miércoles, 31 de mayo de 2023

Deleuze sobre Pasolini: Estilo indirecto libre, mímesis, lenguas.

 "Hay no una mezcla o promedio entre dos sujetos que pertenecen cada uno a un sistema distinto, sino diterenciación de dos sujetos correlativos dentro de un sistema en si mismo heteróclito. Este enfoque de Bakhtine, que a nuestro juicio Pasolini retoma, es muy interesante pero también muy difícil.' El acto fundamental del lenguaje ya no es la «metáfora», en tanto que ella homogeneíza el sistema, sino el discurso indirecto libre, en cuanto pone de manifiesto un sistema siempre heterogéneo, distante del equilibrio. Y sin embargo, el discurso indirecto libre no es competencia de las categorías lingüísticas. porque éstas sólo conciernen a sistemas homogéneos u homogeneizados. Es una cuestión de estilo, de estilística, dice Pasolini. Y añade una observación valiosísima: una lengua deja aflorar más el discurso indirecto libre cuanta mayor riqueza en dialectos presenta, o, mejor dicho, siempre que en lugar de establecerse conforme un «nivel medio», se diferencie en «lengua baja y lengua culta» (condición sociológica). Pasolini decide llamar Mímesis a esta operación de dos sujetos de enunciación, o de dos lenguas en el discurso indirecto libre. Quizás el término no sea afortunado, ya que no se trata de una imitación sino de una correlación entre dos procesos asimétricos funcionando en la lengua. Son como vasos comunicantes. Sin embargo, Pasolini insistía en la palabra «Mímesis» para subrayar el carácter sagrado de la operación".

Gilles Deleuze, La imagen-movimiento. Estudios sobre cine 1, Barcelona, Paidós, 2005, p. 114. Trad: I. Agoff.


lunes, 29 de mayo de 2023

Pier Paolo Pasolini sobre Juan Rodolfo Wilcock

 

