Queda un cuerpo: el último Pasolini
Bentivegna es traductor de Pasiones heréticas y La Divina Mimesis, entre otras obras de Pasolini.
En la mañana del 2 noviembre de 1975, día de difuntos, una vecina de ostia, en las cercanías de roma, encontró el cuerpo de un hombre de unos cincuenta y cinco años en las playas de la ciudad. El muerto era Pier Paolo Pasolini y su cadáver había sido sometido a una serie de actos de violencia inusitada.
En la misma noche de aquel 2 de noviembre, las autoridades policiales detendrían al presunto culpable, al que interceptarían mientras manejaba el auto de la víctima, un Alfa Romeo 2000 Gt. El sospechoso se llamaba Pino Pelosi. Tenía diecisiete años y contaba con antecedentes en el robo de autos. Pasolini lo había conocido en la noche del primero de noviembre, día de todos los santos, en un bar cercano a la estación ferroviaria de Términi, zona que solía frecuentar por las noches en sus búsquedas sexuales por la capital italiana.
El día anterior a su asesinato, Pasolini se había encontrado con el periodista Furio Colombo. Más que un reportaje, el encuentro con Colombo –un conocido miembro de la élite intelectual de la izquierda italiana, consultor de la RAI, profesor en el área de comunicación de la Universidad de Bolonia y articulista en los más prestigiosos medios de la época– fue un choque, una lucha cuerpo a cuerpo. Y es que Pasolini, que había sido objeto de encono por parte del Centro democristiano y, ni hablar, por la derecha fascistoide, se había transformado también, con su rechazo visceral del desarrollo ligado al consumo, con sus críticas en verso a algunas actitudes de los jóvenes del ’68 y su posición contraria al aborto, en una figura indigerible para el progresismo italiano.
Eran los años setenta. Por entonces, Roland Barthes –con su obra crítica Pasolini dialogaba desde los años sesenta y Sade, Fourier, Loyola forma parte de los textos citados en los créditos de su última película– volvía a las lecturas de una tradición alternativa a la de la Ilustración, de De Maistre a Flaubert. Michel Foucault, que escribe en 1977 sobre el documental pasoliniano Comizi d´amore y que tomará, tal vez, del ultimísimo Pasolini, el Pasolini corsario, el título de su seminario final en el College de France, El coraje de la verdad, manifestaría públicamente, cuando los años setenta terminaban, su fascinación por la revolución islámica de Irán. Por ello será acusado de oscurantismo y de critpofascismo por la más ramplona crítica iluminista de Habermas y allegados. Como en los gestos de esos pensadores franceses, que sintomáticamente escribirán sobre la condición sadeana (mejor que sobre el sadismo) del último filme de Pasolini, hay en él, sobre todo en sus escritos tardíos, algo que es del orden de lo no integrado, de lo irreductible, de lo que no llega a encajar del todo con el presente. No se trata, por cierto, de un posicionamiento melancólico, como pensaban los intelectuales progresistas como Colombo y como aún puede apreciarse hoy en las lecturas que filósofos como Antonio Negri o Paolo Virno hacen del último Pasolini. No. No es la puesta en juego de una “pasión triste”, como diría Spinoza, un filósofo al que Pasolini, no casualmente, presenta en Porcile y en el epistolario pasoliniano. Es, más bien, algo en lo que ha insistido en un estudio reciente Georges Didi-Huberman (Supervivencia de las luciérnagas), algo del orden de una anacronía deliberada, como si Pasolini interviniera desde la poesía, desde el ensayo, desde el teatro o desde el cine como una suerte de testimonio, como un sobreviviente, en un momento en que Italia, y por cierto gran parte del mundo occidental, vivía su mirácolo: un momento de expansión económica, de “bienestar” y, al mismo tiempo, de aumento creciente de las tensiones sociales y políticas.
