Texo leído el miércoles 13 de mayo de 2009 en el Centro Cultural de la Cooperación de Buenos Aires.
Un canto llano: Por la puerta entornada, de Ricardo H. Herrera
la respira {a la luz} la piedra, centelleante y en eterno reposo, la respira la planta, meditativa, sorbiendo la vida de la tierra, y el salvaje y ardiente animal multiforme – pero, más que todos ellos, la respira el egregio extranjero , de ojos pensativos y andar flotante, de labios dulcemente cerrados y llenos de música.
Novalis, Primer Himno a la noche
La piedra desgastada, los guijarros en la vera de un río escueto de montaña que se pierde lentamente, el crepúsculo que se mira desde la sierra o desde las orillas de Buenos Aires, el follaje, caduco o persistente, de algunos árboles y plantas (el pacará): esa percepción de objetos trabajados por el tiempo es la experiencia sobre la que se escriben los poemas reunidos en Por la puerta entornada. Como en la producción anterior de Ricardo Herrera, las percepciones que desencadenan la poesía son percepciones de la sequedad, de lo concreto: en última instancia, son cristalizaciones de un paisaje del que se observa, se fija, detalles específicos. Fugaces.
La poesía de Herrera es, en este sentido, un intento de preservar en algún lugar esa formas naturales fijas, pero al mismo tiempo sometidas al desgaste de los elementos (el paso del agua, el golpe del viento, el crepitar del fuego). Por un lado, su poesía tiende hacia el suelo, hacia la piedra, que es la piedra de Traslasierra o la piedra de alguna playa atlántica pero es también la piedra seca, cosí prosciugata, de L´Allegria de Ungaretti o los huesos resecos de la jibia de Montale, dos de los poetas que Herrera ha traducido y retraducido en un trabajo minucioso de aproximación a la voz del otro y de construcción de una dicción propia. La poesía de Herrera se obsesiona además por el enigma que habita el interior de los objetos, lo entrañable de la palabra: el interior de la piedra de la que puede brotar, tal vez, agua, o, tal vez, una música de palabras que remedan la rítmica latina; el interior del hueso en el que resuena el eco del “vacío que suscita el poema”, que lo acerca al lugar en el que la voz falla, en el que la voz caduca en el silencio: “Y mi voz / hablando calla ante ese puro límite / de la necesidad; la flor, los árboles, / los pájaros, el ritmo tan solícito / de tu cuerpo que viene hacia mi cuerpo”.
Esas experiencias de la dureza y del desgaste, del llenado y de la oquedad, se manifiestan en la poesía de Herrera en una labor sobre la escritura. “mi escritura / desposa ese tranquilo encantamiento, / mitiga tu abandono en el silencio” (19). En su taller de escritura, Herrera trabaja la concentración y la búsqueda. En principio, el trabajo del poeta consiste en un trabajo sobre el ritmo, en un trabajo sobre las medidas, los acentos y los pliegues. Su poesía se articula con una tradición que, lejos de ser desechada, Herrera estudia en sus textos críticos, reunidos ya en varios volúmenes: una serie de lecturas que evidencian elecciones que, justamente por su preferencia por lo clásico y por lo mesurado, resultan inquietantes y cuestionadoras de un cierto estado de la poesía, desajustadas para el panorama poético argentino de los últimos años.
Esa crítica entrelaza así una escritura atrozmente contemporánea y las poéticas que en algún momento se pensaron como constitutivas de la poesía argentina (como las de Enrique Banchs o Ricardo Molinari). Desde un punto de vista formal, la poesía de Herrera plantea esa relación a partir del trabajo sobre un metro específico, el endecasílabo, del que se explora a lo largo de todo el poemario intensidades, posibilidades, lugares de estabilidad y de apertura. Es el endecasílabo el metro que está en la base de los dos movimientos compositivos que, entiendo, atraviesan todo este poemario de Herrera: la exploración de formas métricas tradicionales, como el soneto, y la búsqueda de algo del orden de lo elegíaco. No se trata, como en muchas de las exploraciones actuales de la poesía argentina de un uso en cierto punto distanciado y paródico de esas formas, sino de una escritura que confía en la construcción y exploración de las once sílabas como ejercicio de filiación con un pasado que se respeta y ama. Como el pacará de uno de los poemas del libro, el endecasílabo herreriano se aferra a una singularidad obsecada desde el punto de vista temporal. “Llegar tarde, ser viejo en primavera”. El endecasílabo es el tapiz en el que se elabora la “nostalgia de la cultura universal” de la que hablaba Mandelstam y que Herrera trata en uno de sus más bellos ensayos (“La energía de la civilización”, en Lo entrañable y otros ensayos de poesía, Córdoba, Ediciones del Copista, 2007).
