Texto leído en ocasión de la proyección del documental La guerra de un solo hombre (Francia, 1981) en el Centro Cultural Ricardo Rojas de Buenos Aires el 14 de abril de 2009.
Desde el ensayo El laberinto de la apariencia, de 1964, y la película “…(puntos suspensivo)”, de 1970, la obra de Edgardo Cozarinsky se ha venido moviendo entre lo ensayístico (El museo del chisme), la crítica (las reseñas de cine en revistas como Sur, la reflexión en torno a las relaciones entre Borges y el “cinematógrafo”), el film, el cuento, la novela. Producto en gran parte del microclima culturalmente benéfico del Buenos Aires de principios de los 60 (Facultad de Filosofía y Letras en la calle Viamonte, Barrenechea-Pezzoni, Borges profesor de Literatura Inglesa, José Bianco jefe de redacción de la revista Sur, etc.), Cozarinsky es, como muchos de los grandes nombres de la literatura argentina, alguien que filma y que escribe en un lugar que se parece a una cripta o un barrio de pasajes: que escribe entre una fuerte pertenencia porteña y un impulso que podemos llamar “cosmopolita”, impulso o pulsión que en gran parte se manifiesta en un modo-Cozarinsky de registrar lo urbano (Buenos Aires y París, sobre todo; pero también Tánger, Budapest o Sevilla) en películas como Bulevares del crepúsculo (1992), Fantasmas de Tánger (1997), Ronda nocturna (2005).
La crítica ha insistido en la idea de que lo que atraviesa los diferentes registros estéticos en los que trabaja Cozarinsky es un trabajo casi artesanal en torno a los modos del relato. El narrador de Cozarinsky (o el narrador-Cozarinsky) manifiesta, en este punto, zonas de contacto con el sujeto que describe Walter Benjamin. Así como el narrador de Benjamin se articula con configuraciones discursivas pequeñas como el apólogo o el refrán, capaces de funcionar como instancias de aglutinamiento de la experiencia, el narrador-Cozarinsky trabaja sus narraciones en torno también a una forma de discurso mínima y fugaz: el chisme, un habla que desmenuza en su ensayo Sobre algo indefendible, de 1973, y que retoma en su más reciente Museo del chisme. El chisme, que articula eficacia narrativa, juego de lenguaje y dosificada maledicencia, puede funcionar en este sentido, al modo de los diarios kafkianos, como el lugar textual donde se pone en funcionamiento toda una maquinaria de relatos que adquieren forma sea en un texto escrito, sea en una charla o en una columna de un suplemento cultural, sea en un film. En narraciones de dificultosa clasificación genérica como las que se reúnen en Vudú urbano (1985), La novia de Odessa (2002), El rufián moldavo (2005), Tres fronteras (2006), Cozarinsky explora las distintas formas del viaje y los diferentes modos de desarraigo. Aquello que la producción de Cozarinsky revisa y reelabora en estos textos es, así, un cúmulo de experiencias que atraviesa aquello que denominamos “el siglo” (la experiencia del exilio, la experiencia de la guerra, la experiencia de la muerte: las distintas formas, en fin, de “pasión por lo real”).
“Tengo la impresión de ser un poco monje y un poco guerrero”, ha dicho Cozarinsky en una entrevista publicada en La nación en 1999. La frase recuerda, sin forzarla demasiado, a Ernst Jünger -a quien Cozarinsky dedica el documental La guerra de un solo hombre (1981), que acabamos de ver- considerado como uno de los portavoces más sólidos de la “revolución conservadora” en los años de la república de Weimar: un escritor-soldado, un escritor coleccionista de insectos y de líquenes, que, como sabemos, vistió el uniforme del ejército del Reich en las dos guerras mundiales, escribió a partir de ello algunos de los textos con los que el siglo veinte se ha pensado a sí mismo de la manera más desgarrada y menos previsible (Tormenta de acero; los dos gruesos volúmenes de Radiaciones, los diarios, dedicados a la segunda guerra) y que, a partir de 1945, vivió cada vez más tiempo retirado en Wilflingen, un pequeño pueblo del sur de Alemania, en Suabia, a pocos kilómetros de la Selva Negra, donde murió ya centenario a las puertas del siglo XXI.
