martes, 15 de diciembre de 2009

Miedo

El miedo adopta siempre la máscara, el estilo, de los tiempos. La oscuridad de la caverna del espacio cósmico, las visiones de los eremitas, los engendros del Bosco y de Cranach, los tropeles de brujas y demonios de la Edad Media, son eslabones de la eterna cadena de la angustia; eslabones de una cadena a la cual el ser humano se encuentra adherido como lo estuvo Prometeo al Cáucaso. Cualesquiera que sean los paraísos habitados por dioses de los cuales el hombre se libera— siempre le hace compañía, con mucha astucia, el miedo. Y siempre se le aparece como la realidad suprema, como una realidad paralizante. Si el ser humano penetra en los mundos rigurosos del conocimiento, se reirá del espíritu que le inspiraba angustia con sus quimeras e infiernos góticos. El ser humano casi no se da cuenta de que también él está preso en las mismas cadenas. Es cierto que lo someten a prueba los fantasmas que aparecen con el estilo del conocimiento en forma de hechos de la ciencia. Puede ocurrir que ahora el viejo bosque se haya transformado en una arboleda de la que se aprovecha la leña; en un cultivo económico. Pero siempre continúa estando en el bosque el niño extraviado. Ahora el mundo es el escenario de ejércitos de microbios; el apocalipsis amenaza como no había amenazado nunca antes, aunque ahora lo hace con las fórmulas de la física. En las neurosis, en las psicosis, sigue floreciendo la vieja locura. Y también será posible reencontrar allí al devorador de hombres, al antropófago, vestido con un disfraz transparente — no sólo en forma de explotador, de batidor en el molino de huesos del tiempo. Antes al contrario, el antropófago tal vez aparezca en forma de serólogo que, rodeado de instrumentos y retortas, medita sobre el modo de transformar el bazo humano, el esternón humano, en materia prima para extraer de ella medicamentos milagrosos. Cuando esto ocurre nos encontramos en el centro del viejo Dahomey, en el centro del antiguo México.

Ernst Jünger, La emboscadura.