Ambos tipos compositivos, soneto y elegía, no funcionan de la misma manera en el momento de pensar los criterios constructivos de este poemario. Mientras que el soneto es la base de una estructura rítmica fija, la elegía se adecua a metros variados, aunque prefiere sí el endecasílabo, alternado con el verso de siete sílabas, combinación que Herrera explora en su escritura hasta El descenso, poemario de 2002, pero que ya había dejado de lado, a favor del endecasílabo, en Imágenes del silencio cotidiano, de 1999. El soneto es forma concentrada. La elegía, por el contrario, es una forma expansiva, o mejor, una posición enunciativa: un ethos, un tono que busca, sí, el verso de largo aliento, y que encuentra en el endecasílabo un verso hospitalario, pero que apela al mismo tiempo a la exploración de un mundo poético en expansión. Más que una forma, la elegía es pues un posicionamiento, un modo de manifestación del sujeto que se liga con un modo de entender el paso del tiempo, el quiebre del presente como un tiempo signado, atraído por el pasado: la exploración, en fin, de las diferentes formas de lo imaginario.
“Elijo no olvidar”, leemos en el último verso de uno de los poemas de Por la puerta entornada que se apartan de la forma soneto y que funcionan como lugar de pasaje entre las diferentes secciones del libro. El mundo de la elegía es el mundo del pasado, del amor perdido o destruido, de la vida en las sierras al abrigo de un mundo familiar que sólo en sueños puede recuperarse, y que una vez necesita romper la serie métrica, hacerse prosa. La elegía es, también, el mundo de la melancolía, entendida, en Herrera, heredero en este sentido de una considerable tradición poética, pictórica, incluso musical (el Viaje de invierno, la serie de Lieder de Schubert sobre poemas de Müller, da nombre a toda una sección) como una situación de extrañamiento del yo, de desdoblamiento temporal, de cierto aquietamiento de la pasiones, que no necesariamente se identifica con la tristeza. En efecto, si la tristeza, como enseña Spinoza en su Ética, es un estado particularmente desagradable del ser, en la medida en que disminuye su potencia, la melancolía es, en cambio, la conciencia del paso del tiempo, de la pérdida del pasado, de un objeto fantasmagórico que tan sólo puede cristalizarse en un orden imaginario.
“Canto llano”, el título de uno de los textos del poemario, es una expresión que, entiendo, condensa toda la poética de Herrera. En el trabajo sobre una forma de expresión llana, clásica, herreriana tanto en el sentido de nuestro autor como en el del mayor exponente de la segunda generación clásica de la poesía española del Siglo de Oro, posiblemente uno de los casos más evidentes de la sobriedad, del sosiego que Ramón Menéndez Pidal da en Los españoles en la historia como uno de los rasgos invariables del carácter hispánico, Fernando de Herrera, también él un explorador del soneto y de los tonos elegíacos, un poeta estudioso que conoce la tradición poética castellana (es el editor de las obras de Garcilaso) y que escribe de manera manifiesta a partir de ella.
En la escritura de Ricardo Herrera se percibe, además del movimiento compositivo, un segundo movimiento: un movimiento de purificación o, mejor, de temple del verso y de la palabra. “Y así salvar la vida del oscuro designio / del exceso”. En este aspecto, la escritura de estos textos es la escritura de una ascesis. Si los poemas de Herrera trabajan bajo el amparo de formas rítmicas tradicionales, esas formas métricas constituyen algo así como un refugio, como una zona que preserva del desarreglo de los tiempos, que preserva de las distintas formas de desarraigo que a lo largo del poemario se plantean. Una experiencia de la dureza se liga, así, con una experiencia del desamparo, del desarraigo, en suma, del extrañamiento. En Novalis, el poeta es cifra lo humano en tanto extranjero. En Por la puerta entornada, el poeta es alguien que se mueve en un mundo hostil, que se refugia en un elemento mínimo, en un objeto cotidiano entendido, montalianamente, como un gesto desesperado de salvación.
Sin embargo, Por la puerta entornada no es sólo una poesía del trabajo concentrado, de la precisión métrica y léxica y de la sobriedad. Es, también, una escritura atenta a lo inminente. En este sentido, hay algo en esta poesía que remite al acontecimiento: algo del orden de lo inesperado. La puerta entornada por la que, como en el epígrafe de Malcolm Lowry que Herrera sitúa al comienzo de su texto, puede llegar lo terrible o lo inaudito, como en el pasaje de la primera carta de Pablo a los cristianos de Tesalónica en el que el regreso de Cristo se compara al ingreso inesperado de un ladrón por la noche. “La palabra me aísla / en la inminencia de un milagro”. Posiblemente sea esa situación de inminencia, esa situación de espera, lo que hace de la poesía de Herrera no sólo una exploración arriesgada por las formas que ama, sino también la aproximación a una zona de vaciamiento, de oquedad (como dijimos al comienzo), de desajuste de la experiencia. De apertura.
la respira {a la luz} la piedra, centelleante y en eterno reposo, la respira la planta, meditativa, sorbiendo la vida de la tierra, y el salvaje y ardiente animal multiforme – pero, más que todos ellos, la respira el egregio extranjero , de ojos pensativos y andar flotante, de labios dulcemente cerrados y llenos de música.
