miércoles, 5 de noviembre de 2008

"El otro y el monstruo"



El otro y el monstruo: una lectura de Edipo

Diego Bentivegna

El abismo al que me arrojas está dentro de ti.
La Esfinge en Edipo Re, de P. P. Pasolini.

Empecemos por el final de la saga, por Edipo en Colona, la tragedia de Sófocles representada por primera vez después de su muerte, con la que el trágico de Atenas cierra el ciclo edípico. En ella, Sófocles reelabora algunas de las versiones que narraban los últimos días del héroe tebano. Expulsado de su patria luego de que se devela como asesino de su padre y esposo de su madre, Edipo es condenado a vagar, pobre y extranjero, fuera de los límites de Tebas y de su territorio.

Hija de este anciano ciego –son las palabras de Edipo, las palabras con las que se abre la tragedia-, ¿a qué región hemos llegado? ¿Qué gente habita en la ciudad? ¿Quién hospedará en el día de hoy al errante Edipo, que no lleva más que pobreza? [1]

Incluso al borde de la muerte, el tyrannos, ahora mendigo, es la expresión más palpable, más corporizada, del miasma y, por lo tanto, debe permanecer fuera de los límites de la ciudad, si es que se la quiere preservar de los males que el infecto trae consigo. Sin embargo, el trágico de Atenas agrega un dato que complejiza la herencia del mito. A través de la tragedia, Apolo afirma que, aun en plena desgracia, lleva consigo los signos de la fortuna: la tierra en la que su cuerpo yazca, predijo el oráculo de Apolo, será una tierra invulnerable. Dice Edipo a Teseo, el jefe político de Atenas:

“Y nunca digas a ningún hombre el lugar donde quede sepultado este cuerpo mío ni el paraje en que se halla, para que de este modo te proporcione siempre, en contra de tus vecinos, la fuerza que puedan darte muchos escuderos y tropa extranjera”

En La hospitalidad, Jacques Derrida ha insistido en la importancia de Edipo en Colona como texto en el que se escenifica al héroe como el-fuera-de-la-ley, como el extranjero que no se constituye en cuanto a su lugar de nacimiento, sino en cuanto a su lugar de muerte. “La problemática del extranjero –afirma Derrida- atañe a lo que sucede en la muerte y cuando el viajero reposa en tierra extranjera”[2]. Para Derrida, la tragedia de los últimos momentos de Edipo es la tragedia del secreto político, de la cripta fundacional de la polis ateniense: del secreto sobre el lugar de la sepultura de Edipo, que sólo Teseo conoce y que dará en herencia a sus descendientes, como garantía de la invulnerabilidad de Atenas. Algo que tiene que permanecer oculto. Un lugar profundo en la tierra que, tal vez, como el altar que encuentra San Pablo en su paso por Atenas, resta como un lugar vacío.
Poniendo en escena los últimos días de la vida de Edipo, que terminará yaciendo en un lugar no marcado, en una tumba secreta en el bosque de las Erinias, en Colona, en las puertas de la ciudad de Atenas, Sófocles narra la gloria de su propia patria: evidencia hasta qué punto la tragedia es el modo en que la polis de Atenas se narra a sí misma: escenifica su propia condición de ciudad hegemónica, de puerto dominante, de lugar de conducción de ese territorio fragmentado, quebrado, que es el archipiélago griego. El coro de anciano “extranjeros” (la tragedia los denomina así, adoptando la perspectiva de Edipo y de su guía, Antígona) entonan, así, un canto de alabanza de Atenas y de su tierra:

Has venido, extranjero, a la mejor residencia de esta tierra, región rica en caballos, al blanco Colono, donde trina lastimeramente el blanco ruiseñor, que casi todo el año se halla en sus verdes valles morando en la hiedra de color de vino, y en la impenetrable fronda de infinitos frutos consagrada al dios, donde no penetra el sol ni los vientos de ninguna tempestad

Sigue la descripción de esa porción del Ática como un verdadero locus amoenus, un paisaje casi virgiliano en el que las plantas por sí mismas y en las que las fuentes manan fresca agua durante todo el año. El coro canta, además, al árbol de Atenea: al olivo, que


también crece aquí, cual yo nunca lo he oído ni de la tierra de Asia, ni tampoco de la gran dórica isla de Pélope: el árbol que nunca envejece, nacido espontáneamente y terror de enemigas lanzas…