sábado, junio 25, 2011

Wilcock x Pasolini

J. RODOLFO WILCOCK
La sinagoga de los iconoclastas

Historia Augusta

MARCEL SCHWOB
Vidas imaginarias

Volviendo a tomar La sinagoga de los iconoclastas para escribir acerca de él—tras haberlo leído hace unos diez días— experimento algo así como una ligera sensación de terror. ¿Cómo es eso? Cuando lo leía me había divertido mucho, incluso a veces reía en voz alta, a solas, como un locuelo. Ahora mi mirada recorre estas páginas, reconoce estos nombres y estos apellidos, estos títulos de libros, estas fechas de ediciones: y una sutil desazón me da como una sensación de náusea, un deseo de olvidar.
Las ciudades invisibles de Ítalo Calvino acaba con esta frase: «El infierno de los vivientes no es algo que será; si es que hay uno, éste es el que ya hay aquí, el infierno que habitamos todos los días, que formamos estando juntos. Hay dos maneras de no sufrirlo. La primera es fácil para muchos: aceptar el infierno y formar parte de él hasta el extremo de ya no verlo. La segunda es arriesgada y exige atención y aprendizaje constantes: buscar y saber quién y qué cosa, en medio del infierno, no es infierno, y hacer que duren, darles espacio».
Pues bien, estas dos maneras de entablar relación con el infierno para no sufrirlo, no prevén el caso de Wilcock. Ciertamente él no pertenece a aquella mayoría, digamos silenciosa (en realidad habla el lenguaje de los motores, de las radios portátiles y de las televisiones), que acepta el infierno, forma parte de éste y ya no lo reconoce; pero tampoco pertenece a la élite afortunada que en el infierno busca algo que no es infierno.
Más aún: Wilcock sabe, antes que cualquiera otra cosa, desde siempre y para siempre, que no hay otra cosa que el infierno. No se plantea ni siquiera de la manera más vaga y genérica (como Calvino) la hipótesis de que haya algo fuera de éste. Ni siquiera sueña remotamente que pueda haber alguna manera, incluso ilusoria, de no sufrirlo o, por lo menos, de ignorarlo. Entonces, ¿qué es lo que distingue a Wilcock de la mayoría silenciosa? Está claro, aunque sea terrible: él acepta el infierno, como la mayoría silenciosa, pero, contrariamente a la mayoría silenciosa, no forma parte de él y por lo tanto lo reconoce. He aquí delineada una condición de «extrañamiento». El aceptar un hecho por pura y simple objetividad, y no formar parte de éste aún reconociéndolo, obliga a Wilcock a mantener con este hecho una relación trágica de extraneidad: a la que no le está permitida solución alguna, ni siquiera provisoria o irrisoria. Cuando la tragicidad se reduce a carecer tan completamente de ilusiones, no puede sino transformarse en comicidad.
Visitante-condenado del infierno, Wilcock, ardiendo entre las llamas o debatiéndose en la brea hirviente, observa a los otros condenados: pero, pese a sufrir —como es natural— de manera salvaje, en este observar suyo los encuentra ridículos. Su riente mirada cadavérica se posa sobre todo en los condenados que de alguna manera se le parecen, pertenecientes a su área, a su especialización. Pero su irresistible comicidad de condenados no lleva a Wilcock a mofarse demasiado, ni a sentir clase alguna de piedad por ellos. Describiéndolos, simplemente concretiza su propia condición de «extraneidad»: la concretiza en una forma de distanciamiento lingüístico que, efectivamente, es casi filológico; y decididamente filológico lo es en su aspecto de «ficción» narrativa.
Pero ya es hora de explicar con palabras más pobres de qué se trata. Wilcock ha simulado ser un enciclopedista, armado de una erudición pavorosa, capaz de todo y, al mismo tiempo, capaz de simplificarlo todo. Para decirlo mejor, he aquí: Wilcock ha simulado ser un enciclopedista al que un editor ha encargado redactar determinado número de «voces» para una enciclopedia divulgativa. Estas voces se refieren a hombres de ciencia, inventores, utopistas, ensayistas y filósofos. Y Wilcock redacta estas «voces» suyas con tanto escrúpulo, diligencia, vestimenta profesional, que, si he de decir la verdad, al abrir el libro he creído que se trataba de nombres verdaderos, de hechos realmente ocurridos. La página sobre la que se había posado mi mirada era la siguiente: «Según Charles Carroll de Saint Louis, autor de El negro es una bestia (The Negro a Beast, 1900) y de ¿Quién tentó a Eva? (The Tempter of Eve, 1902), el negro fue creado por Dios junto con los animales con la única finalidad de que Adán y sus descendientes no careciesen de camareros, lavaplatos, limpiabotas, encargados de las letrinas y proveedores de servicios análogos en el Jardín del Edén. Como los demás mamíferos, el negro manifiesta una especie de mente, algo así como un intermedio entre el perro y el mono, pero está completamente desprovisto de alma. La serpiente que tentó a Eva era en realidad la criada africana de la primera pareja humana. Caín, obligado por su padre y por las circunstancias a casarse con su hermana, eludió el incesto y prefirió casarse con una de aquellas monas o sirvientes de piel oscura. De aquel matrimonio híbrido han brotado las diferentes razas de la tierra...».
¿Acaso no es atendible como teoría racista de primeros del siglo XX? Posteriormente Wilcock describe a teóricos y utopistas más espantosos aún, provistos de nombres centroeuropeos, anglosajones, latinoamericanos, absolutamente absurdos, casi de teatro de variedades, e inventores de artilugios, maquinarias, sistemas filosóficos todavía más absurdos: y, sin embargo, ninguna de aquellas figuras y ninguna de aquellas invenciones es más ridicula y estúpida de lo que lo hubieran sido en caso de ser reales. Una vez cerrado el libro, hemos leído una verdadera antología de biografías de hombres de pensamiento.
¿Qué es lo que da a este libro tan fuerte sensación de realidad? Es, sobre todo, el surrealismo: efectivamente, es en el surrealismo donde Wilcock invierte la vena cómica con que hace que sea aceptable la patética maldad que le hace identificar el mundo en su totalidad con el infierno. En otras palabras, él aprovecha las teorías de sus héroes para hacer de ellas unas piezas de magistral literatura onírica: de manera que dichas teorías no son ya cosas sencillamente alocadas, propias de genialoides destinados al manicomio, sino que, convirtiéndose en «visiones» a través del estilo de quien las describe, recuperan una realidad poética que se proyecta sobre ellas restituyéndolas a la universalidad que habían perdido en la miseria de la locura. Se convierten —si queremos— en unas perfectas metáforas de análogos descubrimientos, invenciones, ideologías reales. Naturalmente —así como un cuadro surrealista está pintado con la pinceladita preimpresionista que, con académico cuidado, tiende a la fiel reproducción del modelo— así también la escritura de Wilcock es una escritura perfectamente normal, llana, convincente. Y no solamente por broma (dado que, en tal caso, no nos ocuparíamos del libro), sino con el rigor de una elección estilística que no se ha de transgredir: «... un estilo llano e impersonal es concesión que se brinda a unos pocos, y ciertamente no a un escritor de éxito», escribe Wilcock en la única reflexión directa sobre su propia manera de escribir que hay en La sinagoga.
En este plano de reflexión metalingüística, lo que más sorprende al lector que lee el libro de Wilcock, todo él formado por una serie de piezas breves, cada una de ellas bajo el título (como, precisamente, en una enciclopedia) del nombre propio del pensador, es la curiosidad con que se devora el texto, casi como si se tratase de una intriga policíaca. El suspense que mantiene tan morbosamente la atención es, precisamente, de naturaleza metalingüística, y consiste en la pregunta: «¿Qué inventará el autor en la próxima "voz"?». Y el autor, en nuestro caso, no traiciona jamás, ni siquiera las expectativas más ingenuas (cada una de estas biografías suyas podría ser una magnífica película cómica).
Ciertamente se trata de una coincidencia casual, pero junto con el libro de Wilcock han aparecido por lo menos otros tres libros que se devoran a causa del interés que provoca la misma pregunta: «¿Qué inventará el autor en el próximo fragmento?».
Se trata, ante todo, de la… Historia Augusta, es decir de las biografías —escritas en el siglo IV d.C.— de los emperadores romanos que se sucedieron desde el 117 hasta el 284-85. Son breves novelas en las que la historia está completamente soñada. La acumulación de los sucesos y detalles—debida a la medida breve del relato—acrecienta esa sensación de sueño. He leído, ante todo, en homenaje a Arbasino,* la vida de Heliogábalo: ¿será posible que, en tiempos de Constantino, el «Bajo Imperio» apareciese ya en todo su gusto decadente, como se nos muestra a nosotros? Aquellos siglos que fluyen amontonados, arrastrando pueblos enteros y vidas enteras en menos de un abrir y cerrar de ojos?... Aquellas épocas históricas que tienen menos consistencia que un banquete... Aquellos ordenamientos de pueblos en los que una vida humana parece haber sido substraída a la ley del tiempo, o estar regulada por la ley del tiempo que vale para las mariposas que sólo viven un día... Yo tiendo a abrazar la teoría de Dessau (parece un personaje de Wilcock), que, en Ueber die Zeit und Persönlichkeit der S.H.A., demuestra que la Historia Augusta ha sido escrita por una sola persona, de manera que los seis autores tradicionales (Elio Lampridio, Elio Esparciano, etcétera) habrían sido inventados sin más por aquel autor único, que se ha mantenido anónimo (tal vez por extremado refinamiento).
El segundo libro es un clásico, es decir Vidas imaginarias de Marcel Schwob. También aquí la pregunta que mantiene viva la atención de «vida» en «vida» es la misma. Pero cierta ordenada distribución cronológica, desde la antigüedad clásica hasta el siglo XIX, arruina un poco el placer de encontrarse ante posibilidades imprevisibles. Mejor no leer este libro de cabo a rabo. O, mejor, ir directamente a los relatos más bellos, los últimos, las historias de la adorable puta Katherine la Encajera y del adorable asesino Alain le Gentil, y de ahí en adelante.
También aquí la característica es la acumulación de los casos —a veces aparentemente mínimos— debida a la concentración del relato (una vida entera en dos o tres páginas): el montaje destruye las reglas del tiempo, sustituyéndolas por reglas morales; una vida lo es, no ya en la medida en que es una continuidad, sino en tanto que es una serie de acontecimientos significativos, incluso cuando aquello que los pone en evidencia es una luz de sueño. Pero el tiempo, anulado, se venga incubando su ausencia como una terrible nostalgia, una insoportable sensación de posibilidades no realizadas.
El tercer libro es Las ciudades invisibles, de Ítalo Calvino. Pero de éste hablaré en el próximo número.

