De El litoral, de Santa Fe.
Aleluyas de Zapata Gollán
Cecilia Romana
En 1936 apareció la primera edición de “Aleluyas del Brigadier”, obra que Mateo Booz —seudónimo bajo el cual se escondía el rosarino Miguel Ángel Correa—, le dedicó a Estanislao López. Según el autor, los relatos que integran el volumen, estuvieron inspirados en el material que descubrió en el Archivo Histórico de la provincia, sitio que frecuentó hasta que estimaron oportuno echarlo bajo la voz de: “¡Que me fuera a hacer historias a otra parte!”. Las horas que Booz empleó en iniciarse en los antiguos mamotretos dieron frutos, y su libro, si bien nunca fue un best seller, logró delinear en mi pensamiento el más humano de los perfiles de López; al tiempo que lo enmarcó en una narración concisa y amena que terminó mostrándome el cuadro descriptivo más rico de la Santa Fe de principios del siglo XIX de que tenga noticia.
Por la misma época, Agustín Zapata Gollán escribía: “Las puertas de la tierra”, primer volumen de una trilogía que comenzaba a bosquejar los rasgos del derrotero santafesino, en busca de una identificación acorde con su estirpe fundacional. La profusa biblioteca del arqueólogo autodidacta, nacido en 1895, apenas once años más tarde que Booz, contenía no sólo su acervo bibliográfico personal, reunido a lo largo de décadas de estudio y deslumbramiento, sino el heredado de su tío, el periodista y funcionario Floriano Zapata, quien tarde se casó y, según dicen, al no poder soportar la pérdida de gran parte de su biblioteca, abrasada por las llamas en 1902, murió de pena al año siguiente. Si bien no está de más aclarar que por ese tiempo fue víctima de un nefasto accidente de tránsito, bien vale el ejemplo para darse una idea de la gravitación que tiene la literatura en la vida de ciertos personajes.
Fuego, agua, salvajismo del clima o del hombre, los libros han sabido superar, a lo largo del tiempo, los escollos que la imponente naturaleza santafesina les opuso. De esa manera, no ya como la memoria debilitada por la falta de uso, ni mucho menos como la palabra que se pierde en el aire, la escritura, ese testimonio graficado de los acontecimientos, se convirtió en la principal fuente de indagación para desentrañar el misterio de quiénes somos y hacia dónde vamos. Los anaqueles, prolijos a veces, desordenados otras, son el esqueleto de nuestra historia, aunque tienen muchos más huesos que los puramente humanos. La vitalidad de una biblioteca, en cualquier caso, se mide por la capacidad que poseen sus libros de sobrevivir y de caer en nuevas manos, nuevos ojos capaces de asombrarse.
La edición de “Aleluyas del Brigadier” que publicó El Litoral en 1955, cuidadosamente encuadernada por un lector atento, cayó, vaya a saberse por qué, en los estantes de una casa de canje de la calle 25 de Mayo. El ejemplar, de tapas duras color púrpura y letras doradas, quedó librado allí a su propia suerte. Un martes, muy tarde, casi a la hora en que todo cierra, tuve la fortuna de encontrarlo y lo compré por cinco pesos. Lo que sobrevivió de la biblioteca de Zapata Gollán —salvada de las llamas una vez, de la inundación, de los ácaros—, ese millar de volúmenes autografiados, cuyas fechas de edición oscilan, nada más y nada menos, que entre dos siglos, permanece en el Museo Etnográfico Provincial, donde está siendo minuciosamente inventariada y, según calculo, en el lapso de unos meses podrá abrirse a investigadores, estudiantes o inquietos interesados. Porque, al fin y al cabo, toparse con los rasgos de un pasado que nos incumbe, no debería ser nunca una cuestión de suerte. Nada de eso.