Las Erinias (llamadas también las Euménides, esto es, las bondadosas) las deidades a quienes está dedicado el bosque de Colono, son, en la tragedia, las dioses de la tierra, de la muerte y de la justicia. A diferencia de los olímpicos, que reinan en las alturas, las Erinias son diosas terrenales, son diosas de la autoctoctonía, seres arraigados en un estadio más antiguo, más primitivo y monstruoso que el estadio apolíneo en el que brillan los dioses olímpicos. Como ha estudiado en un texto enorme, Los dioses de Grecia, el filólogo alemán Walter Otto,[3] los dioses de la fe antigua, de la que hay numerosas huellas en la poesía de Homero y Hesíodo, se enraízan en la tierra, como la existencia misma del hombre. “Tierra, procreación, sangre y muerte son las grandes realidades que la dominan”, dice Otto.
Más recientemente, el teórico ruso Michael Yevzlin, recuerda que para los griegos, al menos para Hesíodo, la tierra es al mismo tiempo gaia y cton: madre generadora, en el primer caso, y cuerpo que contiene en su seno al Tártaro, el reino de los monstruos, en el segundo. “Gea –afirma Yevzlin- se define como pélore: “monstruosa”, “prodigiosa”, “de enorme o desmesurado tamaño”, “inmane”, “espantosa”; es decir, es el monstruo arquetípico o cuerpo monstruoso que genera por sí mismo cielo, montes y mores”.[4] El triunfo de los dioses olímpicos, con Zeus y con su hijo Apolo, el dios solar, a la cabeza, no representa el borramiento absoluto de los dioses primitivos, de las antiguas deidades de la tierra. La nueva religión desplazó a las deidades ctónicas, pero las dejó permanecer, inexorables como las Euménides, en su fondo. De alguna manera, su memoria persiste incluso en las divinidades extraolímpicas, las divinidades de los bosques, del “mar infecundo” y, sobre todo, de la tierra: en Hades, en Perséfone, que todos los años hacía florecer las espigas en una explosión de flores y de sangre blanca y que, cíclicamente, regresa cada año al seno la tierra, a la región oscura de la muerte de la que nadie puede jamás liberarse.
En ella, en la tierra primordial, no se muere del todo. De ella brota toda vida y toda abundancia. En palabras de Walter Otto. “Nacimiento y muerte le pertenecen, cerrando en ella misma el círculo sagrado” (DG, 39).
Edipo funciona en las tragedias de Sófocles como un lugar de acumulación de sentidos. René Girard se ha detenido en El chivo expiatorio en Edipo como un “auténtico conglomerado de signos”[5], que dan forma, más que a un documento histórico, religioso, antropológico o psicoanalítico, a un texto paradigmático de persecución. Edipo rey, en este punto, constituye para Girard un texto ejemplar: comienza con una forma de crisis colectiva de sentido. Comienza, pues, con la peste, cuyas causas remiten a formas más profundas de indiferenciación: Edipo ha matado a su padre y se ha casado con su padre. Además, Edipo constituye para Girard un lugar de acumulación de sentido en un tercer aspecto: en él se articulan”marginalidad interior” y “marginalidad exterior”. Es mendigo, suplicante, monarca y extranjero.
En la saga sofoclea, Edipo muere como xénos. Muere precisamente entregándose a las diosas de la tierra (que, por ser anteriores a Zeus y a su orden solar, están más allá del poder del monarca de los dioses, exceden a su jurisdicción) a las Erinias, nacidas cuando la sangre de Urano, mutilados sus genitales por Cronos, cayeron en el seno de la tierra. Edipo, muerto, habita en la tierra que, como le advierte el ateniense que encuentra en la entrada del bosque, nadie puede habitar, pues “es posesión de las terribles diosas, hijas de la tierra y de la tiniebla”. El héroe avejentado se pone en las manos de estas diosas primitivas: volviendo, en cierto sentido, al seno de la tierra. Recordemos, además, que las Erinias protegen, entre las cosas sagradas, las obligaciones de hospitalidad “frente a los indigentes, los desamparados y los errantes” (Otto), en los que Edipo, sin ninguna duda, se ha transfigurado.
Según se narra fuera de la tragedia de Sófocles, la Esfinge, el monstruo que, como el propio Edipo, está marcado por la su condición extranjera (¿egipcia?), había planteado a Edipo la pregunta por el hombre. En la respuesta de Edipo, el ánthropos es, en principio, aquello que parece identificarse con la tierra: “Aunque no lo quiera –habría sido la respuesta de Edipo, según lo registra Aristófanes el Gramático -, Musa de mal agüero de los muertos, oye de nuestra voz el fin de tu extravío: te referiste al ser humano, que al principio se arrastra por la tierra en cuatro pies como un infante salido del vientre”.
