lunes, 13 de marzo de 2017
“Vallejo biopolítico: notas de lectura”, por Diego Bentivegna
Una experiencia del mundo, de César Vallejo. Prólogo y compilación de Carlos Battilana. Buenos Aires, Excursiones, 2016, 130 páginas.
Ben Hur. Metrópolis. La quimera del oro. En las crónicas que César Vallejo escribe desde Europa y que se reúnen en este volumen al cuidado de Carlos Battilana, el cine, tanto en sus versiones europeas como en la ya irrefrenable expansión de la industria norteamericana, es una de las experiencias culturales que se registran con mayor insistencia. Para Vallejo, podrá pensar el lector que se acerque a este libro, el cine es tan importante como la pintura o como la poesía. Cuando en la década del veinte Vallejo (reside en París desde 1923, cuando se va definitivamente de Perú después de un período en la cárcel en el que escribe la mayor parte de los poemas que se recogen en Trilce) envía sus crónicas europeas a diferentes medios hispanoamericanos (entre ellos, a la revista Amauta, dirigida por Mariátegui, sin duda el momento constitutivo para pensamiento crítico de matriz marxista en nuestro continente) el sonoro estaba en ciernes y todavía era posible pensar al cine como una experiencia relacionada con un silencio total. “Se olvida que la música debe ser excluida radicalmente del cinema y que uno de los elementos esenciales del séptimo arte es el silencio absoluto”, escribe Vallejo en “Contribución al estudio del cinema” (Mundial, Lima, 1927), un artículo en el que explora un espacio mudo del arte, casi místico, en un momento anterior a la introducción del sonoro y a su configuración como industria cultural internacional. El cine espeja, en cierto sentido, la mudez del indio americano, que Martí había señalado en “Nuestra América” y que regresa en el substractum quechua que Mariátegui lee por debajo de los versos de los dos primeros libros de Vallejo. Más que de un arte de la palabra y del relato, la imagen en movimiento era aún un arte del gesto, donde formas que habían sido erradicadas de la cultura burguesa –un cultura que se dirigía a una suerte de marcada afasia gestual– encontraban un lugar de supervivencia.
Es en la experiencia del cine como arte total y al mismo tiempo, paradójicamente, como un más allá del arte donde se cifra algo de la la potencialidad política que aún hoy reside en los textos de Vallejo. Algo que espeja y expande una dimensión que la poesía de Vallejo pone en primer plano, desde el verso inicial de Los heraldos negros hasta los textos dispersos, escritos al calor de la guerra civil, que confluyen en España, aparta de mí este cáliz: una poética, y una política, de la vida. Es esta recurrencia de un léxico asociada con lo humano y, en general, con la vida lo que explica la insistencia en los escritos de Vallejo de figuras que, como los muertos vivientes, las cruzas entre primates y monos, el enfermo de los nervios y el loco, interrogan la relación entre bios y zoe, entre mecanismos de control y vidas desnudas, entre capitalismo y locura. Las figuras que pueblan las crónicas del poeta peruano y que nos siguen inquietando son figuras biopolíticas, que se instalan en un linde, pero que al mismo tiempo lo cuestionan. Vallejo da cuenta, por ejemplo, del experimento del científico ruso Sergei Voronoff, que afirma haber injertado el ovario de una humana en una mona, la posibilidad de intervención en el cerebro concebido como un órgano “sintético” o del fenómeno de los muertos vivientes. “No hay que olvidar –afirma Vallejo en “Los enterrados vivos” (Mundial, Lima, 1929)– que la comprobación de la muerte por medio de los métodos propuestos por fisiólogos y a los que alude el doctor Farez, ofrece serias dificultades científicas, cuya solución depende de la sensibilidad particular de cada médico más que de las fórmulas y reglas generales.” Lo político en Vallejo es, más que una toma de posiciones ideológicas preconcebidas y más, sobre todo, que una serie de declaraciones enfáticas que evidencian que se sostiene un discurso; es centralmente una zona de sentido en la que se ponen en juego posiciones en torno a la vida y sus relaciones complejas con los lenguajes.
