Tacana de Leonardo Martínez.
Por una poética del sustrato
En
otro tiempo, el libro tenía tapas marrones. Era de dimensiones más grandes de
las que suelen tener los libros de poesía. Me llegó entonces casi por
casualidad, entre un conjunto de libros que había ganado en un concurso
literario en el que había participado durante la secundaria. Ese libro se
distanciaba de los otros, como dije, por su formato, que era más bien el de una
revista, y por un papel que, por alguna razón, se mostraba ya relativamente
amarillento. Era la primera edición de Tacana,
el libro de Leonardo Martínez, publicado por los Cuadernos de Sudestada en 1989,
que se editaban en La Plata bajo la dirección de Ana Amelia Lahitte y que,
según recuerdo, formaban parte de una serie de lecturas que se hacían en el
marco de un taller literario. Ahora, luego de veinticinco años, Tacana se publica de nuevo, que ya ha
rescatado la obra de poetas de distintos ámbitos de la lengua castellana, como
el paraguayo Jacobo Rauskin, el chileno Oscar Hahn o el uruguayo Alfredo
Fressia.
A
diferencia de lo que suele suceder con las reediciones conmemorativas, cuando
volví a leer el libro de Martínez en la reedición de Lisboa no me dio la
sensación de estar adentrándome en un libro envejecido en relación con mi
primera lectura. No se trata, por supuesto, de que la forma de entender la
poesía que Tacana plantea, de una
manera que oscila entre el arrebato de la inspiración y el trabajo casi
artesanal, entre el verso libre de aliento largo y las formas métricas leves y
fugaces de la tradición poética de las provincias del noroeste argentino, que
fueron recogidas con rigurosidad precisamente por un catamarqueño, Juan Alfonso
Carrizo, se haya convertido en estos años en una escritura estrictamente
contemporánea. Más bien se puede pensar lo contrario: Martínez se instala con Tacana, un libro con el que inicia de
manera tardía lo que ahora vemos como una sólida producción poética, en una
forma de posicionarse en relación con la lengua y de concebir su relación con
una tradición que un sector dominante de la poesía argentina de los últimos
años ha decidido, por algún motivo que nos excede pensar en este momento,
combatir o, en el mejor de los casos, ignorar.
En
la lectura que me interesa proponer, Tacana
dialoga de manera explícita con una serie literaria que tiene su punto de
partida a comienzos del siglo XX, en un pliegue que va desde el primer
modernismo hasta, digamos así, los años de la vanguardia martinfierrista. El
eco de la poesía de Lugones, sobre todo del Lugones que empieza a construir su
poética en relación con la tierra y con la tradición nacional en las Odas seculares y, más aún, en los Poemas solariegos, de 1928, es el eco
que encuentro con mayor fuerza en la poesía de Martínez, junto con una deriva
que está más bien en la lírica de García Lorca (“rumor de palomas blancas”, un
verso de Tacana que parece extraído del Diván
lorqueano), en su búsqueda poética arraigada en la tradición folklórica y fugaz
del pueblo andaluz.
Las
últimas palabras de a “Dedicatoria a los antepasados” con la que se abren los Solariegos se agrupan en dos versos
alejandrinos. Es un metro que, si por un lado se inscribe en la relectura del
corpus de la poesía francesa del siglo XIX que llevan adelante Darío y los
modernistas, se conecta en castellano con una capa más profunda, más
determinante: la de la poesía originaria de los maestros de clerecía que, como
Gonzalo de Berceo, poetizan casi por primera vez en esta lengua y que
precisamente un poeta de Catamarca, Juan Oscar Ponferrada, usa como base de su Loor de nuestra Señora y Virgen del Valle,
de 1941.
“Que
nuestra tierra quiera salvarnos del olvido, / Por estos cuatro siglos que en
ella hemos servido”. Son esas palabras que Lugones coloca, como las palabras
talladas sobre el mármol sepulcral y conmemorativo (las “escrituras últimas”
que analiza Armando Petrucci) al comienzo de los Poemas Solariegos, marcan
el espacio en el que habita muchas décadas después Tacana, y el ciclo poético que Martínez inaugura con este poemario.
Se mueve de manera deliberada por fuera de la lógica de la desconfiguración y
de la superación peramanente abierta con la vanguardia y con sus derivaciones a
lo largo del siglo, con su apertura hacia estilos y hacia registros
lingüísticos heterogéneos.
