Luego de Las reliquias , poemario de 2012 en el que homenajeaba en la figura de sus ancestros a los inmigrantes italianos que habían llegado a la Argentina con sus sueños esbozados en lenguas dialectales, tan alejados de las guerras como de los escenarios que muchos volverían a ver sólo en sueños, Diego Bentivegna profundiza en La pura luz algunos aspectos que allí podían insinuarse.
El antagonismo entre Europa y América, entre el pasado de oro y el presente, entre el mundo rural y el de las ciudades; también las inesperadas semejanzas en las evocaciones que despierta “la llanura fúnebre” entrevista desde trenes en movimiento: “un tallo que persiste en un paisaje/ de Marte, en un desierto”.
En uno de los poemas de “La loca croata” –la segunda de las tres partes en que se divide este volumen– la voz femenina, extrema y fúnebre que crea una identidad vagabunda lo establece así: “ahora ya no veo/ nada de ciudad desde los rieles// solo unas tapias marrones, unos ranchos/ que se fugan por el borde de la vía”.
La extranjera, quizás uno de los sentidos que la palabra “loca” adquiere en el poema, puede rezar por horas, “desgranar el rosario en croata/ en griego, en italiano”. Es esa dicción la que los versos de Bentivegna imitan, la de una plegaria dicha en una lengua rara, “donde se abre/ el hueco en que la voz se angosta,/ se vuelve pasillo,/ se vuelve vacío,/ se vuelve una garganta”.
Antes de la irrupción de la loca como una fuerza que desarticula las referencias de los espacios representados, de las tragedias y de los muertos, en dos largos poemas se exhiben dos circunstancias diferentes de una misma identidad.
En “Poema acéfalo”, donde un niño se halla internado en una sala de hospital de provincia, con la cabeza cubierta de electrodos, tanto como en “Los días de oro”, donde un niño recorre el campo y las sierras con su hermana asmática, un verso idéntico inicia dos textos: “Tengo ocho, tal vez nueve años”. El protagonista es y no es el mismo niño. “Tengo ocho años./ Lloro por las noches”, se lee en uno de los poemas de la primera parte.
En otro texto, ubicado en la tercera parte, puede leerse: “Tengo ocho años;/ camino por el campo”. En la sala blanca del hospital, donde “el día es horrorosamente claro”, la luz resiste la propiedad verbal: “Lo claro es lo que no dicen las palabras:/ es la forma en que cae lo luminoso/ es la manera en que se empolvan los objetos”.
Más adelante, cuando suba la loma con su hermana, el atributo poético por excelencia (el aire) va a reemplazar la luz: “Siento cómo respira,/ el modo en que resuena/ el pasaje del aire por sus bronquios:// el lugar de la voz, sin la palabra,/ es un canto posible”.
El niño quieto en el silencio del hospital, la mujer que confunde las estaciones del Ferrocarril Belgrano con las de Zagreb o Milán y el chico que asiste a la recuperación de su hermana en las sierras comparten un saber que La pura luz irradia: “Alguna cosa queda/ de la lengua del otro”.