Organizados en tres grandes bloques (“Experiencia del mundo”, “Relatos sociales” e “Iluminaciones”), los textos en prosa que Battilana reúne en Una experiencia del mundo arman un mapa de los desplazamientos del intelectual latinoamericano del siglo XX. Es un mapa de los espacios de significación que escritores como Vallejo, tensionados entre sus antepasados indígenas y sus abuelos españoles, entre las sierras peruanas natales y las grandes urbes de América desde donde llega información y “cultura”, entre la vida cultural latinoamericana y los centros mundiales, relevan, recortan y, sobre todo, cargan de sentido.
París, en la estela del viaje modernista y de la irradiación de Darío, es, por supuesto, el espacio desde el que Vallejo participa en los debates en torno a la condición de una literatura moderna en América Latina. La selección de Battilana, que habría que leer a trasluz de la compilación publicada en 2014 por Fondo de Cultura Económica con el título Camino hacia una tierra socialista, a cargo de Víctor Vich, vuelve a proponer lo que, hoy por hoy, es uno de los textos canónicos para pensar las literaturas de vanguardia de esta parte del continente: el artículo “Contra el secreto profesional”. Allí, luego de recorrer algunos de los elementos constitutivos de las vanguardias en lengua española y de mostrar su filiación previsiblemente europea, Vallejo se distancia, en un movimiento, de cierto latinoamericanismo enfático que asocia con Gabriela Mistral y su condición post-modernista y de cierto localismo universalista, que encuentra en el Borges de Fervor de Buenos Aires y de la púdica vanguardia rioplatense.
Las crónicas de Vallejo son una visión del mundo proyectada por un desplazado. Diseñan a su modo una geopolítica mundial, escandida en grandes espacios, cuyos núcleos de significación son las grandes urbes. La capital francesa es el meollo de signos, la cripta de sentido para la escritura vallejiana. Sin embargo, la experiencia del mundo en Vallejo es también la experiencia de otros espacios urbanos, espacios que dan forma y que, al mismo tiempo, hacen de lo mundial un campo de tensiones. París es Breton y es el neotomismo de Maritain, son los comunistas y es Maurras, es el cine de Buñuel y son los ballets rusos, es Proust y el partido comunista más desarrollado de occidente, es el cine y es el comienzo de cierto turismo de masas. Es, en definitiva, el presente absoluto postulado por las vanguardias. Pero París es, al mismo tiempo, la capital del siglo XIX, es Baudelaire y son las barricadas. Moscú –donde se prefigura una sociedad futura (más cercana a lo que realizará el postfordismo que a los socialismos reales) en la que “el trabajo y el placer” no se excluyen, sino que son complementarios– y Nueva York funcionan, en cambio, como ciudades futuras: como espacios de sentido en los que se dirimen las articulaciones entre arte y política, pero también entre política y vida. “La civilización –afirma Vallejo en un artículo dedicado a la pasión creciente en las ciudades europeas por los animales domésticos–, en vez de acrecentar el amor entre los hombres, cualesquiera que sean su raza o su nacionalidad, acrecienta la xenofobia”. La figura política que evocan no es la del ciudadano, sino la de aquel que define de manera a menudo trágica la experiencia del siglo XX: la condición del extranjero, del expatriado, del refugiado. Y es, también, la condición del bombardeado (“al amanecer una ciudad como Saint Denis, verbigracia, no será sino un montón de escombros humeantes donde yacen cuarenta mil cadáveres, entre los cuales circulan algunos locos, antes de agonizar”, “Cómo será la guerra futura”, de 1929). Las maniobras aéreas en Vincennes, Londres o Zurich no son para el poeta peruano reuniones bellas y anecdóticas. En ellas se inscribe el dominio militar y criminal del aire que supone, como dirá pocos años más tarde Carl Schmitt, un nuevo nomos de la tierra que llega hasta nosotros (Yemen, Siria, Irak) y que Vallejo ya entrevé en los años posteriores a la primera guerra mundial.
