Un recorte de la literatura en democracia
Ensayos. Treinta “lectores profesionales” eligen el libro más significativo publicado de 1983 hasta hoy.
Por Sandra Contreras
Los editores del libro, Diego Bentivegna y Mateo Niro, advierten enseguida, y lo reafirman apenas pueden, allí mismo en el prólogo y en la contratapa, que La República posible. 30 lecturas de 30 años de democracia no es un mapa, ni una antología, ni una guía, ni una bitácora, sino “un recorrido crítico posible” por ese espacio literario complejo que se abre en la Argentina en 1983, una “colección de lecturas” que “encuentra regularidades e imagina puentes donde hay heterodoxia y dispersión”. La advertencia es en principio precautoria, tendiente a evitar rápidamente que la serie sea examinada desde el punto de vista de los criterios puestos en la selección. Pero también es liberadora: nos exime de entrada, a los lectores del volumen, de toda preocupación por el valor representativo de la muestra y nos invita en cambio (lo vamos reconociendo retrospectivamente) a asistir a un experimento crítico y editorial. Los compiladores convocan a 30 lectores –”voraces y profesionales”, dicen, entre poetas, novelistas, traductores, académicos, periodistas culturales y editores– para que escriban un texto ensayístico sobre un libro (novela, cuento, poesía) que, entre los publicados durante la democracia, consideren, objetiva o subjetivamente, “significativo”.
Ninguno de ellos sabrá de la elección de los otros, ni tendrá ninguna otra regla que observar, y los editores –que por un momento, siquiera idealmente, se expusieron a que todos, o muchos, eligieran un mismo título o un mismo autor, o a que se concentraran en los mismos años– ordenan cronológicamente los libros elegidos. Fueron afortunados. Hubo quien eligió Los pichiciegos de Fogwill, de 1982-1983, hubo quien eligió El gran surubí de Pedro Mairal, de 2013, y las tres décadas se recorrieron a través de una serie tan amplia como laxa en su composición.
La distribución de los 30 títulos de un modo relativamente equitativo a lo largo del ciclo es uno de los aspectos más interesantes del experimento. Podrá decirse que no hay allí otra cosa que regularidad estadística pero, además de un mapa de lecturas (de hecho, si no de la literatura de los últimos 30 años, la colección de ensayos admitiría ser leída como un mapa de modos de leer en el presente), lo cierto es que ese reparto temporal en la elección traza a su vez un diagrama, o tan sólo un muestrario, de las variaciones de la memoria.
La República posible es también un experimento con la memoria. Hay memorias de larga duración, que vuelven a un libro publicado en los primeros años del retorno a la democracia para resignificarlo, en el presente, desde las continuidades de nuestra historia cultural (los anuncios de supervivencia que Jorge Aulicino saluda en Violín obligado , de Joaquín Giannuzzi) o a partir de su transformación (la fuerza de la lengua del deseo que, subraya Gonzalo Aguilar, ya no se puede leer igual en Alambres de Néstor Perlongher). Hay memorias que, al revés, identifican un libro de publicación reciente que, reunión de una obra de cuatro décadas ( Estación Finlandia del mismo Aulicino para Angel Faretta) o primera novela ( El colectivo de Eugenia Almeida para Betina González, se proyectan sobre la historia o abren interrogantes sobre la comunidad. Hay memorias –las más– para las que lo “significativo” se traduce en la articulación del libro con un “acontecimiento” como cifra de la época: la crisis de 2001 (anticipada en El aire de Sergio Chejfec, según María Pía López, o representada en El trabajo de Aníbal Jarkowski según Soledad Quereilhac), la guerra de Malvinas (así Las islas , de Carlos Gamerro, leída por Beatriz Vignoli), o los legados de la dictadura en la década menemista ( Vivir afuera de, otra vez, Fogwill, en la lectura de Diego Erlan). Hay otras para las que el acontecimiento –una de las categorías más recurrentes del volumen– es el libro mismo o el hecho de su publicación: uno de los mejores libros de poesía de este medio siglo y, por exceso, dice Daniel Molina, una novela excepcional (El affair Skeffington de María Moreno); un relato de una excentricidad siniestra con cuyo autor, según Daniel Link, “murió la ficción” ( El desierto y su semilla de Jorge Barón Biza); una novela que abarca toda la literatura argentina (así, para Luis Chitarroni, Tartabul de David Viñas) y también un monumental libro de memorias de tempo novelesco (el Borges de Bioy Casares, según Enrique Butti). O bien, del lado de los poetas, la irrupción imprevista y perfecta de una poética que fue para Jorge Monteleone Poemas 1960-1980 de Hugo Padeletti, el descubrimiento de una obra de gravitación subterránea que Carlos Battilana encontró en Poesía completa de Juan Manuel Inchauspe, la revelación del vínculo casi secreto de una escritura con el mundo que Daniel Freidemberg lee en Antología de César Mermet, la epifanía de ese libro verídico que parece mentira que es, según registra Silvio Mattoni, El vespertillo de las parcas de Arturo Carrera.