14 de enero de 1973

* Alberto Arbasino, escritor italiano pocos años más joven que Pasolini, publicó en 1969 una obra titulada Super-Eliogabalo. (N. del T.)

Fuente: Pasolini, Pier Paolo (1997): Descripciones de descripciones, Barcelona, pp. 27-32.

viernes, 26 de mayo de 2023

Pasolini: muerte, sentido, montaje

 (...)

Hasta que yo no esté muerto, nadie tendrá la garantía de conocerme verdaderamente, es decir, de poder dar un sentido a mi acción, que en consecuencia, como momento lingüístico, es mal descifrable.

Es por lo tanto absolutamente necesario morir, porque, mientras estamos vivos, carecemos de sentido, y el lenguaje de nuestra vida (con el que nos expresamos, y al que por lo tanto atribuimos la máxima importancia) es intraducible: un caos de posibilidades, una busca de relaciones y de significados, sin solución de continuidad. La muerte cumple un fulminante montaje de nuestra vida; o sea, elige sus momentos verdaderamente significativos (y ya no modificables por otros posibles momentos contrarios o incoherentes), y los pone en sucesión, haciendo de nuestro presente, infinito, inestable e incierto, y por lo tanto lingüísticamente no describible, un pasado claro, estable, certero y, en consecuencia, lingüísticamente bien describible (en el ámbito de una Semiología General). Sólo gracias a la muerte, nuestra vida nos sirve para expresarnos.

El montaje opera pues con los materiales del filme (que está construido con fragmentos larguísimos o ínfimos, de muchos planos secuencias como posibles subjetivas infinitas) aquello que la muerte opera con la vida.

"Observaciones sobre el plano secuencia" (1967), en Empirismo herético, 1972.

Trad: D. B.



sábado, 20 de mayo de 2023

Traducción y lectura de Todtnauberg, de Celan, por Félix Duque

TODTNAUBERG, DE PAUL CELAN

TRADUCCIÓN E INTERPRETACIÓN: FÉLIX DUQUE
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Fotografía de Paco Mesa y Lola Marazuela / Proyecto Paralelo 45º25’, marazuelaymesa.blogspot.com.es

El 25 de julio de 1967, Paul Celan escribió el poema Todtnauberg, con ocasión de la visita que hiciera a Martin Heidegger, solicitando –entre la duda angustiada y una débil esperanza- de éste algo que nunca llegó (según la correspondencia con su mujer, Gisèle, el filósofo habría «respondido» a su petición (¿quizá que se retractara de su adhesión al NSDAP, que pidiera perdón, o algo así?) con un largo silencio. Sin embargo, salvo que «eso» que habría escuchado también quien condujera el vehículo (no sabemos quién: Heidegger no sabía conducir) fuera el silencio, el poema parece sugerir que sí hubo una respuesta. El poemario en que apareció el poema es de 1970: el año del suicidio del poeta (en 20 de abril; un mes antes había vuelto a encontrarse con Heidegger).

Como de costumbre en Celan, el texto presenta una estructura paratáctica, con bruscos encabalgamientos y dos rupturas de palabra, aunque en este caso se trata de la separación del prefijo (un-gesäumt: «sin tardar», y halb-beschrittenen: «a medio transitar»). También como de costumbre, las descripciones naturalistas y casi prosaicas tienen, sin dejar de serlo, diversos niveles de sentido (no todos descifrables).

Brevemente: Arnika corresponde a la flor: Bergarnika, arnica montana, abundante en la Selva Negra (donde está situado Todtnauberg), y recomendada para la siega y el pastoreo; pero, por sus propiedades analgésicas y antiinflamatorias, se emplea también para aliviar el dolor producido por golpes y contusiones. Augentrost es otra flor (Euphrasia), de forma parecida a una orquídea: como indica su nombre en alemán, sirve para limpiar y curar los ojos; y Celan nos recuerda las estrías en los ojos que, como la refracción del espato de Islandia, le hace ver a la vez el presente y el horrendo pasado del Holocausto («proyección es retroferencia», había escrito Heidegger al final de La pregunta por la cosa, sin pensar desde luego –creo yo- en la Shoah).

El dado en forma de estrella está tallado efectivamente sobre un tronco de árbol ahuecado, con un caño para recoger el agua de montaña; la rústica fuente está a unos pasos de la cabaña (que no tiene agua corriente ni, hasta los años 70, electricidad). Pero también hay una estrella sobre la tumba de Heidegger en Messkirch, en un angosto jardincillo al pie de la iglesia del pueblo. Estrella, pues: no cruz. Él mismo dijo que su vida y su tarea era: «Ir hacia una estrella. Sólo eso».

