Anexos de La Divina Mimesis
En Pasolini.
Romanzi e racconti. Vol.
II, Walter Siti y Silvia De Laude (eds), Milán, Mondadori, 1998. Las notas a
pie de página son de Pasolini.
¿De qué
otra cosa hablan entrando en el verdadero reino
de los
hijos de Cam,
oliendo en
la ciudad el destino
de los
jóvenes delincuentes, cultivando su amistad,
los
muchachos poetas?
Los de su
edad, que todavía velan
bajo
fuertes estrellas,
orgullosos
de sus músculos serviciales,
levantando
estacas para la fiesta
o árboles
de Navidad,
hoscos y
violentos como los padres,
que no son
sino hijos traidores de la juventud:
van en
pareja o en grupos
como
fascistas, los inocentes: su elección
está
hecha, y hablan
en las
entradas o por largos pórticos
o en los
primeros prados geométricos junto a las fábricas,
donde un
rosetón está solo como en el fondo del mar, hablan
de aquello
que hace felices a los felices. Pero ellos,
los hijos
infelices,
hablan en
cambio de literatura.
Han hecho
un pacto con los patrones de la oscura noche
que las
familias temen, conocen sus palabras obscenas,
como por
una ciencia de más[1],
del corazón,
pero, casi
paternos,
con esos
padres del pueblo, y con sus hijos fuertes,
y casi
confortados por su procaz amistad,
con paso
seguro por el adoquinado de los patíbulos
y de las
procesiones, hablan de literatura.
También
ahora, nuevos hijos poetas,
con el
cabello largo,
hacen
demostraciones anti-mundo[2], con un pie
en Pigalle
o Trastevere y el otro en las cinematecas
o en los
conservatorios, cantando sucios como changarines,
los
cinturones que sostienen panzas de bárbaros,
y los
flancos de enamorados de madres, los vientres
que imitan
los de los obreros, pesados, con desesperado
pudor;
cantan:
“Por la
muerte de ese padre nuestro >barrigón<,
de esa
puta pequeñoburguesa de nuestra madre,
de esos
sucios burgueses[3]
de nuestros hermanos,
de esos
cerdos de nuestros abuelos, patrones de la industria,
que
mantienen bajos los salarios manteniendo artificialmente
elevada la
desocupación,
por la
muerte de quien nos ha dado la vida,
desciende
con tus tanques de guerra,
Arcángel,
mano secular,
expulsa a
los inocentes de sus hábitos,
del cine,
de las cenas de Irrealidad,
de los
paseos higiénicos,
de los
domingos,
pon el
desorden en los horarios de sus ciudades,
hazlos
permanecer con la nariz en alto
horas y
horas, esperando la llegada de los bombarderos,
hazlos
estar noche y día en los sótanos,
esperando
quedar sepultados en vida,
en lugar
de ir al teatro,
hazlos
contemplar los hijos colgados de los ganchos
en lugar
de esperar el resultado de la partida, etc., etc.
Lo
sabemos, los primeros que serán muertos seremos nosotros,
jóvenes
poetas que tal vez no serán jamás poetas,
que no
sabrán sino hablar de literatura,
con el
mismo amor de las bestias salvajes por el sol;
por lo
pronto, ¡los más sorprendidos serán ellos!
¡Hitler,
nuestro ejecutor, a menos que
nuestras
maldiciones no sean sino verbales!”.
Y mientras
hablan,
la
luciérnaga cuyos ancestros conocieron tantos amores,
no sabe
nada, y vuela como por primera vez en lo creado,
poliniza
amores áridos
como su
luz,
en las
tétricas noches de primavera.
Trad: Diego Bentivegna
[1965]