lunes, 26 de marzo de 2007

El ensayo como campo de prueba

De La voz del interior, jueves 22 de marzo de 2006.


Gustavo Pablos


De nuestra Redaccióngpablos@lavozdelinterior.com.ar

Uno de los méritos del buen ensayista es la capacidad para detectar en los autores y las obras literarias, pero también en otras producciones artísticas y culturales, una serie de interrogantes, situaciones y tensiones que luego desarrollará y expandirá en una escritura personal pero fundamentada teóricamente. Estas intervenciones suelen encuadrarse en un campo más o menos libre, como el ensayo literario o el que se aloja en las cada vez más exiguas páginas del periodismo cultural, o también en aquel que impone una serie de protocolos académicos que en ocasiones dan un impulso original a la excursión y al texto final y en otras limitan sus posibilidades y su probable conexión con el lector. En ese conflicto que se genera entre los diversos planos, muchos autores no logran desprenderse del acartonamiento a que los somete un cierto uso de la metodología mientras que otros aprenden a manejarse con mayor flexibilidad y a desplegar una escritura que conjuga elegancia literaria y rigor teórico (y quizás en la capacidad para dirimir ese problema se encuentre la respuesta al futuro de la circulación de textos académicos). A Diego Bentivegna (periodista, crítico literario, docente e investigador) se lo puede situar con tranquilidad en el segundo grupo, ya que en Paisaje oblicuo armoniza el rigor de la teoría con la ductilidad de una prosa distendida que seguramente adquirió en el ejercicio y cruce de oficios diversos pero contiguos. Entre los trabajos que se encuentran en este libro, está la argumentación de algunos motivos comunes en Borges y Pasolini, o la reflexión a partir de ciertos postulados de Benjamin, y también un rodeo en torno de la escritura epistolar, el ensayo, etc. Un recorrido que pone el acento en las diferencias, las semejanzas, el diálogo y los modos en que los interrogantes que proponen –o se detectan en– las obras artísticas, se pueden reformular a partir de los nuevos aportes teóricos y metodológicos. En la totalidad se percibe el intento de descubrir otras zonas de pensamiento o de alumbrar con una luz original algunos debates heredados, en algunas ocasiones apropiándose con más rigor de las categorías teóricas y en otras dejándose llevar un poco más libremente, lo que permite entrever una doble actitud comentada por el mismo autor en un segmento del prólogo: "El instrumental teórico al que estos textos se confían quizás sea en algunas ocasiones demasiado rígido; en otras, demasiado precario. Confío en que esos dos rostros de la carencia configuren una condición propicia para atisbar, al menos por un instante, lugares inesperados". Bentivegna es Licenciado en Letras, realizó estudios de posgrado en Argentina e Italia, y se desempeña como docente en la UBA y la Universidad de Tandil. Paisaje oblicuo es uno de los primeros libros de la flamante editorial porteña Sigamos enamoradas, que promete nuevos y buenos títulos para el presente año.

miércoles, 21 de marzo de 2007

La lengua bífida (I)

Primera parte del artículo sobre Wilcock, publicado en el último número de Hablar de poesía, de diciembra de 2006.


Una fuerza debilísima: la lengua bífida de Juan Rodolfo Wilcock.