Hay un interesante ejemplo de anáfora: die in das Buch / die in dies Buch: «la [línea escrita] en el libro / la en este libro». En el primer caso, puede tratarse del Libro que será abierto en el Juicio Final (cf. Daniel 121-2; al profeta se le aparecen dos varones, uno de los cuales pregunta al otro cuándo vendrá el fin del mundo; éste responde que «dentro de un tiempo, de tiempos y de la mitad de un tiempo, y que todo esto se cumplirá cuando la fuerza del pueblo de los santos estuviera enteramente quebrantada» 127; quien así responde advierte a Daniel «que esas cosas están cerradas y selladas hasta el tiempo del fin» 129). En el segundo, en cambio («la [línea] en este libro»), se refiere a algo más prosaico. En la cabaña (Hütte) de Todtnauberg había un libro de visitas, en el que los visitantes firmaban y eventualmente escribían una línea de agradecimiento. Al poeta –un tanto escrupuloso- le inquieta que alguien de ideología nacionalsocialista o antisemita haya estampado su nombre en él.

El paréntesis de los versos 13-14 fue añadido posteriormente por Celan, como acentuando la urgencia de recibir una respuesta (de ahí la repetición: kommendes: «que venga»: muy probable alusión a: der kommende Gott: «el dios venidero» que esperaba Hölderlin en Brot und Wein, v. 54; Heidegger había invitado a Celan a la cabaña para que recorrieran juntos los cercanos lugares en que se desarrolló la vida de Hölderlin: el gran lazo de unión entre el poeta judío y el filósofo suabo, tildado de eines Denkenden; literalmente: «un pensante»).

Waldwasen, uneingeebnet: el sustantivo es infrecuente; designa una pradera encharcada («brañas»), de manera que los animales no pueden pastar ni los hombres caminar por ella: es pues justamente lo contrario de un «claro del bosque»; el adjetivo «desniveladas» (o sea, que no están en el mismo plano: Ebene) lleva bruscamente la memoria a un enterramiento precipitado, por el que sólo se puede chapotear (¿en barro, o en sangre?).

El verso siguiente es más explícito: «Orquídea y orquídea», separadas, sin posible conexión. La forma de la orquídea recuerda el órgano sexual femenino (como Derrida recuerda), y en Celan se extiende figurativamente al género o linaje: a un lado el germano, al otro el judío. El poeta se culpó amargamente incluso de la muerte de su hijo François (así llamado en honor al poverello; cf. el poema Assisi) por envenenamiento de la sangre (su madre: Gisèle Lestrange [¿la extraneaextranjera?]era francesa); él mismo se sabía híbrido, y por tanto seguramente «monstruoso» a sus propios ojos: de estirpe judía, pero de cultura y lengua alemanas.

El neologismo Krudes refleja un sentimiento todavía no elaborado, pero que se hará claro en el viaje a ninguna parte; primero, a través de un lenguaje que, pace Hölderlin, nunca se convirtió en «diálogo» (Gespräch), sino posiblemente en un doble silencio: quizá el poeta le exigiera que pidiera perdón: algo incomprensible para quien creía: alles ist Schicksal, «todo es destino», uniendo su destino personal al hundimiento, no ya de un pueblo y una estirpe, sino del entero Occidente y su metafísica; quizá el pensador le exigiera al poeta que elevara su mirada hacia ese Untergang o hundimiento universal y se dejara de problemas «personales»: cuando Celan se suicidó, Heidegger comentó: «Era demasiado débil».

Y en segundo lugar, lo «evidente» es –dicho sea bruscamente– que, para Celan: hasta aquí hemos llegado. El viaje tiene que interrumpirse, porque el prado encharcado acaba por convertirse en una ciénaga (Hochmoor), por la que –es verdad- se puede intentar transitar gracias a unas traviesas. Pero sólo hasta cierto punto: sólo hasta donde [lo] húmedo [es] mucho (no, como uno creería, donde: «hay mucha humedad»). El terreno, empapado en agua y barro, se identifica con lo húmedo, en neutro: como das Wasser, «el agua» y das Blut, «la sangre». El adjetivo sustantivado deja así en una ambigüedad –bien descifrable, por lo demás- la equiparación del lodazal en el que están semienterrados los muertos, y la pradera ya inservible para caminar. El adverbio de cantidad: viel, «mucho», queda al final aislado y desnudo, como aterido: sin nombre ni verbo al que remitir.
El poeta y el filósofo son, así, refractarios entre sí. No, desde luego, y por fortuna, la poesía y la filosofía.

P.S.- En Todtnauberg resuena ciertamente lo «muerto» (todt, en antiguo alemán), lo cual se conjuga bien con los sentimientos del poeta que había escrito Todesfuge (desmintiendo así la admonición de Adorno, a saber: que ya no sería posible la poesía desde Ausschwitz). Pero para Heidegger, y según la etimología, el topónimo significa algo bien distinto: Tot-nun-berg, a saber: la tala y «roza» de árboles y maleza para dejar visible el monte a cuyo amparo se acoge, en efecto, la cabaña. De lo contrario, los turistas no seguirían yendo allí, convertido como está hoy el lugar en un coqueto conjunto de resorts high-standing (¡prueba a preguntar en uno de ellos por dónde se va a la cabaña de Heidegger!). Pero eso es otra historia. 

Arnika, Augentrost, der
Trunk aus dem Brunnen mit dem
Sternwürfel drauf,

in der
Hütte,

die in das Buch
– wessen Namen nahms auf
vor dem meinen? -,
die in dies Buch
geschriebene Zeile von
einer Hoffnung, heute,
auf eines Denkenden
kommendes (un-
gesäumt kommendes)
Wort
im Herzen,

Waldwasen, uneingeebnet,
Orchis und Orchis, einzeln,

Krudes, später, im Fahren,
deutlich,

der uns fährt, der Mensch,
der’s mit anhört,

die halb-
beschrittenen Knüppel-
pfade im Hochmoor,

Feuchtes,
viel.