La Esfinge es llamada, a lo largo del Edipo rey, con una batería de expresiones que connotan monstruosidad: la “dura cantora”, “la virgen cantora de los enigmas, de curvas garras”; es llamada, también, la “virgen alada”: es, en este último sentido, un monstruo infecundo, incapaz de procrear, de reproducirse. En la tragedia, el ciclo vital de la tierra se presenta trastocado, violentado en algún punto por una fuerza eminentemente negativa: por una mancha, que se transforma en peste y en desolación. La tierra de Tebas es, como el espacio entre el mar Egeo y Troya en el comienzo de La Ilíada, asolada por las flechas de Apolo, el que hiere de lejos, una tierra baldía, de malaria (también en el sentido porteño de la expresión) que se contrapone a la tierra feliz del Ática que el coro de ancianos alaba en Edipo en Colono.
En la versión fílmica de Pier Paolo Pasolini (Edipo Re, Italia/Marruecos, 1967), el mensajero que conduce al xenos Edipo a través de la tierra desolada y le señala la pendiente en la que habita la Esfinge, le dice al héroe que el monstruo ha sido enviado desde el abismo de la tierra, recordando quizá que Hesíodo daba a la Esfinge como producto de Etiopía, el cálido límite meridional del mundo entonces conocido, tierra de enfermedades endémicas y de quemazón perenne. Habría que poner en relación esta afirmación del mensajero del Edipo pasoliniano con las escenas del nacimiento y de los primeros días de Edipo, en las que su madre, Yocasta, interpretada por Silvana Mangano, deposita al bebé en la superficie de la tierra. Desde allí, una cámara subjetiva nos muestra cómo se ve desde la posición del chico, el mundo: un mundo deformado, alterado en sus dimensiones habituales. Un mundo que aparece - como el mundo del mito en el que, según el Quirón pasoliniano de Medea, todo es santo- animado por una especie de movimiento permanente, de muchachas y de árboles –son álamos, parecen personas delgadas y melancólicas- que huyen hasta un lugar en el que el ojo, recién separado de la tierra, apenas pueden percibirlos. Un mundo en el que el niño habita como en un extraño sueño.
La versión de Pasolini enfatiza que el seno de la tierra, que es pródigo de frutos, es fuente de vida y de riqueza, pero que, por su mancha, se ha transformado en un vientre seco. De la tierra nace, como de un abismo materno, el monstruo, que, como recuerda Yevzlin apelando a la etimología latina (monstruo, del verbo monstro: señalar, indicar), es el equivalente al signo. Su función fundamental es, según Yevzlin, señalar, indicar. Es una cosa diversa que indica diversidad. La acción heroica consiste en desentrañar el complejo sígnico que el monstruo representa: en operar en ese magma significante una serie de distinciones categóricas, de polaridades binarias (animal / humano; hombre / mujer; sujeto / objeto; aire / tierra, superficie / profundidad) que restituyen el orden del sentido que el monstruo altera.
En la versión de Pasolini, la Esfinge es un ser acentuadamente ctónico y primordial. Su cabeza está cubierta con una máscara monstruosa, una máscara que, como las que cubren a la Gorgona, remiten por su forma a un desmesurado miembro femenino. El ser del film pasoliniano se entronca, en este punto, con una tradición figurativa que se separa de la representación de la Esfinge como un engendro inquietante, pero bello. En la célebre representación del ánfora, que muestra a Edipo en actitud pensativa frente al extraño ser, la Esfinge posee el cuerpo de un león, las alas de águila y un hermoso rostro femenino. Según Aristófanes el Gramático, Edipo la habría llamado “musa”, encantado por la voz melodiosa del engendro, como el Odiseo homérico ante las sirenas. En la iconografía posterior, la Esfinge es, incluso, un ser sensualmente sugestivo, que tienta con su belleza a los viajeros que se le acercan (recordemos a la esfinge como mujer de senos tentadores que pinta Gustave Moreau).
En el film, la Esfinge es definitivamente un monstruo. No se puede, en este punto, hablar de un “rostro” o de una “cara” de la Esfinge: el ser se presenta ante la cámara cubierto por una máscara africana, una máscara que, como la máscara de la Gorgona, produce un efecto monstruoso que oscila entre lo aterrador y lo grotesco.[6] A pesar de su máscara vaginal, la Esfinge es, en las tradiciones míticas de Grecia, un monstruo estéril. Es una encrucijada de la evolución: un lugar en el que la cadena vital, en el que la procreación, se presentan como interdictas. Leemos, así, en el célebre comienzo del Edipo rey, en boca del anciano que dirige el coro de los suplicantes: “Pues la ciudad, como tú mismo adviertes, se encuentra ya sacudida en demasía y no puede sacar la cabeza de los abismos de esta ola sanguinaria” Y es que, a través de Creonte, habla Apolo, el solar, según Otto el dios olímpico por excelencia, aquel que mata distanciadamente con el arco y que “siente la repugnancia más profunda ante los espectros que chupan sangre humana y celebran sus fiestas monstruosas en los lugares de tormentos y horrores” (DG, p. 37). El dios que, según el Himno Homérico, mata con su flechas a la serpiente Pitón que asolaba la tierra en la que, más tarde, surgiría el templo de Delfos. Dice el dios en el Himno homérico:

“Ahora púdrete aquí sobre el suelo nutricio de varones,
pues tú malvada causa de ruinas para los vivientes hombres ya no
serás, los que comen el fruto de la tierra muy fértil
aquí han de traer perfectas hecatombes;
a ti de muerte angustioso ni Tifón
te apartará, ni Quimera innombrable, sino que aquí mismo
te pudrirá la negra Gea y el resplandeciente Hiperión”.[7]

Claude Levi-Strauss, en su Antropología estructural, se ha detenido en la insistencia en la renguera como un mitema central del ciclo tebano. En efecto, Lábdaco, el abuelo paterno de Edipo, es rengo, como su hijo Layo y, por supuesto, como el propio Edipo, cuyo nombre, como se sabe, significa “pies hinchados”. Para Levi-Strauss, el defecto en el pie, la dificultad para caminar, remite a otra cosa: al problema del origen de la vida. La pregunta que está implícita en el mito de Edipo, o al menos en la versión del mito que presente Sófocles, es la pregunta acerca del origen del naciminento. Según Levi-Strauss, aquello que el mito de Edipo narra es el pasaje de la teoría de la autocotonía al “hecho de que cada uno de nosotros ha nacido de un hombre y de una mujer”[8] (AE, 239). Saber quién es el que eres, como le advierte Tiresias a Edipo, es saber de dónde se nace. ¿Se nace de uno o de dos? ¿Se nace de la unión sexuada de lo doble, de los cuerpos que funcionan como progenitores, o, por el contrario, se nace por la disolución de la unidad de una madre única, total y primitiva, de una madre que se identifica con la tierra?
Un paso más allá de Lábdaco, y nos encontramos con Cadmo, quien parece tener una respuesta algo inquietante acerca del origen de la vida. No se nace, tal vez, por unión de dos o por la división dual de lo uno, sino más bien por proliferación, por diseminación: por contagio. No se nace como un individuo, como un sujeto, sino como una horda. Cadmo, el padre de Lábdaco, es el nombre del fundador de la ciudad de Tebas. Según la tradición, Apolo le había revelado, a través del oráculo de Delfos, que debía fundar una nueva ciudad en el lugar preciso donde una vaca, hallada al azar, se detuviera. Cadmo encontró la vaca, la siguió y, cuando el animal se detuvo, lo sacrificó. Mató además (como el mismo Apolo, nos recuerda Marcel Dufrenne[9]) al dragón, el reptil de Ares, el dios de la guerra, que asolaba ese lugar. Arrojó sus dientes a la tierra y de esa tierra nacieron los espartoi (es decir, los hombres sembrados, los hombres salidos de la semilla), que, enloquecidos, comenzaron a luchar entre sí hasta que quedaron tan sólo cinco sobrevivientes: los primeros habitantes de la ciudad de Tebas que, con razón, podían llamarse hijos de la tierra. Cadmo, el extranjero, el fenicio, había dado origen, mediante la siembra y la separación de lo uno, la dispersión desaforada de los dientes en el vientre de la tierra, a uno de los pueblos autóctonos de Grecia. Los autóctonos que están encarnados, en la tragedia, en una voz colectiva: en una voz coral, que permanece como un fondo presubjetivo y múltiple, un canto que pone en escena una forma discursiva colectiva de la verdad.
Se trata de pensar, con Cadmo, formas imaginarias de proliferación que funcionan de manera contrapuesta, si se quiere monstruosa, a la procreación sexuada, a la procreación matrimonial. La serie en la que se inserta Edipo es, en este punto, una serie que pervierte las relaciones familiares. Que las disloca. En este sentido, la simiente de los labdácidas, de los descendientes de Cadmo, es una serie sexualmente “anómala” en relación con las formas consabidas de reproducción. En efecto, según lo ha puesto en evidencia Vernant, Layo, en una tragedia perdida de Eurìpides, también había sido separado de Tebas siendo aun niño y, recogido en la corte de Pélope, se enamora del hijo de éste, Crisipo, a quien termina violentando sexualmente. El padre de Edipo quebranta así las leyes de la