Hay también memorias, podría decirse, más individuales, que a partir de un ínfimo episodio privado o de una entrañable identificación personal se concentran en libros de amargos desalientos (El fervoroso idiota , de Julio Llinás, en la elección de Laura Isola) o de lenguas tan familiares como enrarecidas (La italiana, de Patricia Suárez, en el relato de Eduardo Muslip). Y están, además, las memorias de los narradores que inscriben la lección del libro en la historia de su escritura y formación: la lenta revelación que fue para Juan Terranova Los años 90 de Daniel Link, esa novela que –dice– hoy nos sigue preguntando qué vamos a hacer con nuestro deseo; o la línea horizontal y fraterna que en la experiencia de Félix Bruzzone Rapado , de Martín Rejtman, tendió con los narradores de 2001 y que ahora, conjetura, es una buena forma de pensar literatura y democracia.
El fragmento de El dock de Matilde Sánchez, que antecede el ensayo que se le dedica, dice así: “Algunos años atrás, no podría decir cuántos años hace exactamente, comenzó una historia. En rigor dos historias o tres, tal vez más historias, una historia por cada uno de nosotros”. Es cierto que, entre la “llaga” de la violencia que para Martín Kohan Fogwill “toca sin atenuaciones” en la transición democrática y la “pesadilla nacional” que para Gabriela Cabezón Cámara hoy cristaliza Mairal con renovada eficacia, predomina en el libro una mirada situada en el cruce entre el material literario y la historia de estos 30 años (la palabra “república” debe haber orientado las lecturas en esa dirección). Pero no menos cierto es que lo atraviesan también intereses, preferencias y amores individualísimos. Me pareció por esto al leerlo, hacia la mitad del libro, que el fragmento de esa novela que, dice Paola Cortés Rocca, anticipó debates y formas de ver que apenas despuntaban en los 90, adelantaba también una imagen del relato mismo en que se iba convirtiendo La República posible : una colección de memorias personales, de sensibilidades y de afectos, de modos de recordar. O, para usar la precisa fórmula de Franco Vaccarini cuando recuerda Guiando la hiedra de Hebe Uhart: la puesta en acto de la memoria como “otra manera de releer, con sus riesgos, con su propia y acaso caprichosa edición”.
Por esto, si no tiene ningún sentido discutir las elecciones y las ausencias, uno no puede menos que entrar en conversación con ese colectivo de relatos, con esa serie –por qué no pensarla así– de instantáneos clásicos personales. Después de todo, eso es lo que se habían propuesto los editores: hacer de la lectura de los textos publicados en la democracia una lectura compartida. Si me hubieran preguntado a mí, lo primero que habría aparecido en mi mente habría sido Una novela china , la rareza de esa primera página que tuve que releer una y otra vez para atravesar el contacto con una nueva lengua, o Glosa , la conversación santafesina de Juan José Saer a la que cada tanto vuelvo, aunque seguramente habría optado por Cómo me hice monja , el acta de nacimiento del monstruo César Aira.
Sandra Contreras es investigadora y autora del ensayo Las vueltas de César Aira.
Ninguno de ellos sabrá de la elección de los otros, ni tendrá ninguna otra regla que observar, y los editores –que por un momento, siquiera idealmente, se expusieron a que todos, o muchos, eligieran un mismo título o un mismo autor, o a que se concentraran en los mismos años– ordenan cronológicamente los libros elegidos. Fueron afortunados. Hubo quien eligió Los pichiciegos de Fogwill, de 1982-1983, hubo quien eligió El gran surubí de Pedro Mairal, de 2013, y las tres décadas se recorrieron a través de una serie tan amplia como laxa en su composición.
La distribución de los 30 títulos de un modo relativamente equitativo a lo largo del ciclo es uno de los aspectos más interesantes del experimento. Podrá decirse que no hay allí otra cosa que regularidad estadística pero, además de un mapa de lecturas (de hecho, si no de la literatura de los últimos 30 años, la colección de ensayos admitiría ser leída como un mapa de modos de leer en el presente), lo cierto es que ese reparto temporal en la elección traza a su vez un diagrama, o tan sólo un muestrario, de las variaciones de la memoria.
