Primera parte del artículo sobre Wilcock, publicado en el último número de Hablar de poesía, de diciembra de 2006.
Una fuerza debilísima: la lengua bífida de Juan Rodolfo Wilcock.
por Diego Bentivegna
A Cecilia Romana
I
Es habitual pensar a Wilcock como un escritor cuya producción se escinde en dos períodos netamente diferenciados no sólo por el aspecto definitorio de lo lingüístico (se trata, recordémoslo, de uno de los tantos casos –Nabokov, Gombrowicz, Conrad, Beckett- de escritores que se han desplazado de un universo lingüístico a otro), sino también por el cambio de de género y de retórica. Si el primer Wilcock es, como destacan las perspectivas críticas que hacen hincapié en la discontinuidad entre el período castellano y el período italiano del autor, sobre todo un poeta (uno de los más reconocidos de la “generación neorromántica” desde la obtención en 1940 del premio Martín Fierro por su inicial Libro de poemas y canciones) no exento de los vicios de la grandilocuencia y de la sublimidad, el Wilcock italiano, autor de libros de versos tan inquietantes como Luoghi comuni o La parola morte, es reconocido, sobre todo, como prosista y como autor teatral, en un trabajo orientado hacia la exageración verbal y el grotesco. Si la producción del Wilcock poeta en español, fundamentalmente en poemarios como Libro de poemas y canciones y Los hermosos días, ha sido caracterizada como una producción sustentada en un “exceso de inspiración” (Herrera), la producción en prosa del período italiano -que va desde la compilación de cuentos de El caos (aunque publicados en su mayor parte originariamente en castellano) hasta muestrarios de monstruos y de fenómenos como La sinagoga de los iconoclastas y El estereoscopio de los solitarios -más cercanos al bestiario medieval o a las compilaciones de vidas infames que a los libros de relatos- podría ser calificada sin caer en lo desmedido como el producto de un “exceso de imaginación”.
Hay, a pesar de las rupturas evidentes que implica el pasaje de un exceso a otro, una práctica discursiva que atraviesa toda la producción literaria de Wilcock y que nos obliga a repensar el carácter tan tajante de esa escisión lingüística. Nos referimos a la traducción. Los modos de intervenir en el campo cultural a través del a traducción que despliega Wilcock en los años de sus primeros libros de poesía son múltiples y variados, desde la presentación de breves y delicados fragmentos de autores ingleses, franceses y alemanes en las revistas Verde Memoria (que fundó y dirigió con Ana María Chouhy Aguirre) y Disco, hasta el trabajo con géneros determinantes para la industria cultural, en plena expansión en los años 40, como el policial (es de Wilcock la traducción, por ejemplo, de La bestia debe morir, de N. Blake, con la que se inicia la colección “El séptimo círculo”, dirigida para Emecé por Borges y Bioy Casares). A ello hay que agregar, además, la traducción al castellano, en los años 50, de dos autores que ocupan un lugar determinante en la elaboración de la poética de Wilcock: Eliot, cuyos Cuatro cuartetos traduce para la editorial Raigal en 1956, y Franz Kafka, de quien traduce para Emecé La condena (publicada en 1952), las Cartas a Mílena y los Diarios (ambos de 1955).
Pero además de las traducciones al castellano, su “lengua natal” (una lengua que, según afirma el poeta, habría aprendido a los dos años, cuando su familia residía, por razones de trabajo, en Londres), Wilcock es uno de los pocos traductores que operan en el campo de una lengua de partida y una lengua de llegada que se presentan, ambas, como lenguas “extranjeras”. Sintomáticamente, uno de los oficios desempeñados con más ahínco por Wilcock en Italia, además de la asesoría editorial para Einaudi y Adelphi, es el oficio de traductor. Son suyas las versiones al italiano, además de clásicos del teatro isabelino, de textos contemporáneos tan complejos como los poemas juveniles de James Joyce, los poemas ingleses del joven Samuel Beckett e incluso de un fragmento del texto más refractario a la traducción pergeñado por el alto modernismo del siglo pasado en la medida en que él mismo se concibe como un trabajo progresivo de traducción interminable: el comienzo de la sección “Anna Livia Plurabelle” del Finnegans Wake joyceano, en una edición curada por el gran crítico Giacomo Debenedetti, uno de los primeros en percibir el valor tanto de la poesía italiana como de los ensayos críticos y teóricos de Wilcock.
La permanencia de la práctica de traducción evidencia, entiendo, una cierta continuidad, y contigüidad, entre la producción en castellano de Wilcock y su producción italiana. Se trata, como veremos, de una continuidad del orden de la provisionalidad, de la endeblez, si se quiere, del acto de escritura, que permite leer la experiencia bífida a la que Wilcock somete al idioma en serie con algunas de las experiencias más extremas de la literatura del siglo XX, como la experiencia Kafka, la experiencia Genet, la experiencia Pasolini o la experiencia Celan.
