jueves, 10 de agosto de 2017

Reseña

Irene Gruss, 
Entre la pena y la nada.
Buenos Aires, Del Dock, 2015, 58 págs.
en Hablar de poesía, 35 (agosto o de 2017)
Es habitual: Entre la pena y la nada, el último libro de Irene Gruss (Buenos Aires, 1950) se abre con una serie de epígrafes. Son tres: uno, el más extenso, está extraído de Las palmeras salvajes, de William Faulkner, y en él están las palabras que dan título al libro. Los otros dos son de los diarios de Cesare Pavese y de la poesía de Charles Baudelaire.
La elección de los fragmentos es, por supuesto, significativa. Ellos trazan un espacio poético eminentemente moderno: el espacio que se abre con las Flores del mal, y que tiene su momento clásico en las poéticas de mediados de siglo XX, la época de Faulkner y de Pavese: poéticas posteriores a las vanguardias, menos estridentes y enfáticas, más calmas (para retomar uno de los títulos de la propia poeta) y reflexivas y, visto el panorama desde hoy, más persistentes que ellas.
Algunos de los poemas que integran Entre la pena y la nada están prácticamente construidos mediante el montaje de materiales heterogéneos, verbales y visuales, que dan cuenta del canon de la que escribe, desde Virgina Wolf a Juana Bignozzi,  desde las apariciones de Anna Magnani en el cine de posguerra a Philip Dick. La condición polifónica es lo que sostiene en gran parte estos poemas de Gruss. Sus textos son máquinas perceptivas de las voces del otro: escribir poesía ya no es entonces hallar una voz propia. Por el contrario, lo que se desprende de ellos no es la de la poesía como propiedad, de la poesía como voz propia, que atraviesa una parte de las exploraciones de los poetas de su generación. En los textos de Gruss prima, más bien, la voluntad de situarse donde una voz está en condiciones de confluir con otras, como sucede ya en el poema que abre el libro, que reescribe la expresión “plegarias atendidas” de Teresa Ávila que, a su vez, fue retomado en el siglo XX por Truman Capote como título de uno de los libros en lengua inglesa más logrados. Se trata de propiciar, en estos cruces, en estas apropiaciones, en estas traducciones, la poesía.
En los epígrafes de Entre la pena y la nada hay una falta que resulta sintomática. Es la del nombre que a medida que avancemos en la lectura del libro será una aparición obsesiva: la del peruano César Vallejo. Recientemente, se publicaron en nuestro país una selección de escritos en prosa de Vallejo, en su mayoría crónicas escritas desde Europa para diferentes medios hispanoamericanos. Algo que se desprende de esas crónicas, casi un siglo después de su publicación, cuando el mundo del que hablan, -entre el stalinismo, el fascismo histórico, los frentes populares y la guerra civil española-, aparece como inexorablemente enterrado, es la capacidad de Vallejo para percibir el modo en que la escritura se define en relación con la vida y con sus espacios de politización. Es, si se quiere, una percepción biopolítica, para la que lo viviente se dirime en un espacio liminar, en un umbral. Creo que la presencia de Vallejo en estos poemas Gruss puede leerse en relación con la condición liminar.
Como la poesía de Vallejo, que entra y sale en diferentes lugares de Entre la pena y la nada (sobre todo la de Poemas humanos y la de España, aparta de mí este cáliz), la última poesía de Gruss discurre por los umbrales. Por un lado, la situación de la que escribe es una situación que ve la vida desde una condición que tiene algo de postludio, para retomar la expresión del último Gotffried Benn, cuyos climas otoñales y su percepción de lo cotidiano parecen análogos, más allá de una influencia directa que no es comprobable en principio a través de citas y comentarios, en Gruss. Así, al inicio del libro hay una serie de poemas que captan una situación melancólica, en los que la que escribe lo hace desde un momento posterior a la fiesta, desde el después de una reunión.

Jabón y agua tibia arrastran lo que quedó de la fiesta.
Todavía no es rancio el perfume del vino
y el ahora pastoso barrido de los platos es burbuja
que salta en un mover sagrado;
otra vez la vajilla sin mácula, nada que reste de alegría
esmerada en un durar interior.
Lo que brilla es pasado y preparación para lo que urge, lo que se aproxima.

En un misma serie liminar, el balcón como espacio de un “entre”, como un “entre lugar”, se tematiza de manera explícita como el espacio desde el que Gruss piensa la poesía. Como en un poema en el que la que escribe mira desde su balcón a una anciana en un balcón vecino que está estrujando un trapo, y que, por su capacidad de concisión y de economía, puede ser visto como una síntesis del modo en que en estos últimos años Gruss escribe sus versos:
Esa vieja a lo lejos apenas puede colgar en la soga un repasador,
antes lo retorció pero ya no es como antes,
cuando la fuerza era ciega y
eran sábanas, toallones, el mameluco de su hombre, los
infinitos
calcetines, no, ahora ya no (….)

El balcón, como lugar que es al mismo tiempo de la casa, pero que es ya un afuera. La poesía, su escritura, como una práctica que remite a un acto de apartamiento voluntario del mundo –nada más solitario que el acto de escritura- pero que, en ese mismo gesto, se abre hacia un afuera. Como una práctica de escritura de sí, pero no como ejercicio de clausura o de cierre, sino como forma de exteriorización.
 Se ha hablado de manera insistente de la poesía de Gruss como una poesía de lo cotidiano, en serie con las poéticas de los años en que se formó junto con otros miembros de su misma generación con los que comparte evidentes afinidades y confluencias, como Daniel Freidemberg o Jorge Aulicino. Sin embargo creo que en Gruss lo cotidiano, más que algo del orden de lo que puede ser sin más constatado, parece ser, más bien, algo del orden de lo problemático, de lo efímero. Y eso tiene consecuencias en el estatuto mismo de la palabra del poema. En Gruss, ella no es un simple fin en sí misma, como en las alturas neoclásicas, ni un espacio de comunicación como en la poesía de lo cotidiano, ni mucho menos un goce en el derroche neobarroco, sino condición significante, profundidad, opacidad. Sus marcas son las una memoria familiar hecha de fragmentos significantes, a una cripta doméstica, que habita las palabras de la que escribe, como en el texto que le dedica su madre:
Tu nombre está incrustado en el nombre de
Tu madre como una i, se adosa
Cual baba pegadiza y blanca
a modo de reparación de una escultura rota (…)

La presencia de lo otro, encarnado en las personas o plasmado en los objetos, no es materia de una mímesis que pudiera pensarse como simple y directa, sino un trabajo de elaboración y de síntesis en la que hay un resto que permanece como no nombrado, una zona que aparece como comunicable. Como resistente a la palabra.
Es en ese lugar al mismo tiempo extrañado y melancólico, entre la pena y la nada, donde habita la poesía más reciente de Gruss.


                                                                       Diego Bentivegna