Este texto forma parte del volumen Mundo Vallejo, editado por Susana Cella y Lucas Peralta, Buenos Aires, Centro Cultural de la Cooperación, 2022.
Formar cuerpo
Conservo muchos de sus versos en
algún lugar del cuerpo.
Llegué a él en los años de las
lecturas adolescentes, lecturas dichosas e inorgánicas. Al principio, al borde
de la adolescencia, Vallejo era un nombre en antologías y manuales, un nombre que
participaba del espacio luminoso de una poesía que podía leer directamente, sin
traducción, en castellano.
En uno de esos volúmenes iniciáticos,
una selección de poesía universal publicada por el Centro Editor de América
Latina, leí por primera vez “Un hombre pasa con un pan al hombro” y “Solía
escribir con un dedo grande en el aire…”. No sé si es porque fueron los
primeros poemas de Vallejo que leí en mi vida, pero veo ambos textos como lugares
que tal vez encripten lo que más me toca, todavía hoy, de la poesía del peruano.
Eran poemas que me llevaban inevitablemente a preguntarme por la condición
misma de la poesía -y, en general, de la escritura- en tiempos de penuria.
Más tarde, en el primer año de la
carrera de Letras, estudiamos con rigor los poemas más intrincados y complejos
de Trilce. Aquel año iniciático en varios sentidos, en la feria del
libro, en el stand de Cuba, compré la edición crítica de su poesía completa publicada
por Casa de las Américas, bajo el cuidado del poeta Raúl Hernández Novás, que
se suicidaría al poco tiempo
No recuerdo tanto los ejercicios de
lectura a los que sometíamos en el aula los poemas de Vallejo. Rememoro, en
cambio, versos como “Tahona estuosa de aquellos mis bizcochos / pura yema
infantil innumerable, madre”. “Tahona” era, en su propia forma escrita, algo
oscuro y tierno: una palabra, lo supe entonces, que lleva inscripta en su
materia misma sus orígenes árabes. Más que nombrar un objeto, es una palabra
que alude a un campo de sentidos: puede ser una especie de prensa, de molino,
pero puede designar también el local donde se venden panes o incluso la tabla
sobre la que se amasan.
Los sonidos de ese poema -que ha
sido leído como las ruinas de un soneto- eran sonidos que, leídos en voz alta
por primera vez, formaban en la boca una masa enigmática. Se dispersaban en un
canturreo recóndito y, al mismo tiempo, ligado a una tradición que de algún
modo me habitaba: una herencia desplazada de la celebración familiar y
campesina de lo común y de lo compartido, de la crisis y al mismo tiempo del
goce de la lengua. La pasta que molía la “tahona” era la de las imágenes que viven
en el recuerdo, pero que son, en el fondo, en su propia supervivencia, inescribibles,
definitivamente inmemoriales.
Hoy, después de años, Vallejo es
para mí, más que ninguna otra cosa, una experiencia en la que el verso, por
cierto, ocupa un lugar importante, pero de ninguna manera excluyente. Ahí están
también las prosas del poeta, sus cartas, sus artículos periodísticos, sus
relatos, sus notas fragmentarias, sus diarios, que forman con los poemas, así
clasificados, un todo inextricable, sobre todo en sus últimos años, signados
por la desdicha, la enfermedad y la derrota. Esa experiencia se hace muchas
preguntas, pero lo que interroga siempre son los modos en que la palabra
poética perdura. Reflexiona sobre sus límites, sobre las formas en que escrita,
dicha, recordada, forma cuerpo, se hace tierra, concuerda en los huesos en
género y en número. Se vuelve una única cosa con el mundo.
Diego Bentivegna