herder, 1992.
[3] Bernard Dupuy, “El mesianismo”, en B. Lauret y F. Refoulé (eds.), Introducción a la práctica de la teología, Madrid, Cristiandad, 1986.
[4] Cfr. Christopher Rowland, “Los que hemos llegado a los fines de los tiempos: lo apocalítptico y la interpretación del nuevo testamento”, en Malcolm Bowl (comp.), La teoría del apocalipsis y los fines del mundo, México, Fondo de Cultura Económica, 1998.
[5] Cfr. Giorgio Agamben, “El Mesías y el soberano. El problema de la ley en Walter Benjamin”, en La potencia del pensamiento, Bs. As., Adriana Hidalgo, 2007.
[6] Norman Cohn, Revolucionarios, milenaristas y anarquistas místicos de la Edad Media, Barcelona, Labor, 1992.
[7] Leonardo Castellani, “Un clásico americano echado a las llamas y al olvido”, en Nueva crítica literaria, Bs. As., Biblioteca del Pensamiento Nacionalista Argentino, 1976.
sábado, 22 de agosto de 2009
Boca de Sapo (incluye contribución en el dossier de poesía latinoamericana)
Amigos, los invitamos a leer en línea la revista BOCADESAPO:
http://www.bocadesapo.com.ar/
4I BOCADESAPO
Revista de arte, literatura y pensamiento
Segunda época Año X Nº 4 Invierno 2009
SUMARIO
• Editorial
• El artesano: El hombre como creador de sí mismo. Richard Sennett
Dossier poesía latinoamericana
• Poesía latinoamericana: tentativa de un mapa.
Susana Cella
• El despliegue del vacío: Arturo Carrera, el Barroco, los orígenes. Diego Vecchio
• Poemas de María Negroni: Andanza
• Poesía centroamericana: rebelión y renovación. Mario Campaña
• Puentes de Alicia Genovese: poesía y memoria en la Argentina de la postdictadura. Alicia Salomone
• Mesianismo, escatología y resurrección: algunos tonos apocalípticos en la poesía latinoamericana. Diego Bentivegna
• Poemas de
María del Carmen Colombo (inéditos)
• Travesías poéticas americanas. Jimena Néspolo
Entrevista
• Luis Scafati: “Este soy: un dibujante” Marisa do Brito Barrote
• La literatura y los nuevos soportes. Norma Carricaburo
Reseñas
• Narrar el desierto: Kazbek de Leonardo Valencia
• En tiempos de modernidad líquida:
Identidad, de Zygmun Bauman
• Memorias de infancia: El africano, de J. M. G. Le Clézio
• La impericia del perfeccionista: Aquí empieza nuestra historia, de Tobías Wolff
• Palabrear la palabra:
Malapalabra, de Cecilia Maugeri
• La gozosa sexualidad animal: Green Porno, de Isabella Rossellini
Historieta
• La mujer desnuda. Paula Adamo, Jimena Néspolo
STAFF
DIRECTORA
Jimena Néspolo
JEFA DE REDACCIÓN
Marisa do Brito Barrote
CONSEJO DE DIRECCIÓN
Diego Bentivegna - Claudia Feld
Gisela Heffes - Walter Romero
JEFE DE ARTE
Jorge Sánchez
DISEÑO Y DIAGRAMACIÓN
David Nahon - Mariana Sissia
ILUSTRADORES
Paula Adamo - Víctor Hugo Asselbon
Florencia Scafati
http://www.bocadesapo.com.ar/
4I BOCADESAPO
Revista de arte, literatura y pensamiento
Segunda época Año X Nº 4 Invierno 2009
SUMARIO
• Editorial
• El artesano: El hombre como creador de sí mismo. Richard Sennett
Dossier poesía latinoamericana
• Poesía latinoamericana: tentativa de un mapa.
