Pese al título La pura luz, que parece místico en la tapa y que cuatro páginas después vira a lo político por obra del epígrafe (medio verso insistente de “La Resistenza e la sua luce”, de Pier Paolo Pasolini), este nuevo libro de Diego Bentivegna le debe su eficacia poética a un cruce sutil: la lírica y la narrativa.
La pura luz es narrativo no a la manera de los poemas canónicos argentinos del siglo XIX (La cautiva, el Martín Fierro o El Fausto) sino de un modo más íntimo, más confesional, porque cada voz, sostenida en su propia fragilidad, tiende a imponerse a las historias o las peripecias de los personajes que se dicen a sí mismos en los versos. Y justamente, es esa renuncia a la épica, lo que los vuelve líricos.
El libro está integrado por tres series de poemas (“Poema acéfalo”, “La loca croata” y “Los días de oro”), además de un poema inicial que se desarrolla en la forma de una enumeración evocativa. “Poema acéfalo”, el más largo, es de una belleza y de una contundencia tan delicada que queda vibrando en la memoria, casi como una experiencia personal, como una de esas vidas posibles con las que la literatura suele enriquecer a la realidad.
En esa primera serie, Bentivegna ocupa la mente de un niño internado en un hospital de provincia, con la “cabeza/ llena de electrodos”. Es y no es ese niño. Está imbuido de sus percepciones y de sus emociones infantiles, pero a la vez conserva la memoria de poeta, la que le permite evocar, por ejemplo, a Héctor Ciocchini, en algo más que un homenaje al autor de Ofrenda, ya que le atribuye la cualidad de una luz: “Estoy sentado/ en una sala blanca./ El día es horrorosamente claro./ El día es la claridad que no se extingue.// Es la luz de Ciocchini: ¿podría ser/ acaso exterminada?”
Tanto en la composición de “Poema acéfalo” como en los otros dos, Bentivegna se vale de repeticiones, de citas más o menos ocultas y de una simplicidad que por momentos hace que sus versos suenen como una canción popular en estado naciente: “Mis muertos en la guerra,/ mis abiertos, hermanos.// Son mis muertos esclavos, / tirados en montones al borde del camino.// Son mis muertos,/ mis muertos apilados en una masa informe,/ sin nombre y sin sentido,// mis muertitos.
El diminutivo final de ese poema perteneciente a “La loca croata” exime de cualquier comentario y muestra en una sola palabra que el horror de la historia sólo puede sostenerse como empatía si es asimilado en forma de memoria personal, como propiedad íntima.
Lo mismo puede decirse de “Los días de oro”, un poema casi arcádico en el que también aparece esta sensibilidad extrañada. Así durante una caminata por las sierras, el niño evocado puede sentir como propia la respiración asmática de su hermana: “siento cómo respira/ el modo en que resuena/ el pasaje del aire por sus bronquios:// el lugar de la voz, sin la palabra,/es un canto posible”.
Carlos Schilling