sábado, 26 de agosto de 2023

Formar cuerpo - sobre César Vallejo

 Este texto forma parte del volumen Mundo Vallejo, editado por Susana Cella y Lucas Peralta, Buenos Aires, Centro Cultural de la Cooperación, 2022.



Formar cuerpo

 

Conservo muchos de sus versos en algún lugar del cuerpo.

Llegué a él en los años de las lecturas adolescentes, lecturas dichosas e inorgánicas. Al principio, al borde de la adolescencia, Vallejo era un nombre en antologías y manuales, un nombre que participaba del espacio luminoso de una poesía que podía leer directamente, sin traducción, en castellano.

En uno de esos volúmenes iniciáticos, una selección de poesía universal publicada por el Centro Editor de América Latina, leí por primera vez “Un hombre pasa con un pan al hombro” y “Solía escribir con un dedo grande en el aire…”. No sé si es porque fueron los primeros poemas de Vallejo que leí en mi vida, pero veo ambos textos como lugares que tal vez encripten lo que más me toca, todavía hoy, de la poesía del peruano. Eran poemas que me llevaban inevitablemente a preguntarme por la condición misma de la poesía -y, en general, de la escritura- en tiempos de penuria.

Más tarde, en el primer año de la carrera de Letras, estudiamos con rigor los poemas más intrincados y complejos de Trilce. Aquel año iniciático en varios sentidos, en la feria del libro, en el stand de Cuba, compré la edición crítica de su poesía completa publicada por Casa de las Américas, bajo el cuidado del poeta Raúl Hernández Novás, que se suicidaría al poco tiempo

No recuerdo tanto los ejercicios de lectura a los que sometíamos en el aula los poemas de Vallejo. Rememoro, en cambio, versos como “Tahona estuosa de aquellos mis bizcochos / pura yema infantil innumerable, madre”. “Tahona” era, en su propia forma escrita, algo oscuro y tierno: una palabra, lo supe entonces, que lleva inscripta en su materia misma sus orígenes árabes. Más que nombrar un objeto, es una palabra que alude a un campo de sentidos: puede ser una especie de prensa, de molino, pero puede designar también el local donde se venden panes o incluso la tabla sobre la que se amasan.

Los sonidos de ese poema -que ha sido leído como las ruinas de un soneto- eran sonidos que, leídos en voz alta por primera vez, formaban en la boca una masa enigmática. Se dispersaban en un canturreo recóndito y, al mismo tiempo, ligado a una tradición que de algún modo me habitaba: una herencia desplazada de la celebración familiar y campesina de lo común y de lo compartido, de la crisis y al mismo tiempo del goce de la lengua. La pasta que molía la “tahona” era la de las imágenes que viven en el recuerdo, pero que son, en el fondo, en su propia supervivencia, inescribibles, definitivamente inmemoriales.

Hoy, después de años, Vallejo es para mí, más que ninguna otra cosa, una experiencia en la que el verso, por cierto, ocupa un lugar importante, pero de ninguna manera excluyente. Ahí están también las prosas del poeta, sus cartas, sus artículos periodísticos, sus relatos, sus notas fragmentarias, sus diarios, que forman con los poemas, así clasificados, un todo inextricable, sobre todo en sus últimos años, signados por la desdicha, la enfermedad y la derrota. Esa experiencia se hace muchas preguntas, pero lo que interroga siempre son los modos en que la palabra poética perdura. Reflexiona sobre sus límites, sobre las formas en que escrita, dicha, recordada, forma cuerpo, se hace tierra, concuerda en los huesos en género y en número. Se vuelve una única cosa con el mundo.

 

Diego Bentivegna


viernes, 28 de julio de 2023

Un poema de Juan Rodolfo WIlcock: "El lago de Ginebra"

 "

Este poema la encontré por ahí. No sé dónde lo escribí, ni cuándo.

Se titula “El lago de Ginebra”, Lac Leman.

Sé pues de qué habla. Efectivamente, allí, sobre el lago, sobre la montaña, hay un cementerio donde está la tumba de mi abuelo, y luego están los bosques en donde estuve y donde pensé e imaginé algunas cosas. Pero realmente el poema no la escribí allí, y ni siquiera la escribí en Italia. Por ciertas referencias me doy cuenta de que no la escribí en Italia. Y no sé cuándo..