Susana Cella
• El despliegue del vacío: Arturo Carrera, el Barroco, los orígenes. Diego Vecchio
• Poemas de María Negroni: Andanza
• Poesía centroamericana: rebelión y renovación. Mario Campaña
• Puentes de Alicia Genovese: poesía y memoria en la Argentina de la postdictadura. Alicia Salomone
• Mesianismo, escatología y resurrección: algunos tonos apocalípticos en la poesía latinoamericana. Diego Bentivegna
• Poemas de
María del Carmen Colombo (inéditos)
• Travesías poéticas americanas. Jimena Néspolo
Entrevista
• Luis Scafati: “Este soy: un dibujante” Marisa do Brito Barrote
• La literatura y los nuevos soportes. Norma Carricaburo
Reseñas
• Narrar el desierto: Kazbek de Leonardo Valencia
• En tiempos de modernidad líquida:
Identidad, de Zygmun Bauman
• Memorias de infancia: El africano, de J. M. G. Le Clézio
• La impericia del perfeccionista: Aquí empieza nuestra historia, de Tobías Wolff
• Palabrear la palabra:
Malapalabra, de Cecilia Maugeri
• La gozosa sexualidad animal: Green Porno, de Isabella Rossellini
Historieta
• La mujer desnuda. Paula Adamo, Jimena Néspolo
STAFF
DIRECTORA
Jimena Néspolo
JEFA DE REDACCIÓN
Marisa do Brito Barrote
CONSEJO DE DIRECCIÓN
Diego Bentivegna - Claudia Feld
Gisela Heffes - Walter Romero
JEFE DE ARTE
Jorge Sánchez
DISEÑO Y DIAGRAMACIÓN
David Nahon - Mariana Sissia
ILUSTRADORES
Paula Adamo - Víctor Hugo Asselbon
Florencia Scafati
lunes, 10 de agosto de 2009
Brindis
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Viernes 14 de agosto SIGAMOS ENAMORADAS te invita al brindis por el lanzamiento de sus tres últimos volúmenes:
Viaggio in Italia, poetas contemporáneos italianos, por Diego Bentivegna
Hotel Quequén III, poesía latinoamericana actual, por Cecilia Romana
Cuaderno del no hacer nada, poemas de Roberto Malatesta
20,30 hs.
Villate 1409, Olivos (frente a la quinta presidencial)
jueves, 6 de agosto de 2009
hagamos silencio (fragmento de Héctor Ciocchini)
"(...) Para esto el profesor debe evitar toda clase de las llamadas "brillantes". Sólo tiene derecho a hacerlo para lograr un "estado" particular del alumno. Pero en general debe acercarse a las obras, al fragmento elegido, y titubear, pesar, dar una experiencia viva de la manifestación de los distintos planos en la lectura, y si es posible, interrogar tras cada etapa de penetración.
La primera condición requerida para comprender un texto es circundarlo de un ámbito de silencio interior. Suprimir luego la prisa y la inquietud: evita luego los juicios prematuros. Tomar como base, eso sí, la riqueza de la impresión personal: sólo puede construirse desde ese núcleo".
Héctor Ciocchini, Góngora y la tradición de los emblemas, Bahía Blanca, 1960, p. 29.
La primera condición requerida para comprender un texto es circundarlo de un ámbito de silencio interior. Suprimir luego la prisa y la inquietud: evita luego los juicios prematuros. Tomar como base, eso sí, la riqueza de la impresión personal: sólo puede construirse desde ese núcleo".
Héctor Ciocchini, Góngora y la tradición de los emblemas, Bahía Blanca, 1960, p. 29.
Ciudades del horror
(...) Grazie a Salvatore Barbirotto, che per la storia locale, ed in particolare di quell’episodio, uno dei più importanti della storia di Troina del Novecento, coltiva una grande interesse, oggi possiamo farci un’idea di come hanno gli Americani hanno visto Troina il giorno dopo la fine dei bombardamenti, quando italiani e tedeschi abbandonarono il campo di battaglia di Troina per arretrare su Cesarò in direzione di Messina. Barbirotto si è procurato le copie degli articoli comparsi nei primi giorni di agosto di 66 anni fa sulle pagine del “The New York Times”. Il 7 agosto 1943, The New York Times comparve un lungo articolo di Milton Cracker dal titolo “Duro combattimento a Troina”. Ecco come descriveva lo scontro militare tra le Forze Alleate e quelle dell’Asse il giornalista americano: “ Il più crudele combattimento ingaggiato dagli americani in Sicilia è infuriato attorno a Troina, una città prima d’ora troppo piccola per comparire sulle guide ma d’ora innanzi di sicuro deve essere scritta indelebilmente negli archivi della Settima Armata Americana. Mentre a sette miglia a sud ovest gli uomini del gen. Patton ha fatto indietreggiare i tenaci difensori tedeschi e conquistando il paese di Gagliano, la battaglia per Troina diventava sempre più un inferno sotto il fuoco preciso assassino dei cannoni ”. Sullo stesso giornale il 9 agosto 1943 compariva un lungo articolo dal titolo “Troina una città dell’orrore, che gli Americani trovano all’entrata”, inviato con cablogramma da Troina da Herbert L. Matthews: “Entrai con le ultime unità e trovai una città di orrore, vuota di Tedeschi ma sorprendentemente viva con uomini, donne e bambini isterici che piangevano. Erano rimasti lì per due terribili giorni di bombardamenti, vedendo i loro cari feriti, le loro case distrutte e qualunque cosa lasciata era stata spietatamente saccheggiata dai Tedeschi alla partenza. Essi maledivano i Tedeschi in un tono che qualche volta si innalzava in urla. Questi Tedeschi e Benito Mussolini erano gli oggetti della loro rabbia”. Doveva essere terribile quel quadro di Troina di 60 anni che appariva agli Americani.
Gracias, Silvano Privitera....
Gracias, Silvano Privitera....
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