por Diego Bentivegna




A Cecilia Romana

I
Es habitual pensar a Wilcock como un escritor cuya producción se escinde en dos períodos netamente diferenciados no sólo por el aspecto definitorio de lo lingüístico (se trata, recordémoslo, de uno de los tantos casos –Nabokov, Gombrowicz, Conrad, Beckett- de escritores que se han desplazado de un universo lingüístico a otro), sino también por el cambio de de género y de retórica. Si el primer Wilcock es, como destacan las perspectivas críticas que hacen hincapié en la discontinuidad entre el período castellano y el período italiano del autor, sobre todo un poeta (uno de los más reconocidos de la “generación neorromántica” desde la obtención en 1940 del premio Martín Fierro por su inicial Libro de poemas y canciones) no exento de los vicios de la grandilocuencia y de la sublimidad, el Wilcock italiano, autor de libros de versos tan inquietantes como Luoghi comuni o La parola morte, es reconocido, sobre todo, como prosista y como autor teatral, en un trabajo orientado hacia la exageración verbal y el grotesco. Si la producción del Wilcock poeta en español, fundamentalmente en poemarios como Libro de poemas y canciones y Los hermosos días, ha sido caracterizada como una producción sustentada en un “exceso de inspiración” (Herrera), la producción en prosa del período italiano -que va desde la compilación de cuentos de El caos (aunque publicados en su mayor parte originariamente en castellano) hasta muestrarios de monstruos y de fenómenos como La sinagoga de los iconoclastas y El estereoscopio de los solitarios -más cercanos al bestiario medieval o a las compilaciones de vidas infames que a los libros de relatos- podría ser calificada sin caer en lo desmedido como el producto de un “exceso de imaginación”.
Hay, a pesar de las rupturas evidentes que implica el pasaje de un exceso a otro, una práctica discursiva que atraviesa toda la producción literaria de Wilcock y que nos obliga a repensar el carácter tan tajante de esa escisión lingüística. Nos referimos a la traducción. Los modos de intervenir en el campo cultural a través del a traducción que despliega Wilcock en los años de sus primeros libros de poesía son múltiples y variados, desde la presentación de breves y delicados fragmentos de autores ingleses, franceses y alemanes en las revistas Verde Memoria (que fundó y dirigió con Ana María Chouhy Aguirre) y Disco, hasta el trabajo con géneros determinantes para la industria cultural, en plena expansión en los años 40, como el policial (es de Wilcock la traducción, por ejemplo, de La bestia debe morir, de N. Blake, con la que se inicia la colección “El séptimo círculo”, dirigida para Emecé por Borges y Bioy Casares). A ello hay que agregar, además, la traducción al castellano, en los años 50, de dos autores que ocupan un lugar determinante en la elaboración de la poética de Wilcock: Eliot, cuyos Cuatro cuartetos traduce para la editorial Raigal en 1956, y Franz Kafka, de quien traduce para Emecé La condena (publicada en 1952), las Cartas a Mílena y los Diarios (ambos de 1955).
Pero además de las traducciones al castellano, su “lengua natal” (una lengua que, según afirma el poeta, habría aprendido a los dos años, cuando su familia residía, por razones de trabajo, en Londres), Wilcock es uno de los pocos traductores que operan en el campo de una lengua de partida y una lengua de llegada que se presentan, ambas, como lenguas “extranjeras”. Sintomáticamente, uno de los oficios desempeñados con más ahínco por Wilcock en Italia, además de la asesoría editorial para Einaudi y Adelphi, es el oficio de traductor. Son suyas las versiones al italiano, además de clásicos del teatro isabelino, de textos contemporáneos tan complejos como los poemas juveniles de James Joyce, los poemas ingleses del joven Samuel Beckett e incluso de un fragmento del texto más refractario a la traducción pergeñado por el alto modernismo del siglo pasado en la medida en que él mismo se concibe como un trabajo progresivo de traducción interminable: el comienzo de la sección “Anna Livia Plurabelle” del Finnegans Wake joyceano, en una edición curada por el gran crítico Giacomo Debenedetti, uno de los primeros en percibir el valor tanto de la poesía italiana como de los ensayos críticos y teóricos de Wilcock.
La permanencia de la práctica de traducción evidencia, entiendo, una cierta continuidad, y contigüidad, entre la producción en castellano de Wilcock y su producción italiana. Se trata, como veremos, de una continuidad del orden de la provisionalidad, de la endeblez, si se quiere, del acto de escritura, que permite leer la experiencia bífida a la que Wilcock somete al idioma en serie con algunas de las experiencias más extremas de la literatura del siglo XX, como la experiencia Kafka, la experiencia Genet, la experiencia Pasolini o la experiencia Celan.

II
Es en el prólogo a la cuarta edición (1971) de los poemas en inglés de Samuel Beckett donde Wilcock despliega algunos de los elementos constitutivos de una poética de la traducción, de la transmigración de lenguas. En principio, para Wilcock la literatura de Beckett es, junto con la de Borges, una literatura que permite pensar un camino no reductible ni al régimen de producción modernista llevado adelante de manera programática por las vanguardias históricas, ni a sus subproductos neovanguardistas de los años 60, inscriptas en un círculo de innovación-normalización-innovación permanente que, de manera paradójica, encierra a la producción literaria, y a la producción artística en general, en una dialéctica de la autonomía y de la “pureza” estética. Si estas noevanguardias -con algunos de cuyos representantes más conspicuos (Giuliani, Sanguineti) trabaja Wilcock en la traducción de Joyce-, leen la tradición del alto modernismo en términos de norma, transgresión y apertura,[1] el poeta argentino elabora –traduciendo y apropiándose de experiencias como las de Kafka, Beckett o Jean Genet[2]- una teoría de la literatura y del arte como trabajo de descentramiento y de ascesis.
Leemos al comienzo del prefacio a los textos de Beckett:

Aparte de un premio ilustre compartido, que los hizo mundialmente famosos, fueron pocos los puntos materiales de contacto entre Samuel Beckett y Jorge Luis Borges; el más evidente, el más controvertido, sigue siendo el de pertenecer ambos a la misma generación, que sigue de cerca a la de Joyce, la de los surrealistas y de los futuristas, la de Majakovski. Una generación, se dice y se sospecha hoy, de grandes fracasados: a excepción de Joyce, de Pound, a excepción de Eliot y de pocos otros. Gracias a una diferencia de unos pocos años, gracias al aislamiento, gracias a algo que recuerda al genio, Beckett y Borges lograron con todo eludir su destino histórico, que fue por otro lado el destino de Europa, y construir por sí solos, donde otros jugaban todavía a la destrucción, o ya se habían cansado de jugar, cada uno su obra personal, sólida y diversa.[3]

Se trata, para Wilcock, de pensar la escritura poética -al menos aquella escritura que, como la de Beckett o la de Borges, sigue produciendo interrogantes en los que vale la pena detenerse- como una práctica desfasada. Por un lado, Beckett y Borges emergen como autores desencajados desde un punto de vista temporal: demasiado cercanos a los grandes hitos del alto modernismo que Wilcock convoca en el prólogo (Joyce, Pound, las vanguardias francesa y rusa, Eliot) como para plantear una reformulación radical de ese proyecto innovador, pero ya la suficientemente alejados de esos momentos de plenitud del proyecto modernizador como para evitar la producción de una literatura meramente epigonal. Al mismo tiempo, Borges y Beckett se presentan para Wilcock como autores descentrados desde un punto de vista espacial, marginalizados: como autores que -desde la posición relativamente periférica que significa haber nacido en un remoto región de la América hispánica (en “una remota estancia sudamericana”, dice Wicock refiriéndose al lugar de nacimiento de Borges) o en una Irlanda predominantemente agrícola y católica, parte todavía del imperio británico- están en condiciones de revisar toda una tradición literaria en la que por cierto participan, pero a la que no pertenecen, en ningún caso, hasta las últimas consecuencias.
Todos los poetas son judíos, afirma Marina Tsvietaieva en una frase amada por Paul Celan. El poeta, como los sofistas llegados a Atenas desde las espléndidas ciudades de las costas sicilianas o como los estoicos que no disimulaban su proveniencia púnica, no es tanto el que se identifica con su lengua y con la retórica de su lengua, en el caso por cierto discutible de que esa lengua y que esa retórica puedan llegar a ser del todo “suyas”, sino el que decide tomar distancia de ellas. Una porción considerable de las figuras de poeta que prodigan los versos del Wilcock lírico son figuras de la otredad y de la migración. Así por ejemplo, en Paseo sentimental, de 1946, un poemario que representa la confirmación de la ruptura neoclásica con el orfismo de sus primeros versos, el imaginario de poeta se encarna en cuatro figuras que suponen otras tantas configuraciones discursivas de la alteridad. A lo largo del poemario, en efecto, el poeta es el elegido (ya sé que soy el único elegido / que nadie más que yo domina el llanto, / que nadie lo comprende y usa tanto; / pero ya he visto el fondo, estoy vencido), el solitario (En esta soledad que me impacienta / yo quisiera morirme a cada instante / para ver si la muerte es más atenta); en fin, el forastero. “Expulsado y atraído”, dice de Wilcock Ricardo Herrera. Es esta figura del forastero la que aúna las diferentes formas de la alteridad poética que Wilcock despliega no sólo en su obra en verso, sino también en los textos en prosa, desde la lectura carnavalesca de Wittgenstein en el primer relato de El caos hasta el irreverente viaje dantesco de Las bodas de Hitler y María Antonieta en el infierno, publicado póstumamente en 1985.
[1] Son paradigmáticas en este sentido las lecturas de Joyce que Umberto Eco, uno de los teóricos más estrechamente ligados con la neovanguardia italiana de los 60, lleva adelante en aquellos años en Obra abierta y en Las poéticas de Joyce.
[2] En 1971 la editorial Il Saggiatore de Milán publica la traducción de Wilcock de Los negros de Genet. También ese niño, Il Saggiatore publica el teatro completo de Genet, en traducción de Wilcock y de Giorgio Caproni. Para una lectura de Genet en términos de ascesis contrapuesta a la transgresión modernista de las vanguardias (en especial, del surrealismo en sus diferentes variantes), cfr. Didier Eribon, Una moral de lo minoritario. Variaciones sobre un tema de Jean Genet, Barcelona, Anagrama, 2004.
[3] J. R. Wilcock, “Prefazione alla quarta edizione”, en Samuel Beckett, Poesie in inglese, Turín, Einaudi, 1971, p. 5. Las traducciones del italiano son, en todos los casos, mías.

lunes, 12 de marzo de 2007

La única


De algunas carpetas empolvadas de Shlemihl, esta traducción de un texto de Agamben sobre Celan, Dante e così via.








