Diego Bentivegna, La pura luz, Buenos Aires, Cabiria, 2015.
La pura luz, de Diego Bentivegna tiene un rasgo común que articula sus diferentes partes: la pregunta por la lengua. El sustrato de la experiencia histórica y personal impregna el lenguaje poético y, al mismo tiempo, habilita interrogar sobre el propio acto de escribir. Las menciones dispersas a la cultura italiana forman parte de una genealogía lingüística, una suerte de cartografía ancestral que se vincula temáticamente con Las reliquias (2013), el poemario anterior del autor. La referencia a grandes escritores (Pasolini, Gramsci, Montale, Pascoli), las alusiones geográficas a Sicilia e, incluso, un eco de la cinematografía italiana (los pueblos insulares y provincianos que recuerdan las imágenes de Ettore Scola, Nani Moretti y Federico Fellini) se transfiguran en una inflexión argentina a través de dos variantes concretas: las calles del conurbano norte y los pueblos serranos del país.
Al mismo tiempo, la cita inicial de Héctor Viel Temperley, correspondiente a Hospital Británico (“Tengo la cabeza vendada. Permanezco en el pecho de la luz horas y horas. Soy feliz. Me han sacado del mundo”), permite pensar la experiencia de la enfermedad como un estado iniciático. El sujeto poético refiere una dolencia, explorada de manera tenaz por la mirada médica -un estudio neurofisiológico-, y cuenta una estadía en un hospital de provincia, durante la infancia, como si esa experiencia fuera un rito de pasaje. La cabeza repleta de electrodos se concibe como un mapa inexplorado: “Hay un grupo de médicos. Descifran/ lo que mi cerebro proyecta en la pantalla,/ como si hubiera algo ahí, me dicen, que pudiera afectarme,/ un espacio plano donde se pudiera/ tantear la mente, tocarla como/ se toca una piedra, una fruta”.
Tantear la mente como si se tratara de un objeto (una “fruta” o una “piedra”) del que surgen no sólo pensamientos sino también un imaginario que proyecta el futuro y recrea el pasado, consiste en interrogarse por las palabras con las que desciframos el tiempo y el mundo. Esta suerte de itinerario lingüístico restituye lo ausente. Concebir la infancia como un período que se actualiza perpetuamente es el objeto de la reflexión poética: un tiempo recobrado que aún no concluyó. Si el poeta puede “desconfigurar lo que proyecta mi cerebro en un diagrama”, la fuerza de ese cerebro radica, entonces, no en el acatamiento a un mandato, sino en la posibilidad de imaginar un mundo en términos de extrañamiento y desvío. Esto no implica negar el pasado. Al contrario, la sola mención de Héctor Ciocchini (1922-2005), el reconocido poeta, docente e investigador de vasta formación clásica, se constituye en un ademán cultural y en un gesto estético: hacer de la erudición algo vital. El libro no adscribe al prejuicio de considerar la cultura pretérita como materia muerta, pero tampoco se somete a una pasiva veneración. Resignificar las huellas, actualizarlas en términos de diálogo es una perspectiva sobre la cultura, en general, y sobre la escritura de poesía, en particular. El cuerpo afectado por una dolencia, e indagado de manera pertinaz por la ciencia (“Podrían extraerme la cabeza, si quisieran”), remite al libro más conocido de Viel Temperley. De manera oblicua, también evoca la figura de Rubén Darío y el atroz abordaje que sufrió su cerebro por parte de los médicos. Según refieren las biografías (y la leyenda), apenas muere Darío el 6 de febrero de 1916, se intentó estudiar el cerebro, recorrer los indicios de su genialidad en términos fisiológicos. Explorar las misteriosas fuerzas de la creación poética, situada, virtualmente, en las hendiduras y las circunvoluciones del cerebro, es una utopía científica invocada como un deseo: el empeño de reconocer (y rozar) el origen de la poesía, una suerte de programa contemporáneo del ámbito de las neurociencias. La cabeza sería la reserva de las sensaciones vividas, las imágenes espaciales y la inspiración poética.
El fenómeno de la irradiación y la fosforescencia persiste como recuerdo imaginario en La pura luz y tiene su equivalente lingüístico, ya que hay una voluntad de escritura asociada a la claridad. El viaje desde Europa hasta el conurbano bonaerense, el largo periplo de una mujer croata que soporta en sus espaldas una larga lista de muertos (“mis muertitos”) y el fragmento de la canción de Moris (“Eran los días, los días de oro,/ y el sol miraba sin preguntar”) hacen del libro un friso de referencias topográficas y sensaciones antiguas. Las experiencias de la urbe y de la naturaleza son hilvanadas mediante designaciones concretas (la calle Tamborini; el Patronato de la Infancia) y la vaga sensación del paraíso (“En el campo juntamos panaderos/ dentro de ellos viven las estrellas”).