Sin
embargo, la lengua de Tacana no es una lengua ni de la plenitud ni de la
pureza. En ese sentido, no puede en
definitiva envejecer. No está
sometida a la lógica organicista que prevé el envejecimiento y la muerte. Como la
lengua del cante hondo lorquiano, la lengua del poemario Martínez está acechada
por el vacío, por el llanto, por la murmuración, por el sonido asignificante. No
es la lengua prístina ni la tradición incontaminada que Carrizo creía poder
encontrar en los cantares populares de las provincias del norte. Sí, en cambio,
es una lengua pródiga, una lengua atravesada por los principio de generación y
de expansión del significante y del significado, de dispersión del signo, en el
que el elemento autóctono funciona, de manera evidente, como un motor de esa
expansión, generativa, celebratoria, ligada con los ciclos de la reproducción y
de la regeneración de la vida. De ahí deriva el carácter conmemorativo, sí,
pero de ninguna manera ni solemne ni mortuorio de la poesía de Tacana.
En
el glosario que Leonardo Martínez preparó para la primera edición de Tacana y que se mantiene en esta
segunda, se repone el sentido y el alcance de diferentes términos que aparecen
a lo largo del poemario. Son unos pocos términos lo que aparecen allí, como si
Martínez hubiera querido, en rigor, dar tan sólo un muestreo posible de aquello
que atraviesa, de una manera o de otra, el conjunto de los poemas: la presencia
de un elemento que se marca, que arraiga en un lugar concreto, en las
estribaciones de la sierra del Ancasti -las sierras que Arturo Marasso ve en el
fondo del paisaje cuando se encuentra por las calles de San Fernando con la
joven Berta, en su reescritura de la Vida
de Nueva de Dante (El libro de Berta,
de 1949)- pero que es, al mismo tiempo,
un elemento extrañado. Son las palabras que, como “tacana”, “santiada”,
“tumuñuco”, dicen la pertenencia a un
espacio, de la relación con un tiempo que es también el tiempo de un habla
posible para la poesía, pero que se muestran como palabras deliberadamente
ubicados en un espacio marginal en relación con las ondas expansivas del
lenguaje.
No
son, en rigor, palabras de una lengua muerta. Son palabras, por el contrario,
en las que aflora un lenguaje otro, la lengua popular de las provincias del
norte, en especial de Catamarca, que exploró el filólogo catamarqueño Federico
Pais y mucho antes que él, en su Tesoro
de catamarqueñismos, Samuel Lafone y Quevedo: una lengua -restos del cacán,
del quechua, del español de los conquistadores- que permanece en un estado no
del todo manifiesto; un idioma hundido en gran parte si se quiere un lenguaje
olvidado, pero que nunca llega a perderse del todo; una variedad que opera,
como lo que los lingüistas a fines del siglo XIX comenzaron a concebir como un sustrato, una base étnica y cultural
derrotada por una lengua mayor, por la lengua de un pueblo más potente, que
opera desde las sombras, que se asoma en los lugares menos sospechados y que es
fundamental, entiendo, en la poética de la persistencia que sustenta las
búsquedas de Martínez.
Podemos
arriesgar que esa modalidad del sustrato
es la manera en que la escritura de un libro como Tacana se instala como una escritura de las periferias geográficas,
las zonas marginales que los etnógrafos, los lingüistas, los folklórologos
recorren en búsqueda de un componente tal vez más antiguo, quizá más primigenio,
de aquellos que buscan acaso de manera ilusoria una reliquia menos contaminada,
en relación con una lengua y con una cultura-, una respuesta posible a la
pregunta heideggeriana acerca de por qué permanecemos en la provincia. Porque
aunque Martínez se haya desplazado a lo largo de su vida desde Córdoba a
Catamarca, desde Catamarca a Tucumán, desde Tucumán a Buenos Aires, su poesía
permanece en un lugar que no es, estrictamente, ninguno de esos. Está en un
plano que no es el de la pertenencia a un lugar concreto, a un lugar específico
realmente existente, sino a un mundo posible, el mundo de su poesía, en el que todavía se escuchan las voces de los antiguos
abuelos españoles, de los antiguos abuelos indios, de las luchas tremendas por
la posesión de la tierra y por la defensa de lo propio que en el antiguo
dominio de los andinos asumió dimensiones insospechadas, dramáticas y épicas,
poco conocidas, y que fueron retratadas por Adán Quiroga, que vivió casi toda
su vida en Catamarca, en Calchaquí en
1897.
“Tacana”,
el término, forma parte del vocabulario del mortero y del moler: en esta
genealogía artesanal, Tacana, el
poemario, puede ser visto como el lugar donde confluyen las voces, donde se
celebra la palabra, donde se ejerce la memoria y la vida. Es, en definitiva, el
producto de una escritura en “sustrato” que se piensa como un modo de lo que
dura, como una forma de lo que persiste.
Diego
Bentivegna