Desde el ensayo El laberinto de la apariencia, de 1964, y la película “…(puntos suspensivo)”, de 1970, la obra de Edgardo Cozarinsky se ha venido moviendo entre lo ensayístico (El museo del chisme), la crítica (las reseñas de cine en revistas como Sur, la reflexión en torno a las relaciones entre Borges y el “cinematógrafo”), el film, el cuento, la novela. Producto en gran parte del microclima culturalmente benéfico del Buenos Aires de principios de los 60 (Facultad de Filosofía y Letras en la calle Viamonte, Barrenechea-Pezzoni, Borges profesor de Literatura Inglesa, José Bianco jefe de redacción de la revista Sur, etc.), Cozarinsky es, como muchos de los grandes nombres de la literatura argentina, alguien que filma y que escribe en un lugar que se parece a una cripta o un barrio de pasajes: que escribe entre una fuerte pertenencia porteña y un impulso que podemos llamar “cosmopolita”, impulso o pulsión que en gran parte se manifiesta en un modo-Cozarinsky de registrar lo urbano (Buenos Aires y París, sobre todo; pero también Tánger, Budapest o Sevilla) en películas como Bulevares del crepúsculo (1992), Fantasmas de Tánger (1997), Ronda nocturna (2005).
La crítica ha insistido en la idea de que lo que atraviesa los diferentes registros estéticos en los que trabaja Cozarinsky es un trabajo casi artesanal en torno a los modos del relato. El narrador de Cozarinsky (o el narrador-Cozarinsky) manifiesta, en este punto, zonas de contacto con el sujeto que describe Walter Benjamin. Así como el narrador de Benjamin se articula con configuraciones discursivas pequeñas como el apólogo o el refrán, capaces de funcionar como instancias de aglutinamiento de la experiencia, el narrador-Cozarinsky trabaja sus narraciones en torno también a una forma de discurso mínima y fugaz: el chisme, un habla que desmenuza en su ensayo Sobre algo indefendible, de 1973, y que retoma en su más reciente Museo del chisme. El chisme, que articula eficacia narrativa, juego de lenguaje y dosificada maledicencia, puede funcionar en este sentido, al modo de los diarios kafkianos, como el lugar textual donde se pone en funcionamiento toda una maquinaria de relatos que adquieren forma sea en un texto escrito, sea en una charla o en una columna de un suplemento cultural, sea en un film. En narraciones de dificultosa clasificación genérica como las que se reúnen en Vudú urbano (1985), La novia de Odessa (2002), El rufián moldavo (2005), Tres fronteras (2006), Cozarinsky explora las distintas formas del viaje y los diferentes modos de desarraigo. Aquello que la producción de Cozarinsky revisa y reelabora en estos textos es, así, un cúmulo de experiencias que atraviesa aquello que denominamos “el siglo” (la experiencia del exilio, la experiencia de la guerra, la experiencia de la muerte: las distintas formas, en fin, de “pasión por lo real”).
“Tengo la impresión de ser un poco monje y un poco guerrero”, ha dicho Cozarinsky en una entrevista publicada en La nación en 1999. La frase recuerda, sin forzarla demasiado, a Ernst Jünger -a quien Cozarinsky dedica el documental La guerra de un solo hombre (1981), que acabamos de ver- considerado como uno de los portavoces más sólidos de la “revolución conservadora” en los años de la república de Weimar: un escritor-soldado, un escritor coleccionista de insectos y de líquenes, que, como sabemos, vistió el uniforme del ejército del Reich en las dos guerras mundiales, escribió a partir de ello algunos de los textos con los que el siglo veinte se ha pensado a sí mismo de la manera más desgarrada y menos previsible (Tormenta de acero; los dos gruesos volúmenes de Radiaciones, los diarios, dedicados a la segunda guerra) y que, a partir de 1945, vivió cada vez más tiempo retirado en Wilflingen, un pequeño pueblo del sur de Alemania, en Suabia, a pocos kilómetros de la Selva Negra, donde murió ya centenario a las puertas del siglo XXI.
Diego Bentivegna