II
Es en el prólogo a la cuarta edición (1971) de los poemas en inglés de Samuel Beckett donde Wilcock despliega algunos de los elementos constitutivos de una poética de la traducción, de la transmigración de lenguas. En principio, para Wilcock la literatura de Beckett es, junto con la de Borges, una literatura que permite pensar un camino no reductible ni al régimen de producción modernista llevado adelante de manera programática por las vanguardias históricas, ni a sus subproductos neovanguardistas de los años 60, inscriptas en un círculo de innovación-normalización-innovación permanente que, de manera paradójica, encierra a la producción literaria, y a la producción artística en general, en una dialéctica de la autonomía y de la “pureza” estética. Si estas noevanguardias -con algunos de cuyos representantes más conspicuos (Giuliani, Sanguineti) trabaja Wilcock en la traducción de Joyce-, leen la tradición del alto modernismo en términos de norma, transgresión y apertura,[1] el poeta argentino elabora –traduciendo y apropiándose de experiencias como las de Kafka, Beckett o Jean Genet[2]- una teoría de la literatura y del arte como trabajo de descentramiento y de ascesis.
Leemos al comienzo del prefacio a los textos de Beckett:
Aparte de un premio ilustre compartido, que los hizo mundialmente famosos, fueron pocos los puntos materiales de contacto entre Samuel Beckett y Jorge Luis Borges; el más evidente, el más controvertido, sigue siendo el de pertenecer ambos a la misma generación, que sigue de cerca a la de Joyce, la de los surrealistas y de los futuristas, la de Majakovski. Una generación, se dice y se sospecha hoy, de grandes fracasados: a excepción de Joyce, de Pound, a excepción de Eliot y de pocos otros. Gracias a una diferencia de unos pocos años, gracias al aislamiento, gracias a algo que recuerda al genio, Beckett y Borges lograron con todo eludir su destino histórico, que fue por otro lado el destino de Europa, y construir por sí solos, donde otros jugaban todavía a la destrucción, o ya se habían cansado de jugar, cada uno su obra personal, sólida y diversa.[3]
Se trata, para Wilcock, de pensar la escritura poética -al menos aquella escritura que, como la de Beckett o la de Borges, sigue produciendo interrogantes en los que vale la pena detenerse- como una práctica desfasada. Por un lado, Beckett y Borges emergen como autores desencajados desde un punto de vista temporal: demasiado cercanos a los grandes hitos del alto modernismo que Wilcock convoca en el prólogo (Joyce, Pound, las vanguardias francesa y rusa, Eliot) como para plantear una reformulación radical de ese proyecto innovador, pero ya la suficientemente alejados de esos momentos de plenitud del proyecto modernizador como para evitar la producción de una literatura meramente epigonal. Al mismo tiempo, Borges y Beckett se presentan para Wilcock como autores descentrados desde un punto de vista espacial, marginalizados: como autores que -desde la posición relativamente periférica que significa haber nacido en un remoto región de la América hispánica (en “una remota estancia sudamericana”, dice Wicock refiriéndose al lugar de nacimiento de Borges) o en una Irlanda predominantemente agrícola y católica, parte todavía del imperio británico- están en condiciones de revisar toda una tradición literaria en la que por cierto participan, pero a la que no pertenecen, en ningún caso, hasta las últimas consecuencias.
Todos los poetas son judíos, afirma Marina Tsvietaieva en una frase amada por Paul Celan. El poeta, como los sofistas llegados a Atenas desde las espléndidas ciudades de las costas sicilianas o como los estoicos que no disimulaban su proveniencia púnica, no es tanto el que se identifica con su lengua y con la retórica de su lengua, en el caso por cierto discutible de que esa lengua y que esa retórica puedan llegar a ser del todo “suyas”, sino el que decide tomar distancia de ellas. Una porción considerable de las figuras de poeta que prodigan los versos del Wilcock lírico son figuras de la otredad y de la migración. Así por ejemplo, en Paseo sentimental, de 1946, un poemario que representa la confirmación de la ruptura neoclásica con el orfismo de sus primeros versos, el imaginario de poeta se encarna en cuatro figuras que suponen otras tantas configuraciones discursivas de la alteridad. A lo largo del poemario, en efecto, el poeta es el elegido (ya sé que soy el único elegido / que nadie más que yo domina el llanto, / que nadie lo comprende y usa tanto; / pero ya he visto el fondo, estoy vencido), el solitario (En esta soledad que me impacienta / yo quisiera morirme a cada instante / para ver si la muerte es más atenta); en fin, el forastero. “Expulsado y atraído”, dice de Wilcock Ricardo Herrera. Es esta figura del forastero la que aúna las diferentes formas de la alteridad poética que Wilcock despliega no sólo en su obra en verso, sino también en los textos en prosa, desde la lectura carnavalesca de Wittgenstein en el primer relato de El caos hasta el irreverente viaje dantesco de Las bodas de Hitler y María Antonieta en el infierno, publicado póstumamente en 1985.
[1] Son paradigmáticas en este sentido las lecturas de Joyce que Umberto Eco, uno de los teóricos más estrechamente ligados con la neovanguardia italiana de los 60, lleva adelante en aquellos años en Obra abierta y en Las poéticas de Joyce.
[2] En 1971 la editorial Il Saggiatore de Milán publica la traducción de Wilcock de Los negros de Genet. También ese niño, Il Saggiatore publica el teatro completo de Genet, en traducción de Wilcock y de Giorgio Caproni. Para una lectura de Genet en términos de ascesis contrapuesta a la transgresión modernista de las vanguardias (en especial, del surrealismo en sus diferentes variantes), cfr. Didier Eribon, Una moral de lo minoritario. Variaciones sobre un tema de Jean Genet, Barcelona, Anagrama, 2004.
[3] J. R. Wilcock, “Prefazione alla quarta edizione”, en Samuel Beckett, Poesie in inglese, Turín, Einaudi, 1971, p. 5. Las traducciones del italiano son, en todos los casos, mías.