(Paul Celan, de: Lichtzwang. II (1970); en: Gesammelte Werke. Suhrkamp. Frankfurt/Main 1992; 2, 255s.) 
- • -

Árnica, consuelo de la vista, el 
sorbo de la fuente con el 
dado de estrellas encima,

en la
cabaña,

la escrita en el libro
–¿cuyo el nombre acogido
antes del mío?–
la escrita en este libro
línea acerca de
una esperanza, hoy,
a una palabra
en el corazón 
que venga
(que venga sin tardar)
de alguien que piensa, 

brañas del bosque, desniveladas,
orquídea y orquídea, solas, 

lo crudo, más tarde, de camino,
evidente,

el que nos conduce, el hombre,
él lo ha escuchado también,

las sendas, con traviesas, a medio 
transitar, en la alta ciénaga,

lo húmedo,
mucho.

viernes, 19 de mayo de 2023

Blanchot - El instante de mi muerte

 M. B.

Maurice

Traducción de José Jiménez, en Maurice Blanchot, Textos, Editora Nacional, Madrid, 2002.
El instante de mi muerte
Me acuerdo de un joven —un hombre todavía joven— privado de morir por la muerte misma —y quizás el error de la injusticia—.
Los aliados habían conseguido poner pie en suelo francés. Los alemanes, ya vencidos, luchaban en vano con inútil ferocidad.
En una gran casa (el Castillo, la llamaban), golpearon a la puerta mas bien tímidamente. Sé que el joven fue a abrir a unos huéspedes que sin duda solicitaban auxilio.
Esta vez, un alarido: «Todos fuera».
Un teniente nazi, en un francés vergonzosamente normal, hizo salir primero a las personas de más edad, después a dos mujeres jóvenes.
«Afuera, afuera». Esta vez, gritaba. Sin embargo el joven no pretendía huir: avanzaba lentamente, de una manera casi sacerdotal. El teniente lo zarandeó, le mostró unos casquillos, balas; allí había tenido lugar, de forma manifiesta, un combate, el territorio era un territorio de guerra.
El teniente se atascó en un lenguaje extravagante, y poniendo delante de las narices del hombre ahora menos joven (se envejece rápido) los casquillos, las balas, una granada, gritó con claridad: «He aquí lo que usted ha conseguido.»
El nazi colocó a sus hombres para apuntar, según las reglas, al blanco humano. El joven dijo: «Al menos haga entrar a mi familia.» Es decir: la tía (noventa y cuatro años), su madre, más joven, su hermana y su cuñada, una larga y lenta comitiva, silenciosa, como si todo estuviese ya consumado.
Sé —lo sé— que aquel al que ya apuntaban los alemanes, no esperando más que la orden final, experimentó entonces un sentimiento de ligereza extraordinaria, una especie de beatitud (nada feliz, sin embargo). ¿alegría soberana? ¿El encuentro de la muerte con la muerte?
En su lugar, no trataré de analizar ese sentimiento de ligereza. Quizás él era súbitamente invencible. Muerto-inmortal. Quizás el éxtasis. Mis bien el sentimiento de compasión por la humanidad sufriente, la dicha de no ser inmortal ni eterno. Desde entonces, él estuvo ligado a la muerte, por una amistad subrepticia.
En ese instante, brusco retorno al mundo, estalló el ruido considerable de una batalla cercana. Los camaradas del maquis querían prestar socorro a aquel que ellos sabían en peligro. El teniente se alejó para inspeccionar. Los alemanes permanecían en orden, dispuestos a continuar así en una inmovilidad que detenía el tiempo.
Pero he aquí que uno de ellos se acercó y dijo con voz firme: «Nosotros no alemanes, rusos», y, con una especie de risa: «armada Vlassov», y le indicó que desapareciese.
Creo que él se alejó, siempre con el sentimiento de ligereza, hasta que se encontró en un bosque lejano, llamado «bosque de los brezos», donde permaneció resguardado por los árboles que él conocía bien. Es en el bosque frondoso donde, de repente, y después de un cierto tiempo, recuperó el sentido de lo real.
Por todas partes, incendios, una sucesión de fuego continuo, todas las granjas ardían. Un poco más tarde él se enteró de que tres jóvenes, hijos de granjeros, ajenos a todo combate y que no tenían otra culpa que su juventud, habían sido abatidos.
Incluso los caballos hinchados, sobre la carretera, en los campos, eran testimonio de una guerra que había durado. En realidad, ¿cuanto tiempo había transcurrido? Cuando el teniente volvió y se dio cuenta de la desaparición del joven castellano, ¿por qué la cólera, la rabia no le habían empujado a quemar el Castillo (inmóvil y majestuoso)? Porque era el Castillo. En la fachada estaba inscrita, como un recuerdo indestructible, la fecha de 1807. ¿Era lo suficientemente culto para saber que se trataba del famoso año de Jena, cuando Napoleón, sobre su pequeño caballo gris, pasaba bajo las ventanas de Hegel, que reconoció en él «el alma del mundo», tal como escribió a un amigo?
Mentira y verdad, porque, como Hegel escribió a otro amigo, los franceses robaron y saquearon su vivienda. Pero Hegel sabía distinguir lo empírico y lo esencial. En este año de 1944, el teniente nazi tuvo por el Castillo el respeto o la consideración que las granjas no suscitaban. Sin embargo, se registró por todas partes. Tomaron algún dinero: en una pieza separada. «la habitación alta», el teniente encontró unos papeles y una especie de espeso manuscrito —que acaso contenía planes de guerra—. Finalmente partió. Todo ardía, salvo el Castillo. Los señores habían sido perdonados.
Entonces comenzó, sin duda, el tormento de la injusticia para el joven. Ya no el éxtasis: el sentimiento de que él sólo estaba vivo porque, incluso a los ojos de los rusos, pertenecía a una clase noble.
Eso era la guerra: la vida para unos, para los otros la crueldad del asesinato.
Permanecía, sin embargo, del momento en que el fusilamiento no era más que una espera, el sentimiento de ligereza que yo no sabría traducir: ¿liberado de la vida? ¿el infinito que se abre? Ni felicidad, ni infelicidad. Ni la ausencia de temor, y quizás ya el paso (no) más allá [le pas au-delá]. Yo sé, imagino que este sentimiento inanalizable cambió lo que le quedaba de existencia. Como si la muerte fuera de él no pudiese desde entonces más que chocar con la muerte en él. «Estoy vivo. No, estás muerto.»
Más tarde, de vuelta en París, se encontró con Malraux. Éste le contó que había sido hecho prisionero (sin ser reconocido), que había conseguido escaparse, aunque perdió un manuscrito. «No eran más que reflexiones sobre arte, fáciles de rehacer, mientras que un manuscrito no podría serlo». Con Paulhan, mandó hacer investigaciones que no pudieron más que resultar vanas. Qué importa. Tan sólo permanece el sentimiento de ligereza que es la muerte misma o, para decirlo con más precisión, el instante de mi muerte desde entonces siempre pendiente.