 

Allá, sobre la colina está la lápida de mi abuelo,

un ciprés ha cubierto la leyenda;

se llamaba Rodolfo Romegialli,

y ese ciprés tiene mi edad.

abajo, en cambio, está el lago de agua sin sal

donde mi abuela nadaba de muchacha

recostada y bella como ahora su esqueleto;
se llamaba María Morguenegg.

 

También yo en el bosque ríspido de abetos

a mitad de camino entre el lago y el cementerio

soy otro más joven, americano

que ha vuelto a los lugares de los orígenes,

Libre todavía y sano. No es posible

que yo haya sido él, parece imposible.

 

¿Qué somnífero he tomado, que enfermedad?

Y ahora me despierto en un mundo de idiotas

que intentan preparar el tosco adviento

 de un Rey Sol marxista y de su corte.

En la espera, hacen un ruido que ensordece.

 

Y yo, que en ese bosque los habría quitado

del medio con una mano como a las hojas secas

si tan sólo los hubiera imaginado,

me encuentro ahora en esta tierra estéril

con una piara de cerdos malignos en torno,

malignos, repugnantes, fantasmales.

 

¿Hice mal, abuelos, en volver a Europa?

Me impulsaba una especie de amor:

vine, bebí el amor, perdí sentidos,

Pero cuando este amor se desgaste,

podré ser yo también esqueleto en el bosque

que separa el cementerio del lago."





De Un' ora con Wilcock. Rai, 1973.


Versión: Diego Bentivegna

 

lunes, 17 de julio de 2023

Diego Di Vincenzo, sobre El pozo y la pirámide

 

𝗘𝗹 𝗽𝗼𝘇𝗼 𝘆 𝗹𝗮 𝗽𝗶𝗿á𝗺𝗶𝗱𝗲, 𝗱𝗲 𝗗𝗶𝗲𝗴𝗼 𝗕𝗲𝗻𝘁𝗶𝘃𝗲𝗴𝗻𝗮:
𝗨𝗻 𝗽á𝗷𝗮𝗿𝗼 𝗱𝗲 𝗮𝘇ú𝗰𝗮𝗿 𝗲𝗻 𝗹𝗮 𝗯𝗼𝗰𝗮
Estoy leyendo con interés y perplejidad, algo extraviado y con raptos muy entrañables (seguro porque sea un libro en el que hay ojos y oídos --propios y prestados-- del que marcha y se arroba, y si hay algo que aprendimos, juntos y separados, a lo largo de tantos años de amigos, en la escuela y en los campamentos, es a caminar, a salir en busca de señales y sentidos) El pozo y la pirámide, de Diego Bentivegna (Audisea, 2022).
Un diamantito de libro, rarísimo; casi un cofre, o mejor, una vasija, una urnita de pedacitos americanos, que son sobre todo, pedacitos patagónicos, ranquelinos, araucanos, tehuelches; alemanes, italianos, griegos, judíos… en mil registros: el de la crónica, el del diario de viajes, el de la poesía, el de los eruditos europeos del siglo xvii, en castellano, italiano, lengua poya...
Los profesores de literaturas americanas, los profesores de lenguas clásicas que enseñan mitos, los profesores de teoría literaria o etnografía tienen acá un experimento muy potente para amenizar discusiones.
Felicitaciones
y felicidades a Diego.
¡Que le disfruten!
Saqué dos poemitas, que son fragmentos de poemas.
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Antes todavía, al llegar el invierno
los pueblos dejaban por un tiempo sus tierras
de montaña. Migraban –leíamos en el jesuita Falkner antes
de venir hasta la Pampa–
hacia las zonas bajas, cercanas a la costa,
al lado del mar. Miraban el océano en silencio,
como se mira caer de pronto el mundo en un barranco.
Leemos en los cronistas
que los antiguos eran grandes caminantes.
Eso, en otro tiempo.
Eso, antes de que llegaran los caballos.
Eso, antes de que empezara
la guerra de las vacas.
Mientras sus propios cuerpos
servían de alimento a los perros y los pájaros.
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Antes comíamos –decía Ana María–
el fruto del arbusto. Hacíamos, en un tiempo
de fábula, en un tiempo anterior
a la catástrofe, hacíamos, dice, el dulce,
moliendo con paciencia la algarroba.
Cuando lo comías
era tener un pájaro de azúcar en la boca.

Fuente: Facebook
Puede ser una imagen de texto

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sábado, 10 de junio de 2023

Carta de Pasolini a Ungaretti de 1942 sobre Poesías a Casarsa.

