jueves, 26 de diciembre de 2013

Herrera: sobre Las reliquias, en Hablar de poesía, nro. 28, diciembre de 2013

(Diego Bentivegna: Las reliquias - Alción Editora) Que nuestra vida comienza antes de nuestro nacimiento es algo que percibimos en la infancia misma, cuando la avidez de leyenda echa a volar nuestra imaginación por los caminos de las historias laboriosas de nuestros abuelos, últimos náufragos de la ola migratoria europea. Que nuestra vida no concluirá con la muerte, lo constatamos a medida que transmitimos las formas de amor que nos han sido legadas, ya sea al educar a un hijo o al escribir un libro. La vida de todo ser humano se extiende más allá de los límites que señalan su nacimiento y su muerte; ascendientes y descendientes aumentan nuestros años y nuestra experiencia, añaden aventuras del pasado y sueños del futuro a nuestros días. De idéntico modo opera la poesía que veneramos, la poesía que memorizamos: trae voces de otros tiempos y de otras lenguas a la nuestra, ahonda nuestro horizonte intelectual, dilata nuestra percepción del mundo. Si bien este tipo de conjeturas autobiográficas y nemotécnicas no son muy frecuentes en la literatura de nuestros días, la poesía del tiempo sentido (esa que trabaja con la memoria) siempre le ha reservado una zona a la ensoñación de los orígenes, tanto ancestrales como literarios. La palabra “nostalgia” encierra en su etimología el secreto de ese proceder: regreso y dolor son las dos voces griegas que la configuran, nóstos y algia. Tal la sístole y la diástole que impulsa la escritura de Las reliquias. Sorprende la calidad de este primer libro tardío de Diego Bentivegna, sorprende tanto por la entrañable potencia del sentimiento que impulsa su imaginación como por la enjundia de la escritura que lo realiza. Atrapa la índole de su inspiración, la singularidad de su “dictado de amor”, que nada tiene que ver con el arrebato, con los automatismos psíquicos o dialécticos. Las reliquias, en efecto, es un libro construido, pensado y elaborado a la manera clásica: tallado lenta y amorosamente en la madera del árbol de la memoria, árbol genealógico podríamos decir, tanto en lo que hace a vínculos de sangre como a afinidades literarias. “Es como entredormirse en la madera”, afirma el autor, “es el viento que gime / como legión de muertos que rodean la casa”. Esos muertos son sus abuelos italianos y las voces de algunos poetas de la misma lengua, especialmente dos de ellos, quienes redescubrieron con mirada pura y dolorosa la Italia humilde: Ungaretti y Pasolini. Al igual que Ungaretti, Bentivegna podría decir: ben nato mi sento / di gente di terra. También podría hacer suyo un verso de Pasolini: Io sono una forza del Passato. Sin líneas superfluas, con una coherente organización del material imaginativo, el volumen se impone como un todo concebido con inteligencia y realizado con arte. Seis capítulos configuran la obra: I. Las travesías, II. Rebaño místico, III. Un mundo que flota, IV. Las trincheras, V. El texto sembrado y VI. El niño expósito. Detengámonos en algunas de las escalas que pautan la odisea de sus mayores, los cuatro abuelos que emigraron de Italia hacia la Argentina en el siglo pasado. El primer capítulo evoca la travesía Nápoles-Buenos Aires. La obertura despliega la visión de la amplitud marina con el aliento propio de la oda. De hecho, pensé en Lugones, el Lugones de la oda “A los ganados y las mieses”, al leer los primeros versos: “El barco ahueca con su peso el agua / bajo las sombras ferrosas de la noche; / deja su surco sobre la masa blanda”. La inspiración se sostiene a lo largo del centenar largo de versos que continúan a los tres citados. Endecasílabos, alejandrinos y heptasílabos, alternándose con otros de sílabas pares, pautan el ritmo