Mario Luzi
Las ánimas
En todos lados, fuego, fuego calmo de maleza, fuego
en los muros donde flota una sombra vaga
sin fuerzas para imprimirse, fuego
más allá, que a agujazos sube y baja
la colina hacia su extensión de cenizas,
fuego desde las copas de las ramas, desde las pérgolas.
Aquí, ni antes ni después, en el tiempo justo,
ahora que todo en torno la hondonada
festiva y triste pierde vida, pierde
fuego, me doy vuelta, enumero mis muertos,
y la teoría parece más larga, palpita
de rama en rama hasta el primer cepo.
Dales la paz eterna, llévalos
a salvo fuera de este remolino
de cenizas y de llamas que se agrupa
ahogado en la garganta, se dispersa
en los senderos, vuela incierto, desaparece;
haz que la muerte sea muerte, y no otra cosa
que la muerte, sin lucha, sin vida.
Dales paz, paz eterna, cálmalos.
Allí, donde es más densa la guadaña,
aran, empujan las tinas hasta el fondo,
parlotean en las tranquilas mutaciones
de hora en hora. El cachorro se estira
en el huerto, cerca de la esquina, se adormece.
Un fuego casi tibio basta apenas,
si es que basta, para poner en riesgo hasta que dure
esta vida del bajo bosque. Otro,
sólo un otro podría hacer el resto
y más aún; consumar esos despojos
cambiarlos en luz clara, incorruptible.
Reposo de los muertos por los vivos, reposo
de vivos y muertos en una llama. Atízala:
la noche está aquí, la noche se propaga,
tiende entre los montes su vibrión de araña,
rápido el ojo no sirve más, queda
el conocimiento por ardor o lo oscuro.
De Onore del vero, Venecia, Neri Pozza, 1957.
Trad: Diego Bentivegna