sábado, 26 de agosto de 2023

Formar cuerpo - sobre César Vallejo

 Este texto forma parte del volumen Mundo Vallejo, editado por Susana Cella y Lucas Peralta, Buenos Aires, Centro Cultural de la Cooperación, 2022.



Formar cuerpo

 

Conservo muchos de sus versos en algún lugar del cuerpo.

Llegué a él en los años de las lecturas adolescentes, lecturas dichosas e inorgánicas. Al principio, al borde de la adolescencia, Vallejo era un nombre en antologías y manuales, un nombre que participaba del espacio luminoso de una poesía que podía leer directamente, sin traducción, en castellano.

En uno de esos volúmenes iniciáticos, una selección de poesía universal publicada por el Centro Editor de América Latina, leí por primera vez “Un hombre pasa con un pan al hombro” y “Solía escribir con un dedo grande en el aire…”. No sé si es porque fueron los primeros poemas de Vallejo que leí en mi vida, pero veo ambos textos como lugares que tal vez encripten lo que más me toca, todavía hoy, de la poesía del peruano. Eran poemas que me llevaban inevitablemente a preguntarme por la condición misma de la poesía -y, en general, de la escritura- en tiempos de penuria.

Más tarde, en el primer año de la carrera de Letras, estudiamos con rigor los poemas más intrincados y complejos de Trilce. Aquel año iniciático en varios sentidos, en la feria del libro, en el stand de Cuba, compré la edición crítica de su poesía completa publicada por Casa de las Américas, bajo el cuidado del poeta Raúl Hernández Novás, que se suicidaría al poco tiempo

No recuerdo tanto los ejercicios de lectura a los que sometíamos en el aula los poemas de Vallejo. Rememoro, en cambio, versos como “Tahona estuosa de aquellos mis bizcochos / pura yema infantil innumerable, madre”. “Tahona” era, en su propia forma escrita, algo oscuro y tierno: una palabra, lo supe entonces, que lleva inscripta en su materia misma sus orígenes árabes. Más que nombrar un objeto, es una palabra que alude a un campo de sentidos: puede ser una especie de prensa, de molino, pero puede designar también el local donde se venden panes o incluso la tabla sobre la que se amasan.

Los sonidos de ese poema -que ha sido leído como las ruinas de un soneto- eran sonidos que, leídos en voz alta por primera vez, formaban en la boca una masa enigmática. Se dispersaban en un canturreo recóndito y, al mismo tiempo, ligado a una tradición que de algún modo me habitaba: una herencia desplazada de la celebración familiar y campesina de lo común y de lo compartido, de la crisis y al mismo tiempo del goce de la lengua. La pasta que molía la “tahona” era la de las imágenes que viven en el recuerdo, pero que son, en el fondo, en su propia supervivencia, inescribibles, definitivamente inmemoriales.

Hoy, después de años, Vallejo es para mí, más que ninguna otra cosa, una experiencia en la que el verso, por cierto, ocupa un lugar importante, pero de ninguna manera excluyente. Ahí están también las prosas del poeta, sus cartas, sus artículos periodísticos, sus relatos, sus notas fragmentarias, sus diarios, que forman con los poemas, así clasificados, un todo inextricable, sobre todo en sus últimos años, signados por la desdicha, la enfermedad y la derrota. Esa experiencia se hace muchas preguntas, pero lo que interroga siempre son los modos en que la palabra poética perdura. Reflexiona sobre sus límites, sobre las formas en que escrita, dicha, recordada, forma cuerpo, se hace tierra, concuerda en los huesos en género y en número. Se vuelve una única cosa con el mundo.

 

Diego Bentivegna