 Roma, lunes 9 de abril.


Estimado señor Ungaretti:

He venido a Roma por unos pocos días, y sabiendo que usted frecuenta la Margherita no he sabido resistir  la tentación de hacerle este miserabilísimo regalo. Como se entiende por estos pocos versos, si usted tiene la paciencia de leerlos, yo vivo en el lejano Friul, en Casarse, en medio de los campos. Entenderá, sin embargo, que no soy alguien poco ambicioso.


Lo saludo respetuosamente.

Suyo.

Pier Paolo Pasolini.


Trad: D. B.





La carta original se conserva entre los papeles de Ungaretti en el Gabinete Vieusseaux de Florencia. 

sábado, 3 de junio de 2023

Fernando Bogado sobre El pozo y la pirámide, en Otraparte (1 de junio de 2023)

 

El pozo y la pirámide

Diego Bentivegna

LITERATURA ARGENTINA
 

La poesía puede construir lugares más que representarlos. Y lo interesante de este libro de Diego Bentivegna es que constituye un intento por reconstruir una zona del país atravesada, aún hoy, por la violencia colonial. Es por eso que El pozo y la pirámide, en esa indagación, se multiplica: no es un libro, son tres. Todos marcados por cierto tratar de abrirse al otro, a lo otro. De ahí que sea puro diálogo con la otredad, la cual sólo puede recuperarse con huellas, con restos. El primer libro define la tensión entre esas dos posiciones, la del pozo (que es la memoria) y la de la pirámide (que es el signo mudo): bien podemos decir, ocupa el lugar de dos abismos, a su manera, uno que tiene que ver con el recuerdo y otro que tiene que ver con el silencio. Por eso, el resto: las cosas, por más que se las trate de poner en la lógica del diálogo, no hablan, se ensimisman en su oquedad y quedan desnudas para la mirada del yo lírico. La imagen que condensa esa tensión es la de la tumba de Mariano Rosas, persona/personaje de los ranqueles cuyo sepulcro es la contracara de la tumba del poema fundacional “La cautiva”. El primero es el resto de un mundo posible, el segundo es el intento por reescribir ese mundo. En ese movimiento de marcha y contramarcha, de escritura y reescritura, mejor, sobreescritura, no hay paz posible, sólo el tenso silencio contemplativo de lo que queda.

El segundo libro, “Cartas a K y otros extractos”, constituye una larga labor de reescritura de diversos fragmentos de las cartas del jesuita italiano Nicolás Mascardi, quien en el siglo XVIII recorrió varios lugares de la Patagonia hasta fundar una misión a orillas del lago Nahuel Huapi. Esa lógica de inserción y reescritura es una clara extensión de la operación poética de Bentivegna: se apropia del discurso del otro-europeo, lo incorpora, lo modifica, lo hace resto. Bentivegna, si se puede decir con un neologismo que le cabe, “restifica” la escritura de la conquista, la da una tercera vuelta al movimiento de escritura (de los ranqueles, de los habitantes primeros) contra sobreescritura (de la máquina de conquista): “restificar” es invadir el corazón de la sobreescritura con el resto del pueblo “derrotado”, haciendo resto ese mismo discurso.

El cierre es contundente en esa línea. Si el primer libro era un viaje alrededor de la “pirámide” de Mariano Rosas, si el segundo es la “restificación” de la escritura jesuita, el tercer libro, mejor, el tercer momento del mismo libro, se apoya en la lectura de los hechos que constituyen la muerte de Rafael Nahuel, joven de familia mapuche asesinado en medio de un operativo de seguridad (de represión) en Villa Mascardi, nombre que lleva el apellido del jesuita que ocupó la mirada poética de “Cartas a K…”. Allí, el yo lírico habla, lateralmente, de la violencia, del frío, de la continuidad de esa operación de dominación colonial sin por eso caer en lo burdo de la referencia evidente. La forma de Bentivegna es la mejor de las críticas: mira, trata de entender, pero se queda siempre en la orilla del silencio, de la contemplación, de la escritura. La operación es sutil: tapar ese silencio atronador con la poesía podría ser un acto burdo, de barbarie, pero, en su lugar, lo que tenemos es el verso contemplativo, fragmentario, de reescritura de una voz que se pierde, junto con la violencia, en lo blanco y mortuorio de un paisaje en disputa. Lírica y no tanto.

