(...)
Hasta que yo no esté muerto, nadie tendrá
la garantía de conocerme verdaderamente, es decir, de poder dar un sentido a mi
acción, que en consecuencia, como momento lingüístico, es mal descifrable.
Es por lo tanto absolutamente
necesario morir, porque, mientras estamos vivos, carecemos de sentido, y
el lenguaje de nuestra vida (con el que nos expresamos, y al que por lo tanto
atribuimos la máxima importancia) es intraducible: un caos de posibilidades,
una busca de relaciones y de significados, sin solución de continuidad. La
muerte cumple un fulminante montaje de nuestra vida; o sea, elige sus
momentos verdaderamente significativos (y ya no modificables por otros posibles
momentos contrarios o incoherentes), y los pone en sucesión, haciendo de
nuestro presente, infinito, inestable e incierto, y por lo tanto lingüísticamente
no describible, un pasado claro, estable, certero y, en consecuencia,
lingüísticamente bien describible (en el ámbito de una Semiología General). Sólo
gracias a la muerte, nuestra vida nos sirve para expresarnos.
El montaje opera pues con los materiales del filme (que está construido con fragmentos larguísimos o ínfimos, de muchos planos secuencias como posibles subjetivas infinitas) aquello que la muerte opera con la vida.
"Observaciones sobre el plano secuencia" (1967), en Empirismo herético, 1972.
Trad: D. B.