"si no hay perturbación, no corresponde que haya deseo de conservarse ni temor de perderse".
viernes, 11 de enero de 2013
José del Valle: Obituario de Isaías Lerner
Querida Argentina:
Te escribo con el corazón en un puño para decirte la muerte de uno de los tuyos. Isaías Lerner falleció anteanoche en su casa del neoyorquino barrio de Chelsea. Murió de una singular forma de cáncer de pulmón, una que, según parece, suele afectar a obreros de la construcción. Murió pues un obrero de la filología (“una profesión como otra cualquiera”, insistía Isaías), minero de un archivo que trabajó con tesón y afecto, con erudición e ironía cervantina. Nacido en Buenos Aires y de origen judío, vivió su juventud en Callao, muy cerca de Corrientes. Dio clase de latín y griego en el Nacional de Buenos Aires y fue secretario del Instituto de Filología. Y, como para tantos latinoamericanos, llegó el exilio. Se instaló en EEUU, en Illinois primero, donde realizó el doctorado, y en Nueva York después, en cuya universidad pública, CUNY (City University of New York), ejerció la docencia hasta el pasado mes de mayo. Su compromiso con la institución y, a través de ella, con la educación pública fue generoso e inquebrantable. Supe un día, ya hace años (cuando los sobresaltos de Nueva York eran muy otros), que, además de los cursos de doctorado que le correspondía impartir, daba una clase de historia de la lengua voluntariamente los lunes por la noche en nuestro campus de Harlem, en el City College of New York. Cuando le pregunté, sorprendido, por ese arreglo, me contestó: “Para ir a Harlem por la noche a estudiar historia de la lengua, hacen falta dos cosas: un par de cojones y muchas ganas de aprender. Y a gente así yo le doy clase gratis”. Y así era que los lunes por la noche se ganaba el afecto y la admiración de jóvenes (y no tan jóvenes) estudiantes que escuchaban cautivados (según me ha relatado más de un testigo) las vicisitudes de yod, las singularidades del lenguaje de Berceo, las manías perfeccionistas de Alfonso El Sabio y la crisis de las sibilantes. Fue Isaías uno de los más finos lectores de El Quijote. Es suya, de hecho, una de las más emblemáticas ediciones del clásico, que emprendía con Celina Sabor de Cortazar. No era una edición más. Se nos leía el Quijote desde América (“La Americana” le llaman algunos a esta edición) y, en el acto, se hacía un reclamo trasatlántico de la propiedad cultural y crítica del preciado texto cervantino. La sombra de Isaías es larga y ancha, y su legado intelectual queda no sólo en las bibliotecas del mundo que se precien de serlo sino en la sabiduría y espíritu crítico de innumerables exalumnos y colaboradores en quienes dejó las marcas de su inteligencia y de su afecto. En los once años que fuimos compañeros de trabajo, no tuve aliado más fiel, mentor más lúcido y generoso. En los dos últimos, en que me tocó ser director de departamento, en que me tocó la humillante tarea de ser jefe de Isaías, guerreamos incesantemente. Fue el más formidable de mis adversarios y el más entrañable de mis amigos. Lo echaré de menos. Le lloraré al vacío que deja. Honraré su memoria, Argentina, como sé que tú harás.
Emocionadamente, José