 

Diego Bentivegna, El pozo y la pirámide, Audisea, 2022, 94 págs.

miércoles, 31 de mayo de 2023

Deleuze sobre Pasolini: Estilo indirecto libre, mímesis, lenguas.

 "Hay no una mezcla o promedio entre dos sujetos que pertenecen cada uno a un sistema distinto, sino diterenciación de dos sujetos correlativos dentro de un sistema en si mismo heteróclito. Este enfoque de Bakhtine, que a nuestro juicio Pasolini retoma, es muy interesante pero también muy difícil.' El acto fundamental del lenguaje ya no es la «metáfora», en tanto que ella homogeneíza el sistema, sino el discurso indirecto libre, en cuanto pone de manifiesto un sistema siempre heterogéneo, distante del equilibrio. Y sin embargo, el discurso indirecto libre no es competencia de las categorías lingüísticas. porque éstas sólo conciernen a sistemas homogéneos u homogeneizados. Es una cuestión de estilo, de estilística, dice Pasolini. Y añade una observación valiosísima: una lengua deja aflorar más el discurso indirecto libre cuanta mayor riqueza en dialectos presenta, o, mejor dicho, siempre que en lugar de establecerse conforme un «nivel medio», se diferencie en «lengua baja y lengua culta» (condición sociológica). Pasolini decide llamar Mímesis a esta operación de dos sujetos de enunciación, o de dos lenguas en el discurso indirecto libre. Quizás el término no sea afortunado, ya que no se trata de una imitación sino de una correlación entre dos procesos asimétricos funcionando en la lengua. Son como vasos comunicantes. Sin embargo, Pasolini insistía en la palabra «Mímesis» para subrayar el carácter sagrado de la operación".

Gilles Deleuze, La imagen-movimiento. Estudios sobre cine 1, Barcelona, Paidós, 2005, p. 114. Trad: I. Agoff.


lunes, 29 de mayo de 2023

Pier Paolo Pasolini sobre Juan Rodolfo Wilcock

 