hospitalidad. La Esfinge, hija según algunas genealogías habría sido engendrada por el gigante Tifón (esto es, de uno de los seres ctónicos hijos de Gea y del Tártaro, a quien Zeus mató arrojando sobre él el monte Etna), habría sido enviada a la región de Tebas por Hera, la celosa esposa de Zeus, como castigo por el acto de Layo. Según los antiguos, además, Layo era quien había introducido la homosexualidad en Grecia. Como recuerda Leandro Pinkler, Cicerón hace referencia al padre de Edipo en la cuarta Tusculana cuando trata el amor de Zeus por Ganímedes y Platón, en las Leyes, habla de “las cosas que vienen desde Layo” para referirse a la homosexualidad masculina.[10]
El jesuita vasco Ignacio Errondanea, uno de los grandes editores en castellano de la producción de Sófocles, recuerda en un ensayo sobre Edipo publicado en La Plata en 1952 un aspecto algo controvertido en la historia de los Labdácidas[11]: la historia de la disputa entre Layo y Edipo por los favores de Crísipo. En esta versión de la historia, la muerte de Layo a manos de su hijo sería consecuencia de esa disputa, de la maldición de Pélope hacia la familia de Layo y de la cólera de Hera. Según se cree, la maldición de Pélope hacia Layo contenía, in nuce, el argumento de la historia de Edipo: “que jamás tengas un hijo y que, si lo tienes, sea el asesinado de su padre” Es una maldición que involucra pues el orden de la generación, de la procreación.
En todo caso, en Edipo, la serie generativa aparece de nuevo, fatalmente, quebrada. Las mujeres de Tebas, como la tierra en la que viven, ya no producen fruto de su vientre. Para colmo, la amenaza que Edipo cierne sobre la ciudad es la amenaza misma de la esterilidad: “y para los que no cumplan con lo dicho, pido a los dioses no surja cosecha en sus tierras, ni hijos de sus mujeres, sino que perezcan por la calamidad actual e incluso por otra mayor”. La tierra es generadora ya no de vida, sino de la putrefacción que Apolo, mediante sus flechas, había sanado. Duramente, Creonte, el cuñado de Edipo que terminará ocupando el lugar de rey dejado vacío por Edipo y por su progenie, le advierte al tyrannos de manera severa, no bien ha vuelto a poner pie en Tebas luego de su viaje al templo de Apolo, en Delfos: “Diré entonces lo que escuché de parte del dios. Febo nos ordena claramente, señor, echar de la región el miasma crecido en esta tierra, que no aumente hasta lo irremediable”.
Edipo en Colona narra, finalmente, el encuentro entre el tebano y el héroe de Atenas, Teseo. La narración del exilio de Edipo se entrelaza, así, con la narración “nacional” del Ática, con el héroe que, según Nicole Loraux, a partir de la tiranía de Pisístrato comienza a ocupar un lugar cada vez más relevante en los relatos míticos de Atenas. Teseo, en efecto, es el rey político que procede al sinecismo, mediante el cual se reúne en una única ciudad a los habitantes esparcidos por el Ática. Es, también, el rey guerrero, que encabeza la campaña contra unas extrañas mujeres guerreras, las amazonas, que han asolado la región de Atenas y que, en el mito, han llegado a ocupar por un tiempo el espacio sagrado de la Acrópolis. Ha instaurado la polis y ha delimitado la diferencia de género.[12] A diferencia de Edipo, el espacio de las mujeres guerreras contra las que lucha Teseo no es el espacio del xenos, del forastero en el que se reconoce un semejante que debe ser siempre hospedado, sino el espacio desarticulado del bárbaros, la zona que ocupa, por ejemplo, Medea (la bruja del Cáucaso, ligada a los ritos de la tierra y de la fecundidad seminal, como lo escenifica Pasolini en su película de 1969) o las amazonas que están inscriptas, de manera velada, en el interior mismo de la tragedia de Sófocles, en las palabras de Edipo, en las que su lugar es ocupado por los egipcios, de donde habría surgido, recordemos, la leyenda de la Esfinge:

¡Ay de ellos, que en su vida y en su carácter se parecen en todo a la manera de ser de los egipcios! Allí los hombre permanecen en casa fabricando tela, y sus consortes trabajan fuera, proveyendo siempre a las necesidades de la vida. Asimismo, hijas mías, vuestros hermanos, que debían tomar a su cargo los cuidados que las dos tenéis, se quedan en casa como doncellas; y vosotras sufrís, en lugar de ellos, las miserias de este desdichado padre.

Es el disloque de las diferencias. Es el otro absoluto con respecto a la autoctonìa que Atenas, con Sófocles y con el resto de los trágicos, reivindican. Un momento en el que el corte diferencial parece estar diluido.
En su análisis del segundo estásimo de Edipo Rey, Errandonea recuerda la importancia del tema de la hospitalidad en la construcción de la historia de Edipo. El crimen de Layo es, fundamentalmente, el quiebre del orden de la hospitalidad y esa quiebra atraviesa toda la historia de los Labdácidas, hasta Edipo en Colona. En cierto sentido, las historias de Teseo y de Edipo aparecen entrelazadas mucho tiempo antes del encuentro que la tragedia de Sófocles escenifica. Por parte de madre, Etra, el linaje de Teseo se entronca con el de Pélope, el padre de Crísipo que había maldecido a Layo y a su descendencia. Además, como Edipo o como Paris, Teseo es un niño expulsado de su entorno, menos violentamente que Edipo, por su padre, el rey Egeo, quien, temiendo que sus sobrino aspirasen a ocupar el trono de Atenas, decidió dejar al niño en Trecén, con su abuelo materno, el rey Piteo. Lo dice él mismo en la tragedia de Sófocles, en sus primeras palabras:

Por haber oído tantas veces en los pasados años la sangrienta pérdida de tus ojos, ya tenía noticia de ti, hijo de Layo; y ahora, por los rumores que he oído durante el camino, me he convencido de que tú eres. Tus vestidos y desfigurada cara me delatan efectivamente quién eres; y compadecido de tu suerte, vengo a preguntarte, infeliz Edipo, qué auxilio vienes a implorar de este ciudad y de mí en tu favor y en el esta desgraciada que te acompaña. Dímelo, que muy difícil ha de ser el asunto que me expongas para que me abstenga de complacerte, yo, que nunca me olvido que me crié en tierra extraña, como tú, y que en el extranjero he sufrido como el que más, teniendo que enfrentar los mayores peligros, arriesgando mi existencia”.