La República posible es también un experimento con la memoria. Hay memorias de larga duración, que vuelven a un libro publicado en los primeros años del retorno a la democracia para resignificarlo, en el presente, desde las continuidades de nuestra historia cultural (los anuncios de supervivencia que Jorge Aulicino saluda en Violín obligado , de Joaquín Giannuzzi) o a partir de su transformación (la fuerza de la lengua del deseo que, subraya Gonzalo Aguilar, ya no se puede leer igual en Alambres de Néstor Perlongher). Hay memorias que, al revés, identifican un libro de publicación reciente que, reunión de una obra de cuatro décadas ( Estación Finlandia del mismo Aulicino para Angel Faretta) o primera novela ( El colectivo de Eugenia Almeida para Betina González, se proyectan sobre la historia o abren interrogantes sobre la comunidad. Hay memorias –las más– para las que lo “significativo” se traduce en la articulación del libro con un “acontecimiento” como cifra de la época: la crisis de 2001 (anticipada en El aire de Sergio Chejfec, según María Pía López, o representada en El trabajo de Aníbal Jarkowski según Soledad Quereilhac), la guerra de Malvinas (así Las islas , de Carlos Gamerro, leída por Beatriz Vignoli), o los legados de la dictadura en la década menemista ( Vivir afuera de, otra vez, Fogwill, en la lectura de Diego Erlan). Hay otras para las que el acontecimiento –una de las categorías más recurrentes del volumen– es el libro mismo o el hecho de su publicación: uno de los mejores libros de poesía de este medio siglo y, por exceso, dice Daniel Molina, una novela excepcional (El affair Skeffington de María Moreno); un relato de una excentricidad siniestra con cuyo autor, según Daniel Link, “murió la ficción” ( El desierto y su semilla de Jorge Barón Biza); una novela que abarca toda la literatura argentina (así, para Luis Chitarroni, Tartabul de David Viñas) y también un monumental libro de memorias de tempo novelesco (el Borges de Bioy Casares, según Enrique Butti). O bien, del lado de los poetas, la irrupción imprevista y perfecta de una poética que fue para Jorge Monteleone Poemas 1960-1980 de Hugo Padeletti, el descubrimiento de una obra de gravitación subterránea que Carlos Battilana encontró en Poesía completa de Juan Manuel Inchauspe, la revelación del vínculo casi secreto de una escritura con el mundo que Daniel Freidemberg lee en Antología de César Mermet, la epifanía de ese libro verídico que parece mentira que es, según registra Silvio Mattoni, El vespertillo de las parcas de Arturo Carrera.
Hay también memorias, podría decirse, más individuales, que a partir de un ínfimo episodio privado o de una entrañable identificación personal se concentran en libros de amargos desalientos (El fervoroso idiota , de Julio Llinás, en la elección de Laura Isola) o de lenguas tan familiares como enrarecidas (La italiana, de Patricia Suárez, en el relato de Eduardo Muslip). Y están, además, las memorias de los narradores que inscriben la lección del libro en la historia de su escritura y formación: la lenta revelación que fue para Juan Terranova Los años 90 de Daniel Link, esa novela que –dice– hoy nos sigue preguntando qué vamos a hacer con nuestro deseo; o la línea horizontal y fraterna que en la experiencia de Félix Bruzzone Rapado , de Martín Rejtman, tendió con los narradores de 2001 y que ahora, conjetura, es una buena forma de pensar literatura y democracia.
El fragmento de El dock de Matilde Sánchez, que antecede el ensayo que se le dedica, dice así: “Algunos años atrás, no podría decir cuántos años hace exactamente, comenzó una historia. En rigor dos historias o tres, tal vez más historias, una historia por cada uno de nosotros”. Es cierto que, entre la “llaga” de la violencia que para Martín Kohan Fogwill “toca sin atenuaciones” en la transición democrática y la “pesadilla nacional” que para Gabriela Cabezón Cámara hoy cristaliza Mairal con renovada eficacia, predomina en el libro una mirada situada en el cruce entre el material literario y la historia de estos 30 años (la palabra “república” debe haber orientado las lecturas en esa dirección). Pero no menos cierto es que lo atraviesan también intereses, preferencias y amores individualísimos. Me pareció por esto al leerlo, hacia la mitad del libro, que el fragmento de esa novela que, dice Paola Cortés Rocca, anticipó debates y formas de ver que apenas despuntaban en los 90, adelantaba también una imagen del relato mismo en que se iba convirtiendo La República posible : una colección de memorias personales, de sensibilidades y de afectos, de modos de recordar. O, para usar la precisa fórmula de Franco Vaccarini cuando recuerda Guiando la hiedra de Hebe Uhart: la puesta en acto de la memoria como “otra manera de releer, con sus riesgos, con su propia y acaso caprichosa edición”.
Por esto, si no tiene ningún sentido discutir las elecciones y las ausencias, uno no puede menos que entrar en conversación con ese colectivo de relatos, con esa serie –por qué no pensarla así– de instantáneos clásicos personales. Después de todo, eso es lo que se habían propuesto los editores: hacer de la lectura de los textos publicados en la democracia una lectura compartida. Si me hubieran preguntado a mí, lo primero que habría aparecido en mi mente habría sido Una novela china , la rareza de esa primera página que tuve que releer una y otra vez para atravesar el contacto con una nueva lengua, o Glosa , la conversación santafesina de Juan José Saer a la que cada tanto vuelvo, aunque seguramente habría optado por Cómo me hice monja , el acta de nacimiento del monstruo César Aira.
Sandra Contreras es investigadora y autora del ensayo Las vueltas de César Aira.