Me encuentro en Barcelona con el extraordinario poeta argentino Diego Bentivegna. Viene de Valencia, donde acaba de presentar su último libro, publicado por Pre-Textos, Geometría o angustia. Yo vengo de Lleida, donde terminé un ensayo fotográfico sobre el malestar europeo en algunos colectivos juveniles, inspirado en el libro del Comité Invisible A nuestros amigos.
Paseamos por el magnífico Hospital de Sant Pau, vasto conjunto de inspiración modernista que, apenas a ochocientos metros de esa pesadilla que es la Sagrada Familia, aplaca la angustia que esa aberración mental sostenida ya por demasiadas generaciones provoca. Una amiga catalana me ha dicho: “Allí murió mi abuelo”. Construido entre 1902 y 1930 según los principios del gran arquitecto Lluís Domènech i Montaner, el Hospital (una especie de ciudadela encantada) es más bello allí donde la mirada de los agonizantes y moribundos iba a tener que situarse: en los techos. La agonía (física) y el éxtasis (estético) unidos en un abrazo de complejísima realización arquitectónica, el Hospital como un umbral entre el mundo de los vivos y el mundo de los muertos.
Completamos la tarde visitando el cementerio de Poblenou, donde nos sorprende la cantidad de flores de plástico y, en consecuencia, la ausencia del olor característico que acompaña a los muertos: la materia orgánica en descomposición.
Nos detenemos, en cambio, en las inverosímiles inscripciones de las lápidas y, sobre todo, en las fotografías elegidas por los deudos, que casi nunca favorecen a los muertos. Un caso nos resulta particularmente grave. Además de las flores y la escritura funeraria, la familia encargó una estatua a escala real del muerto, donde se lo ve abrazando una botella de ginebra. ¿Quisieron los deudos indicar, por esa vía, la causa de la muerte y, en consecuencia, su alivio?
Probablemente el asunto constituya el tema de un espléndido poema futuro de Diego.