remansado de la expresión. Las imágenes se presentan como fragmentos de un gran mosaico de colores esmaltados, en el que se mezclan (sin llegar a unirse) los solares destellos del pasado italiano y las áridas sombras del presente argentino, imágenes “que arman sobre el agua su precaria patria”. El segundo capítulo (Rebaño místico) hinca la palabra poética en el desamparo interior de los abuelos exiliados. Los fantasmas de Domenico, Vittorio, Rosaria y Santina deambulan en una zona híbrida y gélida, hecha de turbios retazos de suburbio porteño y de luminosas reminiscencias de la tierra natal. Se destaca en este capítulo una dramática y conmovedora plegaria que libera el dolor de los emigrantes: “Ah, tómame del todo, Padre, / bébeme hasta el fondo, rápido: / siento que me desgarro en los olivos, / que escribo sin saberlo un poema con mi sangre…” El tercer capítulo (Un mundo que flota) está dedicado a Venecia, “la ciudad batracio”, según reza una bella imagen. Allí Bentivegna muestra su propio perfil atónito de sobreviviente: el de un nieto en el que se prolonga el dolor del exilio, “un extraño; / también él, un anfibio en esa tierra”. En los capítulos IV y V (Las trincheras y El texto sembrado), la pobreza, el “ascetismo hambriento”, los dialectos, el “sacro comunismo campesino”, el “culto de las madres”, la “cosecha colectiva” y otras mágicas semillas arcaicas germinan en la memoria nostálgica de Bentivegna, arraigan en su texto, dándole vida a piezas líricas de gran poder evocativo. Valga de ejemplo un fragmento, un pequeño cuadro que incorpora otro en su interior, en el que un chico “en su pureza meridional señala / desde el ícono una tierra / completamente bella: // la tierra manuscrita // regada por la luz / que cae desde lo alto / como el oro…” L’Italia, la tierra manuscrita ? espléndida metáfora del terruño trabajado a mano, surco por surco ? es la tierra legible, vale decir: la tierra con significado; opuesta, claro está, a la nuestra, indescifrable por el momento. En el capítulo final (El niño expósito) las evocaciones del pasado se concentran en un nudo de dolor en el que orfandad y poesía se funden. Dice por boca de su nieto el abuelo Vittorio: “En medio de la noche me abandonan / y soy apenas nada, / ni siquiera soy voz, soy solamente / un gemido…” Inmediatamente después de esta página, en un poema dedicado al “exterminador Vesubio” (“profeta formidable”), la imagen del abandono se hace extensiva a todo el mundo visible. La posibilidad de un mundo borrado por el fuego, la tierra baldía de la que habló Leopardi antes que nadie, se muestra en “visiones de Marte o de Saturno, / que bajan con las bombas a la tierra”. Completa la katábasis el relato del destino de su abuelo Vittorio durante la Primera Guerra Mundial: la clasificación de los cadáveres que llegan del frente. “Los organizo en filas; son como maniquíes / que por un encanto, por un soplo, podrían tener vida; / reviso la boca de muchachos ignotos / en los que tal vez persiste algún resto de tierra, / sus naranjos, su miel, su leche generosa”. Como puede observarse, no obstante la experiencia atroz, la esperanza no muere. Las últimas notas del libro son claras; prevalece el amor por la luz del “país de los limones”, “la tierna, dulce tierra de Italia, / con sus poetas tassos melancólicos”. Del conjunto de citas que, a manera de señales de amistad, Diego Bentivegna distribuye por sus textos, quiero copiar una de A. de Lamartine que de algún modo condensa la sensación que dejan en la memoria del lector muchas de las poesías de Las reliquias: “Cuando el horizonte de la mañana estaba límpido, veías brillar la blanca casa del Tasso, suspendida como un nido de cisne de un acantilado de roca amarilla, cortado a pico por las aguas”. Ricardo H. Herrera

