sábado, 2 de enero de 2016

Marcelo Díaz reseña La pura luz para Espacio Murena

En la pura luz se despliega una poética exploratoria sobre los alcances de la memoria subjetiva desde la narración de la infancia: Tengo ocho años, tal vez nueve;/ como en los versos de Dalton/ lloro por las noches./ La lágrima, como un don que nace,/que no puede evitarse,/un estado del llanto. En esa experiencia pasada la lengua poética encuentra su límite, el habla apenas se transforma en un balbuceo donde se disuelve, o refracta, la significación y la poesía se convierte en una especie de refugio del silencio.
Un libro de poemas enunciado en un tono narrativo como si fuese la sucesión de imágenes, o escenas, en cámara lenta de un documental. Un edificio negro:/ una escuela:/ una iglesia:/ un hospital;/ la luz blanca:/ un hotel;/ los vidrios destrozados:/ una cancha, en un pueblo, con sus sierras. Esa mirada que se construye de manera distante, y objetiva, con respecto a la realidad observada convive con una voz más íntima: Estruja la pollera como un paño:/ (mamá me está mirando/sentada en un pasillo)./ Hospital de provincia,/ el aire es claro;/ hay un sol que desborda las ventanas./ Una bandada de jilgueros cruza/el paisaje lunar de las pantallas. Existen momentos para el poeta que están signados por una fisura, una grieta, que se identifica, al igual que en los poemas de Hospital Británico de Hector Viel Temperley, con la enfermedad, instancias en las que las preguntas acerca de cómo significan las palabras, o  cómo las palabras construyen puentes con el mundo, aparecen en forma de inquietudes que regresan de manera insistente.
Hay sentidos, y figuras, que son recurrentes. La vivencia de estar en un hospital de provincia, la representación enrarecida sobre la propia enfermedad como si el cuerpo estuviese separado por completo de la voz: soy solamente alguien/ -un tallo, una paloma-/ que tiene la cabeza/  llena de electrodos. Es el cerebro por momentos el centro de gravedad que define la órbita de la escritura: Dejar tan solo una huella seca,/ el cráneo con su círculo brilloso./ Reducirme a esa bola dura y refractaria/ donde la luz golpea como un viento. Al igual que las referencias a Wikipedia en el epígrafe del comienzo del libro sobre la actividad cerebral, el registro de algunos poemas se modifica, de un tono más lírico, por usar una expresión, a un tono más neutral, igual a esos informes médicos a los que asistimos cuando nos sentimos desfallecer en un espacio que no es nuestro hogar. Por ejemplo, aprendemos cómo los tártaros levantaban pirámides con las calaveras de sus víctimas después de una batalla: En las catacumbas del sur se conservan los cráneos de/ varias generaciones de difuntos. A veces, en algunas fechas/ predeterminadas, se puede descender todavía hoy a las galerías/ subterráneas, elegir una calavera y adoptarla. La elección de una calavera, la disposición de los huesos, es un signo y una llave para conectarnos ya no con una memoria íntima sino más bien colectiva, en otros términos es otro puente esta vez para encontrarnos con nuestros antepasados.
Pareciera ser que la voz del poeta en el presente se refracta en voces superpuestas como la  del niño en una suerte de regresión. Todas voces en diferentes tonalidades, y direcciones, reunidas en una lengua extraña en pleno movimiento. A modo de analogía, podríamos pensar que en estos poemas se revisa  la tensión entre la idea de mapa y la noción de territorio, o entre lenguaje y mundo real, tensión que se resuelve en la escritura poética en una especie de zona de contacto entre esos dos planos por fuera de la luz de las horas.

Marcelo Dïaz (Rio Cuarto, 1981). Poeta, docente, crítico.