sábado, junio 25, 2011

Wilcock x Pasolini

J. RODOLFO WILCOCK
La sinagoga de los iconoclastas

Historia Augusta

MARCEL SCHWOB
Vidas imaginarias

Volviendo a tomar La sinagoga de los iconoclastas para escribir acerca de él—tras haberlo leído hace unos diez días— experimento algo así como una ligera sensación de terror. ¿Cómo es eso? Cuando lo leía me había divertido mucho, incluso a veces reía en voz alta, a solas, como un locuelo. Ahora mi mirada recorre estas páginas, reconoce estos nombres y estos apellidos, estos títulos de libros, estas fechas de ediciones: y una sutil desazón me da como una sensación de náusea, un deseo de olvidar.
Las ciudades invisibles de Ítalo Calvino acaba con esta frase: «El infierno de los vivientes no es algo que será; si es que hay uno, éste es el que ya hay aquí, el infierno que habitamos todos los días, que formamos estando juntos. Hay dos maneras de no sufrirlo. La primera es fácil para muchos: aceptar el infierno y formar parte de él hasta el extremo de ya no verlo. La segunda es arriesgada y exige atención y aprendizaje constantes: buscar y saber quién y qué cosa, en medio del infierno, no es infierno, y hacer que duren, darles espacio».
Pues bien, estas dos maneras de entablar relación con el infierno para no sufrirlo, no prevén el caso de Wilcock. Ciertamente él no pertenece a aquella mayoría, digamos silenciosa (en realidad habla el lenguaje de los motores, de las radios portátiles y de las televisiones), que acepta el infierno, forma parte de éste y ya no lo reconoce; pero tampoco pertenece a la élite afortunada que en el infierno busca algo que no es infierno.
Más aún: Wilcock sabe, antes que cualquiera otra cosa, desde siempre y para siempre, que no hay otra cosa que el infierno. No se plantea ni siquiera de la manera más vaga y genérica (como Calvino) la hipótesis de que haya algo fuera de éste. Ni siquiera sueña remotamente que pueda haber alguna manera, incluso ilusoria, de no sufrirlo o, por lo menos, de ignorarlo. Entonces, ¿qué es lo que distingue a Wilcock de la mayoría silenciosa? Está claro, aunque sea terrible: él acepta el infierno, como la mayoría silenciosa, pero, contrariamente a la mayoría silenciosa, no forma parte de él y por lo tanto lo reconoce. He aquí delineada una condición de «extrañamiento». El aceptar un hecho por pura y simple objetividad, y no formar parte de éste aún reconociéndolo, obliga a Wilcock a mantener con este hecho una relación trágica de extraneidad: a la que no le está permitida solución alguna, ni siquiera provisoria o irrisoria. Cuando la tragicidad se reduce a carecer tan completamente de ilusiones, no puede sino transformarse en comicidad.
Visitante-condenado del infierno, Wilcock, ardiendo entre las llamas o debatiéndose en la brea hirviente, observa a los otros condenados: pero, pese a sufrir —como es natural— de manera salvaje, en este observar suyo los encuentra ridículos. Su riente mirada cadavérica se posa sobre todo en los condenados que de alguna manera se le parecen, pertenecientes a su área, a su especialización. Pero su irresistible comicidad de condenados no lleva a Wilcock a mofarse demasiado, ni a sentir clase alguna de piedad por ellos. Describiéndolos, simplemente concretiza su propia condición de «extraneidad»: la concretiza en una forma de distanciamiento lingüístico que, efectivamente, es casi filológico; y decididamente filológico lo es en su aspecto de «ficción» narrativa.
Pero ya es hora de explicar con palabras más pobres de qué se trata. Wilcock ha simulado ser un enciclopedista, armado de una erudición pavorosa, capaz de todo y, al mismo tiempo, capaz de simplificarlo todo. Para decirlo mejor, he aquí: Wilcock ha simulado ser un enciclopedista al que un editor ha encargado redactar determinado número de «voces» para una enciclopedia divulgativa. Estas voces se refieren a hombres de ciencia, inventores, utopistas, ensayistas y filósofos. Y Wilcock redacta estas «voces» suyas con tanto escrúpulo, diligencia, vestimenta profesional, que, si he de decir la verdad, al abrir el libro he creído que se trataba de nombres verdaderos, de hechos realmente ocurridos. La página sobre la que se había posado mi mirada era la siguiente: «Según Charles Carroll de Saint Louis, autor de El negro es una bestia (The Negro a Beast, 1900) y de ¿Quién tentó a Eva? (The Tempter of Eve, 1902), el negro fue creado por Dios junto con los animales con la única finalidad de que Adán y sus descendientes no careciesen de camareros, lavaplatos, limpiabotas, encargados de las letrinas y proveedores de servicios análogos en el Jardín del Edén. Como los demás mamíferos, el negro manifiesta una especie de mente, algo así como un intermedio entre el perro y el mono, pero está completamente desprovisto de alma. La serpiente que tentó a Eva era en realidad la criada africana de la primera pareja humana. Caín, obligado por su padre y por las circunstancias a casarse con su hermana, eludió el incesto y prefirió casarse con una de aquellas monas o sirvientes de piel oscura. De aquel matrimonio híbrido han brotado las diferentes razas de la tierra...».
¿Acaso no es atendible como teoría racista de primeros del siglo XX? Posteriormente Wilcock describe a teóricos y utopistas más espantosos aún, provistos de nombres centroeuropeos, anglosajones, latinoamericanos, absolutamente absurdos, casi de teatro de variedades, e inventores de artilugios, maquinarias, sistemas filosóficos todavía más absurdos: y, sin embargo, ninguna de aquellas figuras y ninguna de aquellas invenciones es más ridicula y estúpida de lo que lo hubieran sido en caso de ser reales. Una vez cerrado el libro, hemos leído una verdadera antología de biografías de hombres de pensamiento.