jueves, 5 de diciembre de 2013

Mi Gramsci

Leído ayer, en la presentación de los Escritos sobre el lenguaje de Antonio Gramsci en la Universidad de Tres de Febrero. Mi Gramsci ¿Para qué? ¿Por qué Gramsci? Diría, en principio: porque es un lugar en el que algunas cosas se entrecruzan y resisten. Diría: también, porque algo en sus textos sobrevive. Es resistencia y es supervivencia. Comencé a pensar el problema del lenguaje en Gramsci hace añares, “hace mil años”, cuando Elvira, mi maestra, que ahora está frente a nosotros para presentar el libro, lo cual es para mí y para muchos que estamos acá objeto de alborozo, me llevó a investigar, en un proyecto de adscripción para su cátedra, las relaciones entre lenguaje y nación en el idealismo de Croce y de los estilistas y en sus derivaciones políticas explícitas, en especial en Gramsci. Después de muchos años, me interesa, en este libro que ahora, gracias al otro maestro mío, a Daniel, que confío en este proyecto para integrar su Biblioteca de Teoría, puedo presentar ante ustedes, pensar qué es lo que sobrevive de Gramsci, pensar, en un trabajo que atraviesa el tiempo, que hay un punto que en Gramsci sigue interrogándonos y que ese punto pasa, de manera sustancial, por el lenguaje. Es un problema el del lenguaje, que comienza a armarse en los primeros escritos del pensador sardo: los primeros documentos que nos llegan son los apuntes que, como asistente, el joven Gramsci prepara para los cursos de lingüística de su maestro, el profesor Matteo Bartoli, en la Universidad de Turín. Gramsci, que, como el gran poeta romántico italiano, Giacomo Leopardi, era muy enfermizo y jorobado (medían ambos, al parecer, no más de un metro con cincuenta) había llegado a la ciudad del Piamonte, la ciudad de Levi, de Einaudi y de Pavese, hacía muy poco, como en una novela del siglo XIX, con una beca especial que el rey otorgaba a los estudiantes sardos más aventajados, Turín era la universidad, pero también era por entonces la antigua capital del reino desde donde salió la unificación de Italia, y era, sobre todo, la sede de las grandes fábricas del nuevo reino y uno de los centros obreros más activos de Europa. Allí, entre los talleres mecánicos y las aulas, madurará la convicción política de Gramsci en quien Bartoli veía no sólo a un alumno diligente sino más bien a un “Arcángel” en las guerras -teóricas y políticas- por el lenguaje. El último texto de Gramsci, su último cuaderno, escrito cuando su salud había empeorado de manera palpable, entre la prisión y las salas de hospital, está dedicado de manera íntegra al lenguaje (Gramsci llama a ese cuaderno, más puntualmente, “Notas sobre la gramática”). El libro que presentamos vuelve, así, a un Gramsci diferente que es, sin embargo, un Gramsci primordial que lo atraviesa todo: Gramsci, como lingüista, o mejor, como un mancato lingüista. como algo que en sus escritos es siempre un esbozo y, en este sentido, permanece así, en su estado de proyecto, en su potencia. Gramsci, además, es como un nudo entre dos grandes continentes de la reflexión lingüística del siglo: Bartoli, su maestro, lo conectaba con la lingüística como ciencia histórica, atenta a las variedades dialectales, a la selva de los lenguajes italiana. Era la neolingüística, que más tarde, cuando Gramsci esté en la cárcel se transformará en una lingüística areal en la que espacio y tiempo, geografía e historia, extensión y diacronía, aparecen imbricados. Pero Gramsci se conecta también con el futuro en su manera de pensar el lenguaje: Piero Sraffa, un amigo a quien confiaba a veces los cuadernos que escribía de la cárcel, le habrá hablado seguramente de su amigo sardo a su otro amigo, a Ludwig Wittgenstein, durante su exilio en Londres, y algo del modo en que Gramsci piensa el lenguaje, -como un montaje de lo viejo con lo nuevo, como una ciudad con construcciones flamantes y con ruinas- está, quizá, presente en el segundo período del filósofo de Viena, con sus juegos, sus gestos y su economía del lenguaje. Pasolini dijo en sus últimos años que la literatura de Borges era para él, sencillamente, horrible. Y en eso, creo, hay algo de gramsciano, pero también hay algo de tensión con el modo en que Gramsci entiende la literatura: Cuando el sardo, en la cárcel, lee a Dante y a Pirandello, es decir proyecta una lectura futura, otro proyecto trunco, sobre el fundamento de la literatura italiana, Dante, y sobre quien sería, en la época en que Gramsci escribe, lo más cercano seguramente a un clásico, Pirandello, (en cierto sentido, podemos decir, su Borges) Gramsci no emite juicios de valor sobre esas obras: no son, en rigor, ni buenas ni malas, sólo son obras (como enseñaba de manera lúcida la estética de Croce), y no tiene sentido juzgar si son “muy buenas”, si son “excelentes” o si son “maravillosas”, como suelen hacerlo las melancólicas lecturas canónicas. Lo que hace Gramsci es ver cómo esas obras funcionan, cómo se insertan en procesos hegemónicos, cómo operan en el lugar en que se cruzan, pero también se escinden, los lenguajes. cómo están atravesadas por el poder y sus disputas. En el libro verán también cómo Gramsci defiende la enseñanza del latín en los liceos y cómo le recomienda a su familia, a su hermana, que le hablen a su sobrino en la arcaica lengua de Cerdeña, con sus plurales en s, con sus persistencias latinas. Verán cómo el pequeño jorobado piensa la norma como una construcción política, cómo el arcángel piensa, de manera proyectiva una lengua futura, una lengua nacional-popular en condiciones de ser habitada por la tradición literaria, plurisecular italiana, desde Dante a Ungaretti pero abierta también, como en la Comedia misma, a las variedades más amplias, a los registros más intensos. Una lengua no retórica, ni altisonante, una lengua arraigada en su condición de objeto histórico y complejo, variable y heterogéneo, múltiple y conflictivo. Es a este Gramsci el que este libro, ahora, después de todo, explora. Diego Bentivegna