“Nosotros, en frente de Europa, levantamos y ofrecemos un corazón abierto a todos los nódulos de amor, y de Europa se nos responde con el silencio y con una sordez premeditada y torpe, cuando no con un insultante sentido de explotación”, leemos en el artículo “Cooperación”, publicado en un diario de Trujillo en 1924, poco tiempo después de que Vallejo se instala en París. En última instancia, para Vallejo ya no se trata de lidiar, como en el primer modernismo al que el peruano vuelve de manera insistente (Darío, y en menor medida José Martí, son para Vallejo –como enfatiza Battilana en sus palabras introductorias– figuras desde las que explora su propia experiencia de mundo, su propio Canto errante) entre París y la Real Academia. Ya no se trata, tampoco, de pensar una poética en el marco de la disputa por el eje cultural del mundo hispánico (Madrid, México o Buenos Aires). La economía literaria de Vallejo es, en este punto, más compleja: es una geopolítica global, una percepción del mundo que busca un medio nuevo de expresión, como se propone, por ejemplo, en el artículo titulado “La confusión de las lenguas” (1926) o en “Duelo entre dos literatura” (1931), donde Vallejo sostiene una concepción política proletaria de la lengua como exploración de una “lengua de las lenguas”. No es la búsqueda de una entonación propia, no es ni el idioma de los peruanos ni el idioma de los argentinos, aquello que postula el poeta, no es tampoco la lengua surrealista, convertida ya en una serie de procedimientos previsibles o controlables (“Autopsia del surrealismo”, 1930), sino un lugar eminentemente político donde la “propia” lengua deviene siempre otra cosa. A diferencia de Borges y de lo que es hoy más bien una versión aceptable, civilizada y depontenciada de cosmopolitismo latinoamericano, no se trata de que el escritor latinoamericano pueda apropiarse de toda la “tradición occidental”, sea lo que fuere ese enigmático conjunto de materiales culturales, sino de percibir las tensiones y los conflictos que pueblan esa tradición y que, en realidad, la constituyen.
El “Poema conjetural” de Borges, sin duda su texto en verso más logrado, retoma y confirma la tensión constitutiva entre civilización y barbarie; Vallejo, en cambio, en una línea que lo acerca a los Ranqueles de Mansilla y a “Nuestra américa” de Martí, pone en crisis esa dicotomía y nombra al sujeto político latinoamericano como “bárbaro”. Si esa tradición es, básicamente, una tradición letrada, configurada como una memoria escrita materializada en un sistema de formas y de citas, una tradición textual accesible a través de un click o legible en una biblioteca, el horizonte de la escritura vallejiana reinstala en un lugar determinante, como plantea recientemente Agamben en una breve aproximación al poeta peruano, otra figura: la del analfabeto “por el que escribo” del “Himno a los voluntarios de la república”, que abre España, aparta de mí este cáliz. En efecto, los escritos de Vallejo son políticos de manera constitutiva, en tanto más que acentuar el modo en que todo, absolutamente todo, deviene en algún punto texto, ponen en evidencia una distancia, el hiato y el silencio entre la posibilidad de trabajar la voz del subalterno y el hecho de que ese subalterno hable, diga o escriba, como la B que escribe con un dedo grande en el aire que traza Pedro Rojas en el libro dedicado a la guerra de España. La distancia, si se quiere, entre experiencia y transmisión, entre praxis y lenguaje, entre ser y palabra. Evidencia así los huecos políticos de ese pantextualismo. Hace explícitos sus espacios de fuga.
Para ello, Vallejo se detiene en sus textos de más marcado carácter político en la crítica a pensar desde América latina en términos de copia, de reproducción acrítica de experiencias europeas. Es una crítica en la que Vallejo incluye tanto a las instituciones de carácter republicano y liberal, que contribuyen, después de la conquista española y de la independencia a “finiquitar nuestras formas indígenas de vida”, como a un marxismo acrítico, calcado de la Tercera Internacional. No es casual, pues, que el recorrido ensayístico de Vallejo se cruce con el de dos de sus coterráneos más lúcidos, como José Carlos Mariátegui –con su concepción del marxismo latinoamericano como un marxismo creativo– y Víctor Raúl Haya de la Torre –con su planteo de una posición indoamericana como nueva articulación de la Stimmung política y cultural del continente–. No es casual, tampoco, que haya llegado hasta nosotros una grabación del Che Guevara en la que recita el primer poema de Los heraldos negros. El modo en que Vallejo se posiciona en relación con la tradición es un modo heteróclito, es una filosofía de la praxis. No propone habitarla de manera despreocupada, no procura contemplarla desde el espacio relativamente clausurado de la biblioteca babélica, sino vivirla en la tensión de elementos heterogéneos que nunca llegan a fundirse, operar con ellos desde una posición mestiza como formas de conjurar una idea de cultura y de política que, en palabras del propio poeta, “no nos han dado ningún principio nuevo de vida”.