En relación con la nueva realidad social del “desarrollo”, que veía como una tendencia nefasta e irreductible hacia la unificación y la destrucción de lo arcaico y que pensó en sus Escritos corsarios como “mutación antropológica” y como “genocidio cultural”, Pasolini se pensó a sí mismo como una “fuerza del pasado”. Lo hizo en uno de los poemas incluidos en Poesía en forma de rosa, de 1964, el libro con el que se cerraba el ciclo de los grandes poemarios integrado por Las cenizas de Gramsci y por La religión de mi tiempo. Son versos que, como suele suceder a lo largo del cuerpo textual (el corpus) pasoliniano, exceden los confines de una obra delimitada. Se dispersan; migran hacia otros soportes, se configuran en otros formatos. Se encuentra, así, en La ricotta, el mediometraje con el que Pasolini colabora en Ro Go Pa G, un colectivo fílmico con Roberto Rossellini (es decir, con un director asociado a la tradición del neorrealismo y el programa de generar una cultura nacional-popular para la nueva Italia) y con Jean-Luc Godard (es decir, con el cine en su estadio de modernidad tardía), donde puso esas mismas palabras en boca de Orson Welles. En un juego complejo de identificaciones y de desplazamientos, Welles, es decir, la encarnación del cine clásico y un obsesivo objeto de culto para los lectores, como el propio Pasolini, de Bazin y de los Cahiers, asume en La ricotta el papel de un abrumador director de cine en trance de filmar una película sobre la pasión de Cristo, plagada de referencias a la pintura del manierismo del siglo XVI, que Pasolini había estudiado con dedicación a partir de las lecciones de uno de sus maestros, el crítico de arte Roberto Longhi, cuyas lecciones seguía en sus años de estudiante en Bolonia.
Longhi fue, en el corazón del siglo XX italiano atravesado por el fascismo, la ocupación alemana, la resistencia y la fundación de la república, el primer propulsor del redescubrimiento de la pintura de Caravaggio. Entre los papeles póstumos de Pasolini hay un escrito breve dedicado a la luz en, precisamente, Caravaggio, acaso un último homenaje a su maestro. Como en el pintor del siglo XVII –que fue asesinado en circunstancias oscuras y cuyo cadáver apareció, como el del cineasta, en una playa del Tirreno–, Pasolini lleva hasta el límite las posibilidades de lo exhibible, las potencias de lo mostrable. Trabaja de manera deliberada con lo abyecto, con el rechazo, con lo que puede llevarse hasta el extremo.
Terminada la etapa de las fugas hacia las periferias de Europa (el Friuli, los suburbios de Roma) y del Tercer Mundo (India, Grecia, África, Brasil, al que llama “la nueva patria de uno”), el ultimísimo Pasolini estaba emprendiendo otro tipo de viajes, tal vez más extremos. En efecto, en los días previos a su muerte, Pasolini había dado forma definitiva a Saló, el filme basado en una lectura de Los ciento veinte días de Sodoma, del Marqués de Sade.
En 1975, además, también a pocos días del hallazgo del cadáver de su autor, la editorial Einaudi publicaLa Divina Mimesis. El título retoma el nombre del libro más importante del crítico alemán Erich Auerbach, a quien Pasolini admiraba incondicionalmente desde los años cincuenta, cuando, junto con otros jóvenes intelectuales y poetas de su edad, fundó en Bolonia, la ciudad en la que había nacido en 1922 –hijo del matrimonio formado por un oficial del ejército partidario del fascismo y por una maestra oriunda del Friuli– la revista Officina. En la lectura que propone Auerbach del canon literario de Occidente, Giotto forma parte de una tríada con San Francisco y con Dante. Esa tríada señalaba el nacimiento de una nueva literatura, surgida de la potencia mercantil y cultural de las ciudades libres, de las fraternidades franciscanas, de las fiestas florales y primaverales: una literatura vital y celebratoria, abierta al registro de lo variado y lo múltiple.
La póstuma “forma-proyecto” pasoliniana
Pasolini había publicado su primer libro en 1941, a los diecinueve años. Era un libro de poesía, se llamabaPoesías a Casarsa y estaba escrito, en un acto de desvío frente a la cultura monoglósica del fascismo de entonces, en una variedad lingüística periférica y minoritaria: la friulana, la lengua de la madre. Esos versos, que cantaban la vida y la diferencia de los jóvenes campesinos friulanos, fueron reescritos por su autor en sus últimos años en un nuevo friulano, menos arcaico y delicado, deliberadamente impuro, para celebrar no ya ese cúmulo de erotismos y vitalidad del pasado, sino más bien para llorar su muerte.
La nueva juventud, el resultado de esa reescritura descarnada, está inmerso en una visión sombría. Esas reescrituras son paralelas a su relectura de las Jornadas, de Sade, que traslada a los últimos años del régimen fascista, el período final del gobierno de Mussolini, títere del Reich de Hitler. En rigor, la película de Pasolini no habla tanto de aquel viejo fascismo histórico mussoliniano, con sus ritos de opereta, su vitalismo, su grandilocuencia dannunziana. El filme es, más bien, un gesto que pide ser leído en función de la crítica al “nuevo fascismo”, un fascismo reticular (“capilar”, según la expresión de Pasolini), sostenido en la utopía del consumo y la falsa tolerancia, mucho más eficaz que el fascismo arqueológico de los años cuarenta, visto siempre como un todo altisonante y más bien lejano –algo entre lo opresivo, lo risible y poco confiable– por parte de los sectores populares.