miércoles, 17 de mayo de 2023

Giacomo Leopardi, "A Silvia" (1828)

 

Leopardi, Giacomo: A Silvia (A Silvia in Spanish)

Portre of Leopardi, Giacomo
Portre of anonim

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A Silvia (Italian)

Silvia, rimembri ancora

quel tempo della tua vita mortale,

quando beltà splendea

negli occhi tuoi ridenti e fuggitivi,

e tu, lieta e pensosa, il limitare

di gioventù salivi?

 

Sonavan le quiete

stanze, e le vie d'intorno,

al tuo perpetuo canto,

allor che all'opre femminili intenta

sedevi, assai contenta

di quel vago avvenir che in mente avevi.

Era il maggio odoroso: e tu solevi

così menare il giorno.

 

Io gli studi leggiadri

talor lasciando e le sudate carte,

ove il tempo mio primo

e di me si spendea la miglior parte,

d’in su i veroni del paterno ostello

porgea gli orecchi al suon della tua voce,

ed alla man veloce

che percorrea la faticosa tela.

Mirava il ciel sereno,

le vie dorate e gli orti,

e quinci il mar da lungi, e quindi il monte.

Lingua mortal non dice

quel ch’io sentiva in seno.

 

Che pensieri soavi,

che speranze, che cori, o Silvia mia!

Quale allor ci apparia

la vita umana e il fato!

Quando sovviemmi di cotanta speme,

un affetto mi preme

acerbo e sconsolato,

e tornami a doler di mia sventura.

O natura, o natura,

perché non rendi poi

quel che prometti allor? perché di tanto

inganni i figli tuoi?

 

Tu pria che l’erbe inaridisse il verno,

da chiuso morbo combattuta e vinta,

perivi, o tenerella. E non vedevi

il fior degli anni tuoi;

non ti molceva il core

la dolce lode or delle negre chiome,

or degli sguardi innamorati e schivi;

né teco le compagne ai dì festivi

ragionavan d’amore.

 

Anche perìa fra poco

la speranza mia dolce: agli anni miei

anche negaro i fati

la giovinezza. Ahi come,

come passata sei,

cara compagna dell’età mia nova,

mia lacrimata speme!

Questo è il mondo? questi

i diletti, l’amor, l’opre, gli eventi,

onde cotanto ragionammo insieme?

questa la sorte delle umane genti?

All’apparir del vero

tu, misera, cadesti: e con la mano

la fredda morte ed una tomba ignuda

mostravi di lontano. 



Uploaded byP. T.
Source of the quotationhttp://www.claudiocarini.it/silvia.htm

A Silvia (Spanish)

¿Todavía recuerdas

de tu vida mortal, Silvia, aquel tiempo,

en el que la beldad resplandecía

en tus ojos huidizos y rientes,

y alegre y pensativa, los umbrales

juveniles cruzabas?

 

Resonaban las calmas

estancias, y las calles

vecinas con tu canto inagotable,

mientras a las labores femeniles

te sentabas, dichosa

de aquel vago futuro de tus sueños.

Era el mayo oloroso: y tú solías

pasar el día así.

 

Yo los gratos estudios

tal vez dejando y los sudados pliegos,

que mi temprana edad

gastaban y de mí la mejor parte,

en los balcones del hogar paterno

escuchaba el sonido de tu voz

y tu mano ligera

recorriendo la tela fatigosa.

Miraba el cielo calmo,

los dorados caminos y los huertos,

y allá el lejano mar, y allá los montes.

Lengua mortal no dice

lo que mi alma sentía.

 

¡Qué dulces pensamientos

que esperanzas, qué pálpitos, oh Silvia!

¡Cómo la vida humana

y el hado contemplábamos!

Cuando recuerdo tantas ilusiones,

me abruma un sentimiento

acerbo y sin consuelo,

y me vuelve a doler mi desventura.

Oh tú, naturaleza,

¿por qué no das después

lo que un día prometes? ¿por qué tanto

engañas a tus hijos?

 

Antes que el frío arideciera el prado,

de extraña enfermedad presa y vencida,

moriste, oh mi ternura, sin que vieras

las flores de tu edad;

no alegraba tu alma

el dulce elogio o de las negras trenzas

o de tu vista esquiva y amorosa;

ni contigo en las fiestas las amigas

de amoríos hablaban.

 

También murieron pronto

mis dulces esperanzas: a mis años

también les negó el hado

la juventud. ¡Ah, cómo,

cómo pasaste, cara compañera

de mi primera edad,

mi llorada ilusión!

¿Es este el mundo aquel? ¿Éstas las obras,

el amor, los sucesos, los placeres

de los que tanto entre los dos hablábamos?

¿esta es la suerte de la raza humana?

Al llegar la verdad

tú, mísera, caíste: y con la mano

la fría muerte y la desnuda tumba

de lejos señalabas.