Teseo es, en la tragedia, el kataxenoo, el que recoge el huésped pero el que, en última instancia, permanece como xenos, como extranjero. Es el hospes-hostis, en la red de sentidos que el término despliega en latín: el que hospeda a Edipo, el hospedado (durante su período de permanencia en el extranjero) y el enemigo, el rey de una ciudad potencialmente hostil a Tebas. Es, también, un héroe en el que pervive, como en Edipo, un elemento ctónico. Pertenece, en efecto, a la simiente de Ericotnio o de Erecteo, el padre mítico de los áticos, nacido de las gotas de esperma de Hefaistos, amante desairado por la virgen Atenea. Los atenienses, como la estirpe cadmea, es la estirpe de los nacidos de la tierra: la estirpe que puede reivindicar, a diferencia de la mayor parte de los pueblos de la antigua Grecia (y, sobre todo, de los dorios de Esparta) un origen estrictamente autóctono.[13] La autoctonía, negada según Levi-Strauss en el plano de la lucha victoriosa del hombre contra el monstruo, permanece sin embargo en el plano de la legitimación de la primacía política de Atenas por sobre el resto de Grecia. Son las formas de lo monstruoso que, en última instancia, se niegan a ser superadas del todo.
Según el mito, Cadmo, el fundador de Tebas, fue expulsado de la ciudad junto con su esposa, Harmonía. En Iliria, la tierra hospitalaria en la que la pareja termina sus días, Cadmo y Harmonía son transformados, antes de morir, en serpientes. El final del fundador de Tebas se enlaza, así, con su momento de apogeo, cuando venció al monstruo que reptaba en la tierra donde surgiría la ciudad de Edipo. Como los tebanos, también, Teseo ha sabido procurarse su propio monstruo: el minotauro. Al vencerlo, ha desligado el nudo que ataba a Atenas con Creta, que ataba a la ciudad de Atenea con la isla primitiva y con sus dioses cavernarios (en la isla se encontraba el monte Ida, en el que Cronos engullía a los hijos que procreaba con Rea). Como el tebano, en la tragedia de Sófocles Teseo oscila entre ser el rey, el soberano de Atenas, el autóctono y el extranjero. El hospes que está siempre al límite de transformarse en hostis.[14] Como los seres con los que se han enfrentado, ambos héroes son un intrincado conglomerado de sentidos. Son zonas de articulación de series opositivas (lo humano y lo animal, lo masculino y lo femenino, lo ctónico y lo olímpico, el individuo y la horda, el hostis y el hospes) cuyo equilibrio es precario. Edipo, Teseo, Cadmo y, en general, los héroes de Grecia, enseñan que hay una distancia entre el yo y el otro, entre el yo y el monstruo, que en ciertas circunstancias puede ser franqueada. Enseñan, como afirma el Teseo que imagina Pavese en sus Diálogos con Leucó, que uno se termina pareciendo a aquello a lo que mata.
Texto de la conferencia dictada en octubre de 2008 en el marco del XXX Simposio de Apdeba (Buenos Aires).

[1] Las citas de Edipo en Colono se efectúan por la edición de Luis Alberto de Cuenca, Sófocles, Tragedias, Madrid, Edad, 1985, trad. de F. Brieva. Para Edipo Rey seguimos la traducción de Leandro Pinkler: Sófocles, Edipo Rey, Bs. As., Biblos, 2006.
[2] Jacques Derrida, La hospitalidad, Bs. As., De la Flor, 2006, p. 92.
[3] Walter Otto, Los dioses de Grecia, Madrid, Siruela, 2003.
[4] Michael Yevzlin, El jardín de los monstruos. Para una interpretación mitosemiótica, Madrid, Biblioteca Nueva, 1999.
[5] René Girard, El chivo expiatorio, Barcelona, Anagrama, 1986.
[6] Jean-Pierre Vernant, La muerte en los ojos. Figuras del Otro en la antigua Grecia, Barcelona, Gedisa, 2001.
[7] Citamos por la versión de Lucía Linares y Pablo Ingberg: Himnos homéricos-Batracomiomaquia, Bs. As., Losada, 2007.
[8] C. Levi-Strauss, Antropología estructural, Barcelona, Altaya, 1994.
[9] Marcel Dufrenne, Cómo ser autóctono. Del puro ateniense al francés de raigambre, Bs. As., FCE, 2003.
[10] Cfr. L. Pinkler, ”El Edipo Rey de Sófocles”, en V. Julia (ed.), La tragedia griega, Bs. As., Biblos, 1996.
[11] Cfr. I. Errandonea, El estásimo segundo de Edipo Rey de Sófocles, Universidad Nacional de la Ciudad de Eva Perón [La Plata], 1952.
[12] Sobre el lugar de Teseo y las amazonas en las narraciones míticas atenienses, cfr. William B. Tyrrell, Las amazonas. Un estudio de los mitos ateniense, México, Fondo de Cultura Económica, 2001.
[13] Cfr, al respecto Nicole Loraux, Nacido de la tierra. Mito y política en Atenas, Bs. As., El cuenco de plata, 2007.
[14] Cfr. al respecto Massimo Cacciari, El archipiélago. Figuras del otro en Occidente, Buenos Aires, EUDEBA, 1999.