Novalis, Primer Himno a la noche
La piedra desgastada, los guijarros en la vera de un río escueto de montaña que se pierde lentamente, el crepúsculo que se mira desde la sierra o desde las orillas de Buenos Aires, el follaje, caduco o persistente, de algunos árboles y plantas (el pacará): esa percepción de objetos trabajados por el tiempo es la experiencia sobre la que se escriben los poemas reunidos en Por la puerta entornada. Como en la producción anterior de Ricardo Herrera, las percepciones que desencadenan la poesía son percepciones de la sequedad, de lo concreto: en última instancia, son cristalizaciones de un paisaje del que se observa, se fija, detalles específicos. Fugaces.
La poesía de Herrera es, en este sentido, un intento de preservar en algún lugar esa formas naturales fijas, pero al mismo tiempo sometidas al desgaste de los elementos (el paso del agua, el golpe del viento, el crepitar del fuego). Por un lado, su poesía tiende hacia el suelo, hacia la piedra, que es la piedra de Traslasierra o la piedra de alguna playa atlántica pero es también la piedra seca, cosí prosciugata, de L´Allegria de Ungaretti o los huesos resecos de la jibia de Montale, dos de los poetas que Herrera ha traducido y retraducido en un trabajo minucioso de aproximación a la voz del otro y de construcción de una dicción propia. La poesía de Herrera se obsesiona además por el enigma que habita el interior de los objetos, lo entrañable de la palabra: el interior de la piedra de la que puede brotar, tal vez, agua, o, tal vez, una música de palabras que remedan la rítmica latina; el interior del hueso en el que resuena el eco del “vacío que suscita el poema”, que lo acerca al lugar en el que la voz falla, en el que la voz caduca en el silencio: “Y mi voz / hablando calla ante ese puro límite / de la necesidad; la flor, los árboles, / los pájaros, el ritmo tan solícito / de tu cuerpo que viene hacia mi cuerpo”.
Esas experiencias de la dureza y del desgaste, del llenado y de la oquedad, se manifiestan en la poesía de Herrera en una labor sobre la escritura. “mi escritura / desposa ese tranquilo encantamiento, / mitiga tu abandono en el silencio” (19). En su taller de escritura, Herrera trabaja la concentración y la búsqueda. En principio, el trabajo del poeta consiste en un trabajo sobre el ritmo, en un trabajo sobre las medidas, los acentos y los pliegues. Su poesía se articula con una tradición que, lejos de ser desechada, Herrera estudia en sus textos críticos, reunidos ya en varios volúmenes: una serie de lecturas que evidencian elecciones que, justamente por su preferencia por lo clásico y por lo mesurado, resultan inquietantes y cuestionadoras de un cierto estado de la poesía, desajustadas para el panorama poético argentino de los últimos años.
Esa crítica entrelaza así una escritura atrozmente contemporánea y las poéticas que en algún momento se pensaron como constitutivas de la poesía argentina (como las de Enrique Banchs o Ricardo Molinari). Desde un punto de vista formal, la poesía de Herrera plantea esa relación a partir del trabajo sobre un metro específico, el endecasílabo, del que se explora a lo largo de todo el poemario intensidades, posibilidades, lugares de estabilidad y de apertura. Es el endecasílabo el metro que está en la base de los dos movimientos compositivos que, entiendo, atraviesan todo este poemario de Herrera: la exploración de formas métricas tradicionales, como el soneto, y la búsqueda de algo del orden de lo elegíaco. No se trata, como en muchas de las exploraciones actuales de la poesía argentina de un uso en cierto punto distanciado y paródico de esas formas, sino de una escritura que confía en la construcción y exploración de las once sílabas como ejercicio de filiación con un pasado que se respeta y ama. Como el pacará de uno de los poemas del libro, el endecasílabo herreriano se aferra a una singularidad obsecada desde el punto de vista temporal. “Llegar tarde, ser viejo en primavera”. El endecasílabo es el tapiz en el que se elabora la “nostalgia de la cultura universal” de la que hablaba Mandelstam y que Herrera trata en uno de sus más bellos ensayos (“La energía de la civilización”, en Lo entrañable y otros ensayos de poesía, Córdoba, Ediciones del Copista, 2007).