Los mosaicos de Ravenna, Gustav Klimt y la secesión austríaca

 

"En 1903 Klimt viajó dos veces a Rávena , donde conoció la magnificencia de los mosaicos bizantinos: el mosaico dorado, eco del trabajo de su padre y su hermano en la orfebrería, le sugirió una nueva forma de transfigurar la realidad y modular lo plano y lo plástico. partes con pasajes tonales, de opacos a brillantes. De la unión entre la riqueza de los mosaicos de Rávena y los recién nacidos Wiener Werkstätte (Talleres vieneses), a los que el artista se acercó en casa, nacieron algunas de las obras maestras más famosas de Klimt, como Judith I (1901), el Retrato de Adele Bloch - Bauer I (1907) y El beso (1907-08), todas obras donde se presenta a Klimt convertido al oro de Bizancio ." (Wiki)





Ravenna: Dante y Montale

 Para "Dora Markus", de Montale:

"Y aquí donde una antigua vida
se tiñe en una dulce
ansiedad de Oriente,
tus palabras se coloreaban como las escamas
de la trilla moribunda."

Dante: Purgatorio, Canto I:

"Dolce color d'oriental zaffiro,
che s'accoglieva nel sereno aspetto
del mezzo, puro infino al primo giro,
a li occhi miei ricominciò diletto,
tosto ch'io usci' fuor de l'aura morta
che m'avea contristati li occhi e 'l petto."


Ravenna, mosaicos en el Mausoleo de Galla Placidia (1) y en la Basílica de San Apolinar (2)





martes, 16 de mayo de 2023

lunes, 15 de mayo de 2023

Gramsci sobre Ungaretti

 

"Ungaretti ha escrito que sus poemas les gustaban a sus compañeros de trinchera “del pueblo”, y eso puede ser verdad: gusto de carácter particular relacionado con el sentimiento de que la poesía es “difícil” (incomprensible), debe ser bella y el autor un gran hombre justamente porque está separado del pueblo y es incomprensible: eso sucede también con el futurismo y es un aspecto del culto popular por los intelectuales (que en verdad son admirados y despreciados al mismo tiempo)." (Cuaderno 44, 1933-1935).


"Es verdad que a menudo los que cacarean en torno a la forma, etc., contra el contenido, están completamente vacíos, acumulan palabras que no siempre se mantienen ni siquiera de acuerdo con la gramática (por ejemplo, Ungaretti); por técnica, forma, entienden vacuidad de jerga de camarilla de cabezas vacías" (Cuaderno 42, 1932-1935).




domingo, 14 de mayo de 2023

Enrique Pezzoni sobre "Los trabajos y las noches" de Alejandra Pizarnik

 "Si hay dos rasgos que definen la mejor poesía actual creo que son, precisamente, su libertad y su autonomía. Cada poema brilla con luz propia, se suma al mundo como un objeto irreductible, inexplicable sino a partir de sí mismo. Cada poema incorpora un mundo al mundo"

Sur, n. 297 (Buenos Aires: noviembre-diciembre de 1965)


Cristina Campo, "Atención y poesía", 1961.

 ATENCIÓN Y POESÍA




En algunos viejos libros se le ha dado al justo el celeste nombre de mediador. Mediador entre el hombre y Dios, entre el hombre y otro hombre, entre el hombre y las leyes secretas de la naturaleza. Al justo, y al justo solo, se le concede el oficio de mediador porque ninguna atadura imaginaria, pasional, puede coartar o deformar en él la facultad de lectura. « Et chaque être humain (y se podría añadir: et chaque chose) crie en silence pour être lu autrement ».
De aquí la importancia de la libertad del corazón que todas las iglesias recomiendan como higiene espiritual: vigilia de las turbaciones, mantenerse en disponibilidad para la revelación divina. Pero ninguna iglesia ha dicho nunca explícitamente: manteneos puros en las obras y en los pensamientos para concertar a los hombres y las cosas según esta mirada sin sombras. En este plano aparecen como equivalentes: justicia, poesía y crítica: son tres formas de mediación.
Pues, ¿qué puede ser la mediación sino una facultad para atender enteramente limpia? Contra ella actúa lo que muy impropiamente llamamos la pasión, o sea: la imaginación febril, la ilusión fantástica. De modo que se podría decir que justicia e imaginación son términos antitéticos. La imaginación pasional, una de las formas más incontrolables de la opinión (ese sueño en que todos nos movemos) no puede servir sino a una justicia imaginaria. Y ésta parece ser la diferencia esencial entre la justicia pasional de Electra y la justicia espiritual de Antígona: que la primera imagina poder restituir culpa por culpa, trasfiriendo el peso de uno a otro eslabón de una cadena inquebrantable, mientras la segunda se mueve en un plano donde la ley de la necesidad no tiene ya curso.
Al justo, contrariamente a cuanto suele pedírsele, no le es necesaria la imaginación sino la atención. Solicitamos del juez una cosa justa usando un término equivocado, cuando solicitamos de él que use “de la imaginación”. ¿Qué sería, en este caso, la imaginación sino arbitrariedad inevitable, violencia a la realidad de las cosas? Justicia es una atención ferviente, enteramente no-violenta, igualmente distante de la apariencia y del mito.
“Justicia, ojo de oro, mira”. Imagen de perfecta inmovilidad, perfectamente atenta.

También la poesía es atención: lectura en múltiples planos de la realidad circundante, que es verdad en figuras. Y el poeta, que disuelve y recompone estas figuras, es así también un mediador: entre el hombre y Dios, entre el hombre y otro hombre, entre el hombre y las leyes secretas de la naturaleza.
Los griegos fueron seres desdeñosos de la imaginación: la fantasmagoría no encontró lugar en su espíritu: su atención heroica, inconmovible (de la que el ejemplo más cumplido es quizás Sófocles), establecía de continuo relaciones, separaba y unía de continuo, en un esfuerzo incesante por descifrar la realidad y también el misterio. Los chinos actuaron de la misma manera en el maravilloso “Libro de las Mutaciones”. Dante no es, por extraño que pueda sonar, un poeta de la imaginación sino de la atención: ver almas retorciéndose en el fuego o en el olivo —para no recordar sino la imagen más inmediata— es una suprema forma de atención que deja puros e incontaminados los elementos de la idea. El arte de hoy es en grandísima parte imaginación, o sea: contaminación caótica de elementos y de planos. Todo ello se opone a la justicia (que por supuesto, no interesa al arte de hoy).
Pues si la atención es espera, aceptación ferviente, valerosa de lo real, la imaginación es impaciencia, fuga en lo arbitrario: eterno laberinto sin hilo de Ariadna. Por ello el arte antiguo es sintético; el arte moderno, analítico: un arte que opera por pura descomposición, como conviene a un tiempo nutrido de terror. Porque la verdadera atención no conduce, como podría parecer, al análisis, sino a la síntesis que la resuelve, al símbolo y a la figura, en una palabra: al destino. El análisis se convierte en destino cuando la atención, cumpliendo una superposición perfecta de tiempos y de espacios, los recompone paso a paso, en belleza, en figura. Es la atención de la memoria en Marcel Proust.