En 1961, en ocasión de una encuesta del librero Flinker de París sobre el problema del bilingüismo, Paul Celan respondió lo siguiente:


No creo en el bilingüismo en poesía. Una lengua doble, sí, existe, incluso en muchas obras de arte contemporáneo, especialmente en aquellas que saben ponerse de acuerdo convenientemente con el consumo cultural de turno, tanto políglota como polícromo.
La poesía es la unicidad destinal [destinale] del lenguaje. No, por lo tanto, –permítaseme esta verdad banal, hoy que la poesía, como la verdad, se esfuma a menudo en la banalidad-, no, por lo tanto, la duplicidad.

En un poeta judío de lengua alemana, nacido y criado en una región, la Bucovina, donde se hablan corrientemente, además del yidish, al menos cuatro lenguas, esta respuesta no podía haber sido dada a la ligera. Cuando, apenas terminada la guerra, en Bucarest, sus amigos, con el objeto de convencerlo en transformarse en un poeta rumano (se conservan, de este período, sus poesías escritas en rumano), le recordaban que no habría debido escribir en la lengua de los asesinos de sus padres, muertos en un campo de concentración nazi, Celan respondía simplemente: “Sólo en la lengua materna se puede decir la verdad. En una lengua extranjera, el poeta miente”.
¿Qué clase de experiencia de la unicidad de la lengua se ponía en cuestión aquí según el poeta? No simplemente, por cierto, la de un monolingüismo que usa a la lengua materna excluyendo a las otras, pero en el mismo plano que éstas. Más bien, es pertinente aquí esa experiencia que Dante tenía en mente cuando escribía, sobre el hablar materno, que éste “uno e solo è prima ne la mente”. Hay, en efecto, una experiencia de la lengua que presupone siempre palabras –es decir, en la que hablamos como si tuviésemos siempre palabras para la palabra, como si tuviésemos siempre una lengua incluso antes de tenerla (la lengua, que entonces hablamos no es nunca única, sino siempre doble, triple, presa de la fuga infinita de los metalenguajes); y existe otra experiencia, en la que el hombre se encuentra, por el contrario, absolutamente sin palabras frente al lenguaje. La lengua para la cual no tenemos palabras, que no finge -como lengua gramática- ser incluso antes de ser, sino que “è sola prima in tutta la mente” es nuestra lengua, es decir la lengua de la poesía.
Por ello Dante no buscaba en De vulgari eloquentia esta o aquella lengua materna elegida entre la selva dialectal de la península, sino sólo aquel vulgar ilustre que, expandiendo su perfume en cada una, no coincidía con ninguna; por ello, los provenzales conocían un género poético –el desacuerdo- que certificaba la realidad de la lengua remota sólo en el babélico decir de los múltiples idiomas. La lengua única no es una lengua. Lo único, en el que los hombres participan como en la única verdad materna posible, es decir, común, está siempre dividido: en el momento en el que alcanzan la última palabra, ellos deben tomar partido, elegir una lengua. Del mismo modo, nosotros podemos, hablando, decir sólo alguna cosa –no podemos decir únicamente la verdad, no podemos decir solamente que decimos.
Pero que el encuentro con esta única lengua, dividida e imperceptible, constituya, en este sentido, un destino, implica admitir que sólo en un momento de debilidad el poeta se ha dejado arrancar. ¿Cómo podría, en efecto, haber un destino, allí donde no hay todavía palabras significantes, allí donde no hay todavía identidad en la lengua? ¿Y en quién tendría lugar el destino si, en ese punto, todavía no somos hablantes? Nunca tan intacto, lejano y sin experiencia es el infante como cuando, en el nombre, está sin palabras frente a la lengua. El destino concierne solamente a la lengua que, frente a la infancia del mundo, jura poder encontrarla, jura tener alguna cosa que decir de ella y sobre ella, desde siempre, además del nombre,.
Esta vana promesa de un sentido de la lengua es su destino, es decir, su gramática y su tradición. El infante que, piadosamente, recoge esa promesa y, aun mostrando la vanidad de ésta, decide, con todo, la verdad, decide acordarse de ese vacío y llenarlo, es el poeta. Pero, en ese punto, la lengua está delante de él tan sola y abandonada a sí misma, que no se impone ya de ninguna manera –más bien (son todavía palabras, tardías, del poeta) se expone, absolutamente. La vanidad de las palabras ha alcanzado aquí verdaderamente la altura del corazón.

Extraído de Giorgio Agamben, Idea della prosa, Macerata, Quodlibet, 2002, pp. 29-31. Traducción: Diego Bentivegna.