Ambos tipos compositivos, soneto y elegía, no funcionan de la misma manera en el momento de pensar los criterios constructivos de este poemario. Mientras que el soneto es la base de una estructura rítmica fija, la elegía se adecua a metros variados, aunque prefiere sí el endecasílabo, alternado con el verso de siete sílabas, combinación que Herrera explora en su escritura hasta El descenso, poemario de 2002, pero que ya había dejado de lado, a favor del endecasílabo, en Imágenes del silencio cotidiano, de 1999. El soneto es forma concentrada. La elegía, por el contrario, es una forma expansiva, o mejor, una posición enunciativa: un ethos, un tono que busca, sí, el verso de largo aliento, y que encuentra en el endecasílabo un verso hospitalario, pero que apela al mismo tiempo a la exploración de un mundo poético en expansión. Más que una forma, la elegía es pues un posicionamiento, un modo de manifestación del sujeto que se liga con un modo de entender el paso del tiempo, el quiebre del presente como un tiempo signado, atraído por el pasado: la exploración, en fin, de las diferentes formas de lo imaginario.
“Elijo no olvidar”, leemos en el último verso de uno de los poemas de Por la puerta entornada que se apartan de la forma soneto y que funcionan como lugar de pasaje entre las diferentes secciones del libro. El mundo de la elegía es el mundo del pasado, del amor perdido o destruido, de la vida en las sierras al abrigo de un mundo familiar que sólo en sueños puede recuperarse, y que una vez necesita romper la serie métrica, hacerse prosa. La elegía es, también, el mundo de la melancolía, entendida, en Herrera, heredero en este sentido de una considerable tradición poética, pictórica, incluso musical (el Viaje de invierno, la serie de Lieder de Schubert sobre poemas de Müller, da nombre a toda una sección) como una situación de extrañamiento del yo, de desdoblamiento temporal, de cierto aquietamiento de la pasiones, que no necesariamente se identifica con la tristeza. En efecto, si la tristeza, como enseña Spinoza en su Ética, es un estado particularmente desagradable del ser, en la medida en que disminuye su potencia, la melancolía es, en cambio, la conciencia del paso del tiempo, de la pérdida del pasado, de un objeto fantasmagórico que tan sólo puede cristalizarse en un orden imaginario.
“Canto llano”, el título de uno de los textos del poemario, es una expresión que, entiendo, condensa toda la poética de Herrera. En el trabajo sobre una forma de expresión llana, clásica, herreriana tanto en el sentido de nuestro autor como en el del mayor exponente de la segunda generación clásica de la poesía española del Siglo de Oro, posiblemente uno de los casos más evidentes de la sobriedad, del sosiego que Ramón Menéndez Pidal da en Los españoles en la historia como uno de los rasgos invariables del carácter hispánico, Fernando de Herrera, también él un explorador del soneto y de los tonos elegíacos, un poeta estudioso que conoce la tradición poética castellana (es el editor de las obras de Garcilaso) y que escribe de manera manifiesta a partir de ella.
En la escritura de Ricardo Herrera se percibe, además del movimiento compositivo, un segundo movimiento: un movimiento de purificación o, mejor, de temple del verso y de la palabra. “Y así salvar la vida del oscuro designio / del exceso”. En este aspecto, la escritura de estos textos es la escritura de una ascesis. Si los poemas de Herrera trabajan bajo el amparo de formas rítmicas tradicionales, esas formas métricas constituyen algo así como un refugio, como una zona que preserva del desarreglo de los tiempos, que preserva de las distintas formas de desarraigo que a lo largo del poemario se plantean. Una experiencia de la dureza se liga, así, con una experiencia del desamparo, del desarraigo, en suma, del extrañamiento. En Novalis, el poeta es cifra lo humano en tanto extranjero. En Por la puerta entornada, el poeta es alguien que se mueve en un mundo hostil, que se refugia en un elemento mínimo, en un objeto cotidiano entendido, montalianamente, como un gesto desesperado de salvación.
Sin embargo, Por la puerta entornada no es sólo una poesía del trabajo concentrado, de la precisión métrica y léxica y de la sobriedad. Es, también, una escritura atenta a lo inminente. En este sentido, hay algo en esta poesía que remite al acontecimiento: algo del orden de lo inesperado. La puerta entornada por la que, como en el epígrafe de Malcolm Lowry que Herrera sitúa al comienzo de su texto, puede llegar lo terrible o lo inaudito, como en el pasaje de la primera carta de Pablo a los cristianos de Tesalónica en el que el regreso de Cristo se compara al ingreso inesperado de un ladrón por la noche. “La palabra me aísla / en la inminencia de un milagro”. Posiblemente sea esa situación de inminencia, esa situación de espera, lo que hace de la poesía de Herrera no sólo una exploración arriesgada por las formas que ama, sino también la aproximación a una zona de vaciamiento, de oquedad (como dijimos al comienzo), de desajuste de la experiencia. De apertura.
Diego Bentivegna