La atención es el único camino de lo inexpresable, la sola vía del misterio, ya que está inmediatamente vinculada con lo real: y sólo por alusiones emboscadas en lo real se manifiesta el misterio. Los símbolos contenidos en las historias sagradas, en los mitos y en las fábulas que durante milenios han alimentado y consagrado la vida, se revisten de las formas más concretas de esta tierra: de la Zarza Ardiente hasta el Grillo Parlante (del Fruto del Conocimiento hasta la calabaza de la Cenicienta).
Ante la realidad, la imaginación retrocede. La atención la penetra, directamente y como símbolo. (Pensemos en los cielos de Dante, divina y minuciosa traducción de una liturgia.) Es esa, al fin, la forma más legítima, absoluta de la imaginación: la misma a que se refiere sin duda el viejo texto de Alquimia cuando recomienda dedicar a la obra la verdadera imaginación y no la fantástica: Significando así claramente por ella la atención —en la que está contenida la imaginación, sublimada, como el veneno en la medicina. Por uno de los tantos equívocos del lenguaje, se la llama comúnmente “fantasía creadora”.
Poco importa si a ese momento, en que se cumple la alquimia de la perfecta atención, conducen largas y dolorosas peregrinaciones o si aparece como una fulguración. Tales relámpagos no son sino aquella chispa, de origen y naturaleza cada vez más misteriosa, en la medida en que se le ofrece la clave de todo, que la atención solicita y prepara —como el pararrayos al rayo, como la plegaria al milagro, como la búsqueda de la rima a la inspiración que puede brotar de esa rima. A veces, se trata de la atención de toda una estirpe, de toda una genealogía, que se enciende de improviso en la centella de un dios: “Io posi li piedi in quella parte della vita di là dalla quale non si puote ire più per desiderio di ritornare”.
Y a ese individuo dotado de una atención que así concluye y rapta, el mundo lo define —con una bella síntesis— como un genio, para señalar al que está habitado por un “daimon”; que encarna la manifestación de un espíritu ignoto.

Como el genio de la botella, la atención de la imagen libera la idea y de la idea recoge la imagen, también a semejanza de los alquimistas que trataban la sal disolviéndola en un líquido y estudiando luego cómo se adensaban y rehacían las figuras así formadas. Opera una descomposición y recomposición del mundo en dos planos diversos, igualmente reales. Cumple así la justicia, el destino: esa dramática disolución y recomposición de una forma.
La expresión, la poesía así nacida no puede ser, evidentemente, sino jeroglífica, como una nueva naturaleza; y sólo una nueva atención, un nuevo destino la puede descifrar. Pero la palabra revela al instante de qué potencia de atención han nacido. Lo revela con la integridad de su peso, terrestre y ultraterrestre, tanto más respetado, tanto más circundado de silencio y de espacio, cuanto más intenso haya sido el tiempo de la atención.
Toda palabra se da según la multiplicidad de sus secretos significados, semejantes a los estratos de una columna geológica, cada uno coloreado y poblado diversamente; multiplicidad que está en relación directa con la del espíritu —el destino— que la acoge y descifra. Mas, para todos, cuando es pura, es portadora de un don colmado, parcial y total a la vez: belleza y significación, independientes y al mismo tiempo inseparables, como en una comunión. Como en aquella primera que fue la multiplicación de los panes y de los peces. La palabra del maestro, dice un cuento hebraico, se le aparecía a cada uno como un secreto destinado a su oído y a ningún otro, y así cada cual oía como suya y completa la historia que él narraba en las plazas y de la que el recién llegado no escuchaba más que un fragmento.

Todo ello, de una parte y de otra, significa sufrimiento y amor. « Souffrir pour quelque chose c’est lui avoir accordé une attention extrême. » (Homero sufre por los troyanos, contempla la muerte de Héctor. El maestro de espada japonés no distingue entre su propia muerte y la de su adversario.) Y haber acordado a una cosa una atención extrema es haber aceptado sufrirla hasta el fin. Y no sólo sufrirla a ella, sino sufrir por ella, colocándose como una pantalla entre ella y todo lo que pueda amenazar su significado, en nosotros y fuera de nosotros: haber asumido valerosamente el peso de estas oscuras e incesantes amenazas.
En este punto la atención alcanza quizás su forma más pura, su nombre más exacto: la responsabilidad, la capacidad de responder por algo o alguien que nutre en igual medida el entendimiento entre los seres, el nacimiento de la poesía y la oposición al mal. Pues, en verdad, todo error humano, poético y espiritual, no es, en esencia, sino desatención.
Pedirle a un ser humano que no se distraiga en ningún momento, que se sustraiga sin descanso al equívoco de la imaginación, a la inercia de la costumbre, al hipnotismo del hábito su facultad de atender, es pedirle que actualice al máximo su forma.
Es pedirle algo que se acerca a la santidad, en una época que parece perseguir solamente —con ciega furia y escalofriante éxito— el divorcio total de la mente humana de su propia facultad de atender.
Traducción de MARÍA ZAMBRANO
Revista Sur nº 271, julio y agosto de 1961