viernes, 5 de mayo de 2017

Marcelo Díaz, sobre Geometría o angustia

Para Otra parte.

LITERATURA ARGENTINA

Geometría o angustia

Diego Bentivegna, Geometría o angustia, Pre-Textos, 2016, 96 págs.
 
Marcelo D. Díaz

La poética de Geometría o angustia explora nuevamente los alcances de la memoria subjetiva. En la experiencia del pasado la lengua poética encuentra una frontera, el habla se disuelve y la poesía se convierte en una suerte de traducción de una secuencia de acontecimientos personales enunciados en tono narrativo. Al igual que en textos anteriores de Diego Bentivegna, convive en estos una mirada distante y objetiva con una voz más íntima.
La experiencia del pasado está construida como una serie de maquetas donde cada pieza tiene una significación y no puede faltar ninguna porque, de lo contrario, la estructura que la sostiene se desintegraría. Como con los modelos montables de aviones de plástico que le regalaban al poeta hace tiempo, si un componente llega a estar ausente la reproducción a escala no se completa: “Me gusta / el olor del pegamento que traen esos modelos, / el olor a planta industrial en Kioto o Hiroshima. / Me gusta el circulito rojo / que los aviones usan como insignia. / Ese círculo rojo es de una pulpa / casi transparente, / de una sustancia angélica. / Hay que adherirlo con agua al fuselaje / cuando todas las piezas del avión ya están montadas. / Ese círculo es el sol naciente. / El piloto es, por un segundo, el soberano. /Se ve el cosmos”. Hay un núcleo estable, una especie de gravedad, un registro o un tono, que mantiene en orden y en equilibrio los poemas a lo largo de todo el libro, una voz gravitando entre una forma testimonial y una enunciación cercana a la lírica, sin por eso ser intimista o confesional.
La memoria subjetiva sincroniza con la memoria colectiva. Así, las representaciones que componen la imaginación popular se filtran en la escritura de nuestra trama personal mediante películas, manuales escolares, enciclopedias o canciones, y en esa constelación de fechas del pasado y geografías distantes en el espacio aparecen personajes históricos del siglo XX: “Oppenheimer recuerda como de la nada el verso ‘yo / soy el destructor de los mundos’, y nombra / a Vishnu en sánscrito. ‘Algunos’ ­–agrega, / hablando de la prueba del 45 / ‘lloraron, otros rieron, pero en todos los casos, / ya nadie fue después el mismo’. / El cráneo calvo y ovalado / brilla como el de un ser de otra galaxia; su imagen / se funde en la pantalla con el humo de la bomba / y con el polvo de los desiertos de Arizona o de Nuevo México”. La referencia al físico Oppenheimer, que participó en el desarrollo de la bomba atómica, se integra con un marco historiográfico bélico y distópico: ensayos de simulacros escolares para protegerse de bombas, aviones que caen en el mar de la Antártida, fábricas de armamentos, niñas de nueve años que les escriben cartas de amor a los soldados como si la escritura no tuviera otro destino que convertirse en una crónica del final de los tiempos o un testimonio sobre el fin del mundo.
Si la tarea de la poesía es la de traducir aquellas experiencias que no encuentran un correlato exacto en la lengua, en este libro esa idea aparece como urgencia cuando no necesidad. Del mismo modo que hay un desplazamiento en el tiempo, una regresión al pasado, hay otro desplazamiento (a la manera de una migración) del orden del idioma. La lengua madre recupera y combina las formas, como significantes tal vez, de lenguas eslavas, del alemán, del húngaro, del sánscrito, buscando articular en una misma voz lo que no se puede enunciar por completo, una voz que reproduce el eco implacable de lo ya vivido y regresa para instalarse de modo definitivo en nuestro presente.