Irene Gruss,
Entre la pena
y la nada.
Buenos Aires,
Del Dock, 2015, 58 págs.
Es habitual: Entre la pena y la nada, el último libro
de Irene Gruss (Buenos Aires, 1950) se abre con una serie de epígrafes. Son
tres: uno, el más extenso, está extraído de Las
palmeras salvajes, de William Faulkner, y en él están las palabras que dan
título al libro. Los otros dos son de los diarios de Cesare Pavese y de la
poesía de Charles Baudelaire.
La elección de
los fragmentos es, por supuesto, significativa. Ellos trazan un espacio poético
eminentemente moderno: el espacio que se abre con las Flores del mal, y que tiene su momento clásico en las poéticas de
mediados de siglo XX, la época de Faulkner y de Pavese: poéticas posteriores a
las vanguardias, menos estridentes y enfáticas, más calmas (para retomar uno de
los títulos de la propia poeta) y reflexivas y, visto el panorama desde hoy,
más persistentes que ellas.
Algunos de los
poemas que integran Entre la pena y la
nada están prácticamente construidos mediante el montaje de materiales
heterogéneos, verbales y visuales, que dan cuenta del canon de la que escribe,
desde Virgina Wolf a Juana Bignozzi, desde las apariciones de Anna Magnani en el
cine de posguerra a Philip Dick. La condición polifónica es lo que sostiene en
gran parte estos poemas de Gruss. Sus textos son máquinas perceptivas de las
voces del otro: escribir poesía ya no es entonces hallar una voz propia. Por el
contrario, lo que se desprende de ellos no es la de la poesía como propiedad,
de la poesía como voz propia, que atraviesa una parte de las exploraciones de
los poetas de su generación. En los textos de Gruss prima, más bien, la
voluntad de situarse donde una voz está en condiciones de confluir con otras,
como sucede ya en el poema que abre el libro, que reescribe la expresión
“plegarias atendidas” de Teresa Ávila que, a su vez, fue retomado en el siglo
XX por Truman Capote como título de uno de los libros en lengua inglesa más
logrados. Se trata de propiciar, en estos cruces, en estas apropiaciones, en
estas traducciones, la poesía.
En los epígrafes
de Entre la pena y la nada hay una
falta que resulta sintomática. Es la del nombre que a medida que avancemos en
la lectura del libro será una aparición obsesiva: la del peruano César Vallejo.
Recientemente, se publicaron en nuestro país una selección de escritos en prosa
de Vallejo, en su mayoría crónicas escritas desde Europa para diferentes medios
hispanoamericanos. Algo que se desprende de esas crónicas, casi un siglo
después de su publicación, cuando el mundo del que hablan, -entre el
stalinismo, el fascismo histórico, los frentes populares y la guerra civil
española-, aparece como inexorablemente enterrado, es la capacidad de Vallejo
para percibir el modo en que la escritura se define en relación con la vida y
con sus espacios de politización. Es, si se quiere, una percepción biopolítica, para la que lo viviente se dirime en un
espacio liminar, en un umbral. Creo que la presencia de Vallejo en estos poemas
Gruss puede leerse en relación con la condición liminar.
Como la poesía
de Vallejo, que entra y sale en diferentes lugares de Entre la pena y la nada (sobre todo la de Poemas humanos y la de España,
aparta de mí este cáliz), la
última poesía de Gruss discurre por los umbrales. Por un lado, la situación de
la que escribe es una situación que ve la vida desde una condición que tiene
algo de postludio, para retomar la
expresión del último Gotffried Benn, cuyos climas otoñales y su percepción de
lo cotidiano parecen análogos, más allá de una influencia directa que no es
comprobable en principio a través de citas y comentarios, en Gruss. Así, al
inicio del libro hay una serie de poemas que captan una situación melancólica,
en los que la que escribe lo hace desde un momento posterior a la fiesta, desde
el después de una reunión.
Jabón y agua
tibia arrastran lo que quedó de la fiesta.
Todavía no es
rancio el perfume del vino
y el ahora
pastoso barrido de los platos es burbuja
que salta en un
mover sagrado;
otra vez la
vajilla sin mácula, nada que reste de alegría
esmerada en un
durar interior.
Lo que brilla es
pasado y preparación para lo que urge, lo que se aproxima.
En un misma
serie liminar, el balcón como espacio de un “entre”, como un “entre lugar”, se
tematiza de manera explícita como el espacio desde el que Gruss piensa la
poesía. Como en un poema en el que la que escribe mira desde su balcón a una
anciana en un balcón vecino que está estrujando un trapo, y que, por su capacidad
de concisión y de economía, puede ser visto como una síntesis del modo en que
en estos últimos años Gruss escribe sus versos:
Esa vieja a lo
lejos apenas puede colgar en la soga un repasador,
antes lo
retorció pero ya no es como antes,
cuando la fuerza
era ciega y
eran sábanas,
toallones, el mameluco de su hombre, los
infinitos
calcetines, no,
ahora ya no (….)
El balcón, como
lugar que es al mismo tiempo de la casa, pero que es ya un afuera. La poesía,
su escritura, como una práctica que remite a un acto de apartamiento voluntario
del mundo –nada más solitario que el acto de escritura- pero que, en ese mismo
gesto, se abre hacia un afuera. Como una práctica de escritura de sí, pero no
como ejercicio de clausura o de cierre, sino como forma de exteriorización.
Se ha hablado de manera insistente de la
poesía de Gruss como una poesía de lo cotidiano, en serie con las poéticas de
los años en que se formó junto con otros miembros de su misma generación con
los que comparte evidentes afinidades y confluencias, como Daniel Freidemberg o
Jorge Aulicino. Sin embargo creo que en Gruss lo cotidiano, más que algo del
orden de lo que puede ser sin más constatado, parece ser, más bien, algo del
orden de lo problemático, de lo efímero. Y eso tiene consecuencias en el
estatuto mismo de la palabra del poema. En Gruss, ella no es un simple fin en
sí misma, como en las alturas neoclásicas, ni un espacio de comunicación como
en la poesía de lo cotidiano, ni mucho menos un goce en el derroche neobarroco,
sino condición significante, profundidad, opacidad. Sus marcas son las una
memoria familiar hecha de fragmentos significantes, a una cripta doméstica, que
habita las palabras de la que escribe, como en el texto que le dedica su madre:
Tu nombre está
incrustado en el nombre de
Tu madre como
una i, se adosa
Cual baba
pegadiza y blanca
a modo de
reparación de una escultura rota (…)
La presencia de
lo otro, encarnado en las personas o plasmado en los objetos, no es materia de
una mímesis que pudiera pensarse como simple y directa, sino un trabajo de
elaboración y de síntesis en la que hay un resto que permanece como no
nombrado, una zona que aparece como comunicable. Como resistente a la palabra.
Es en ese lugar
al mismo tiempo extrañado y melancólico, entre la pena y la nada, donde habita
la poesía más reciente de Gruss.
Diego
Bentivegna