Una escritura tramada en versos breves, a veces parcos, con un tono pausado, paciente, Diego Bentivegna vincula distintas temporalidades, y las transforma en un presente continuo. El tiempo de la infancia no sólo es un estado que no termina de suceder, sino también un modo de ver las cosas, e incluso un anhelo. La experiencia cuando ha sido atravesada por la intensidad y la pasión, como en este caso, reaparece en forma de suaves vestigios y provoca huellas imborrables que no dejan de crepitar en un instante inextinguible. El tiempo, entonces, no sucede linealmente.
Al mismo tiempo, la cita inicial de Héctor Viel Temperley, correspondiente a Hospital Británico (“Tengo la cabeza vendada. Permanezco en el pecho de la luz horas y horas. Soy feliz. Me han sacado del mundo”), permite pensar la experiencia de la enfermedad como un estado iniciático. El sujeto poético refiere una dolencia, explorada de manera tenaz por la mirada médica -un estudio neurofisiológico-, y cuenta una estadía en un hospital de provincia, durante la infancia, como si esa experiencia fuera un rito de pasaje. La cabeza repleta de electrodos se concibe como un mapa inexplorado: “Hay un grupo de médicos. Descifran/ lo que mi cerebro proyecta en la pantalla,/ como si hubiera algo ahí, me dicen, que pudiera afectarme,/ un espacio plano donde se pudiera/ tantear la mente, tocarla como/ se toca una piedra, una fruta”.
Tantear la mente como si se tratara de un objeto (una “fruta” o una “piedra”) del que surgen no sólo pensamientos sino también un imaginario que proyecta el futuro y recrea el pasado, consiste en interrogarse por las palabras con las que desciframos el tiempo y el mundo. Esta suerte de itinerario lingüístico restituye lo ausente. Concebir la infancia como un período que se actualiza perpetuamente es el objeto de la reflexión poética: un tiempo recobrado que aún no concluyó. Si el poeta puede “desconfigurar lo que proyecta mi cerebro en un diagrama”, la fuerza de ese cerebro radica, entonces, no en el acatamiento a un mandato, sino en la posibilidad de imaginar un mundo en términos de extrañamiento y desvío. Esto no implica negar el pasado. Al contrario, la sola mención de Héctor Ciocchini (1922-2005), el reconocido poeta, docente e investigador de vasta formación clásica, se constituye en un ademán cultural y en un gesto estético: hacer de la erudición algo vital. El libro no adscribe al prejuicio de considerar la cultura pretérita como materia muerta, pero tampoco se somete a una pasiva veneración. Resignificar las huellas, actualizarlas en términos de diálogo es una perspectiva sobre la cultura, en general, y sobre la escritura de poesía, en particular. El cuerpo afectado por una dolencia, e indagado de manera pertinaz por la ciencia (“Podrían extraerme la cabeza, si quisieran”), remite al libro más conocido de Viel Temperley. De manera oblicua, también evoca la figura de Rubén Darío y el atroz abordaje que sufrió su cerebro por parte de los médicos. Según refieren las biografías (y la leyenda), apenas muere Darío el 6 de febrero de 1916, se intentó estudiar el cerebro, recorrer los indicios de su genialidad en términos fisiológicos. Explorar las misteriosas fuerzas de la creación poética, situada, virtualmente, en las hendiduras y las circunvoluciones del cerebro, es una utopía científica invocada como un deseo: el empeño de reconocer (y rozar) el origen de la poesía, una suerte de programa contemporáneo del ámbito de las neurociencias. La cabeza sería la reserva de las sensaciones vividas, las imágenes espaciales y la inspiración poética.
El fenómeno de la irradiación y la fosforescencia persiste como recuerdo imaginario en La pura luz y tiene su equivalente lingüístico, ya que hay una voluntad de escritura asociada a la claridad. El viaje desde Europa hasta el conurbano bonaerense, el largo periplo de una mujer croata que soporta en sus espaldas una larga lista de muertos (“mis muertitos”) y el fragmento de la canción de Moris (“Eran los días, los días de oro,/ y el sol miraba sin preguntar”) hacen del libro un friso de referencias topográficas y sensaciones antiguas. Las experiencias de la urbe y de la naturaleza son hilvanadas mediante designaciones concretas (la calle Tamborini; el Patronato de la Infancia) y la vaga sensación del paraíso (“En el campo juntamos panaderos/ dentro de ellos viven las estrellas”).
Una escritura tramada en versos breves, a veces parcos, con un tono pausado, paciente, Diego Bentivegna vincula distintas temporalidades, y las transforma en un presente continuo. El tiempo de la infancia no sólo es un estado que no termina de suceder, sino también un modo de ver las cosas, e incluso un anhelo. La experiencia cuando ha sido atravesada por la intensidad y la pasión, como en este caso, reaparece en forma de suaves vestigios y provoca huellas imborrables que no dejan de crepitar en un instante inextinguible. El tiempo, entonces, no sucede linealmente.
Carlos Battilana