Parte de la encuesta sobre el ensayo (ver post anterior).
¿Qué líneas de la tradición del ensayo crítico nacional considera relevantes y por qué?
En realidad, no pienso mucho en una tradición nacional al momento de reflexionar sobre mi práctica de escritura. Mi formación es, en principio, católica (palotinos alemanes), y por lo tanto universalizante, y luego enciclopedista, europea y cosmopolita (una formación de bachillerato, esa cosa vieja que parece estar muerta para siempre). Entre una adolescencia marcada por San Pablo, cuyas cartas son para mí un momento formativo determinante y hasta prelógico, palabras raras de sabor ligeramente oriental mezcladas con los más entrañables recuerdos de infancia, y una adolescencia más voltaireana, más cínica y en consecuencia más mediatizada y reflexiva. Además, criado entre familiares (hasta primos) italianos, curas alemanes y vecinos gallegos (que casi no hablaban castellano) y de la Mitteleuropa, debo decir que lo nacional, incluso la idea de un ensayo que quede recubierto de modo aproximativo por esa palabra, me parece algo lejano y exótico. En pocas palabras, soy argentino muy nuevo, prácticamente de primera generación, de modo que mi relación, incluso lingüística, con lo “nacional” en sus diferentes variantes es, cuanto menos, bastante precaria.
Siempre leí el ensayo escrito por argentinos (la idea de un “ensayo nacional” me parece una contradictio in adjectio) en serie con esa tradición occidental, para llamarla con la vieja fórmula de los viejos y amados estilistas del siglo XX, como Curtius o Auerbach. Para responder un poco a la consigna, puedo decirles que entre los argentinos, me gustan mucho los clásicos del XIX (la tríada Sarmiento, Wilde, Mansilla). En el medio, el viaje alucinado de Joaquín V. en Mis montañas y de Ricardo Rojas en la Historia.
Del siglo XX: ceo que el primer ensayo, o más o menos ensayo, que leí fue una Razón de mi vida que había en el galpón de la casa de mi abuela materna; lo primero que leí en italiano fue un libro de esa misma abuela que encontré en su mesita de luz: un libro de vidas de santos y de beatos o sencillamente de gente común que había tenido alguna experiencia más o menos directa con lo divino, por supuesto en el marco de la más rancia ortodoxia de Trento; era un libro de la época de su niñez monacal en Sorrento, de 1897 o a lo sumo 1901, no mucho después de que Ibsen, Nietzsche, Wagner y otros septentrionales pasaran por la pequeña ciudad recostada en el “golfo más bello de la tierra”. Me llamaba mucho la atención el nombre de las localidades italianas en su grafía original (Venezia, Sardegna (que era, para mí, un apellido, como Bentivegna), Firenze, Napoli). En su momento esos libros -así como el modo compulsivo, y obstinado, lleno de automatismos corporales, en que mis dos abuelas leían sus textitos devotos de tapas negras- me produjeron un gran impacto, aunque ahora hace mucho que no los releo; Borges (perdón por la obviedad, pero juro que es cierto), Martínez Estrada (aunque a veces sea tedioso), Massotta (sobre todo “Roberto Arlt, yo mismo”; el resto no tanto), los cuadernos de Mastronardi, las cositas de Juanele. La prosa de Ángel Vasallo me resulta muy atractiva.
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