Al mismo tiempo, en sus últimos días, Pasolini estaba trabajando en un proyecto narrativo desmesurado, que iría cambiando de título a lo largo del proceso de redacción y que será publicado por Einaudi bajo el nombre de Petróleo, hasta 1992, al cuidado del filólogo Aurelio Roncaglia.
Tal como la conocemos, Petróleo es una novela heteróclita y conflictiva, un unicum bajtiniano en la que se fagocitan materiales de toda clase. En un estudio memorable (Pasolini contra Calvino. Por una literatura im-pura), la crítica Carla Benedetti ha visto en ese texto la puesta en juego de una máquina de escritura que, en realidad, es la máquina de escritura del último Pasolini: la “forma-proyecto”, sostenida, como en un acto performático, por un cuerpo: por el autor en “carne y hueso”; como leemos en la carta a Alberto Moravia, con la que se cierra la novela.
Petróleo es, por cierto, una novela, pero es también muchas otras cosas a la vez. Es un viaje, una alucinación, un poema sacro en prosa tensionado entre la Comedia dantesca, el doble de Dostoievsky y el fondo de la noche celiniana. Es, tal vez –una tesis en la que recientemente ha insistido el escritor Emanuele Trevi en su reciente libro Qualcosa di scritto– un relato sobre la iniciación, sobre lo sacro y sobre sus relaciones con la androginia, con la violencia y con la muerte. Y es, básicamente, el relato de una vida.
Pero la vida de Petróleo no es ya una “vida violenta”, como la de los jóvenes de los suburbios romanos que habían sido el motor erótico y lingüístico de la narrativa híbrida pasoliniana de los años cincuenta. Es la historia de un joven ingeniero de la clase media ilustrada, Carlo Valletti, un intelectual de izquierda con simpatías hacia el catolicismo progresista, que se desdobla, de manera imprevista, en una tarde más bien tediosa en un barrio acomodado pero ya algo decadente de la Roma de fines de los años cincuenta, en un segundo Carlo. Si el “primero” es un sujeto cuyo cuerpo aparece en algún punto sublimado, el “segundo” Carlo es, básicamente, un sujeto libidinal, entregado a las peregrinaciones sexuales y –a su manera angustiante y desgarrada– a las pulsiones de la vida.
Como los grandes proyectos literarios del siglo XX, de La montaña mágica al Arcoiris de la gravedad, el texto póstumo de Pasolini puede absorberlo, al parecer, absolutamente todo, y eso involucra también la puesta en evidencia del propio mecanismo narrativo que la genera. Se trata, como leemos en uno de los apuntes (el 37) que integran Petróleo, de una decisión, “que no es la de escribir una historia, sino la de construir una forma […]: forma que consiste sencillamente en ‘alguna cosa escrita’ [qualcosa di scritto]”.
Para narrarlo todo en un estado alucinado y condicional, en un corpus inestable, para registrar las articulaciones de cuerpos, escrituras y poder, Pasolini debe explorar una forma que opera por indeterminación (qualcosa…), debe encontrar un diagrama: es la forma del “proyecto”, la forma “informe”, viscosa como la sustancia que nombra, que se sostiene una “ficción filológica”. Según esa ficción, Petróleo sería el resultado de la confluencia de cinco manuscritos que sobreviven al autor (uncorpus que resta) y tendría, por lo tanto, una condición póstuma, abierta y provisoria desde la cual sostener, como ha pensado Daniel Link en sus intervenciones desde Argentina sobre Pasolini y la moral de lo minoritario, nuevas y alternativas formas de vida.
En una entrevista publicada en Stampa Sera seis meses antes de su asesinato, Pasolini afirmaba: “Empecé un libro que me tendrá ocupado durante años, tal vez por el resto de mi vida. No quiero hablar de él…; basta saber que es una especie de ‘suma’ de todas mis experiencias, de todas mis memorias”.
Hoy, de ese libro alucinado, de esa suma monstruosa, nos quedan las casi seiscientas páginas dePetróleo. No es, sin embargo, un final de recorrido para la escritura pasoliniana. Menos aún es un confín o un límite. Es más bien un componente más de un corpus híbrido (que filma películas, redacta narrativa, saca fotografías, interviene de manera intempestiva en los medios escritos y audiovisuales, escribe poesía, proyecta obras de teatro), proliferante y en mutación, que pone en juego el poder irreductible de la palabra: esa potencia en la que, como afirma desde hace años Giorgio Agamben –que cubrió el rol del apóstol Felipe en El Evangelio según San Mateo, el célebre filme que Pasolini dirige en 1964– radica la condición política de toda literatura •