¿Qué es lo que da a este libro tan fuerte sensación de realidad? Es, sobre todo, el surrealismo: efectivamente, es en el surrealismo donde Wilcock invierte la vena cómica con que hace que sea aceptable la patética maldad que le hace identificar el mundo en su totalidad con el infierno. En otras palabras, él aprovecha las teorías de sus héroes para hacer de ellas unas piezas de magistral literatura onírica: de manera que dichas teorías no son ya cosas sencillamente alocadas, propias de genialoides destinados al manicomio, sino que, convirtiéndose en «visiones» a través del estilo de quien las describe, recuperan una realidad poética que se proyecta sobre ellas restituyéndolas a la universalidad que habían perdido en la miseria de la locura. Se convierten —si queremos— en unas perfectas metáforas de análogos descubrimientos, invenciones, ideologías reales. Naturalmente —así como un cuadro surrealista está pintado con la pinceladita preimpresionista que, con académico cuidado, tiende a la fiel reproducción del modelo— así también la escritura de Wilcock es una escritura perfectamente normal, llana, convincente. Y no solamente por broma (dado que, en tal caso, no nos ocuparíamos del libro), sino con el rigor de una elección estilística que no se ha de transgredir: «... un estilo llano e impersonal es concesión que se brinda a unos pocos, y ciertamente no a un escritor de éxito», escribe Wilcock en la única reflexión directa sobre su propia manera de escribir que hay en La sinagoga.
En este plano de reflexión metalingüística, lo que más sorprende al lector que lee el libro de Wilcock, todo él formado por una serie de piezas breves, cada una de ellas bajo el título (como, precisamente, en una enciclopedia) del nombre propio del pensador, es la curiosidad con que se devora el texto, casi como si se tratase de una intriga policíaca. El suspense que mantiene tan morbosamente la atención es, precisamente, de naturaleza metalingüística, y consiste en la pregunta: «¿Qué inventará el autor en la próxima "voz"?». Y el autor, en nuestro caso, no traiciona jamás, ni siquiera las expectativas más ingenuas (cada una de estas biografías suyas podría ser una magnífica película cómica).
Ciertamente se trata de una coincidencia casual, pero junto con el libro de Wilcock han aparecido por lo menos otros tres libros que se devoran a causa del interés que provoca la misma pregunta: «¿Qué inventará el autor en el próximo fragmento?».
Se trata, ante todo, de la… Historia Augusta, es decir de las biografías —escritas en el siglo IV d.C.— de los emperadores romanos que se sucedieron desde el 117 hasta el 284-85. Son breves novelas en las que la historia está completamente soñada. La acumulación de los sucesos y detalles—debida a la medida breve del relato—acrecienta esa sensación de sueño. He leído, ante todo, en homenaje a Arbasino,* la vida de Heliogábalo: ¿será posible que, en tiempos de Constantino, el «Bajo Imperio» apareciese ya en todo su gusto decadente, como se nos muestra a nosotros? Aquellos siglos que fluyen amontonados, arrastrando pueblos enteros y vidas enteras en menos de un abrir y cerrar de ojos?... Aquellas épocas históricas que tienen menos consistencia que un banquete... Aquellos ordenamientos de pueblos en los que una vida humana parece haber sido substraída a la ley del tiempo, o estar regulada por la ley del tiempo que vale para las mariposas que sólo viven un día... Yo tiendo a abrazar la teoría de Dessau (parece un personaje de Wilcock), que, en Ueber die Zeit und Persönlichkeit der S.H.A., demuestra que la Historia Augusta ha sido escrita por una sola persona, de manera que los seis autores tradicionales (Elio Lampridio, Elio Esparciano, etcétera) habrían sido inventados sin más por aquel autor único, que se ha mantenido anónimo (tal vez por extremado refinamiento).
El segundo libro es un clásico, es decir Vidas imaginarias de Marcel Schwob. También aquí la pregunta que mantiene viva la atención de «vida» en «vida» es la misma. Pero cierta ordenada distribución cronológica, desde la antigüedad clásica hasta el siglo XIX, arruina un poco el placer de encontrarse ante posibilidades imprevisibles. Mejor no leer este libro de cabo a rabo. O, mejor, ir directamente a los relatos más bellos, los últimos, las historias de la adorable puta Katherine la Encajera y del adorable asesino Alain le Gentil, y de ahí en adelante.
También aquí la característica es la acumulación de los casos —a veces aparentemente mínimos— debida a la concentración del relato (una vida entera en dos o tres páginas): el montaje destruye las reglas del tiempo, sustituyéndolas por reglas morales; una vida lo es, no ya en la medida en que es una continuidad, sino en tanto que es una serie de acontecimientos significativos, incluso cuando aquello que los pone en evidencia es una luz de sueño. Pero el tiempo, anulado, se venga incubando su ausencia como una terrible nostalgia, una insoportable sensación de posibilidades no realizadas.
El tercer libro es Las ciudades invisibles, de Ítalo Calvino. Pero de éste hablaré en el próximo número.

14 de enero de 1973

* Alberto Arbasino, escritor italiano pocos años más joven que Pasolini, publicó en 1969 una obra titulada Super-Eliogabalo. (N. del T.)

Fuente: Pasolini, Pier Paolo (1997): Descripciones de descripciones, Barcelona, pp. 27-32.