Texto leído como presentación de la antología de poesía Hotel Quequén, Quequén, febrero de 2006.
Me encantaría poder recorrer Hotel Quequén como se visita un territorio, sugestionado, es cierto, por el preciosos prólogo de Romana. Allí se habla de plantas, de edificios, de consorcios, de tallos y de savia. ¿Por qué no hablar, también, de territorios, de lugares, como el mismo título de la antología convoca? Quequén, donde antes de ahora jamás he estado, no tiene para mí ninguna resonancia particular. La palabra Hotel no puede sino remitirme a esos hoteles abandonados que vi muchas veces en mi infancia casi cordobesa: los hoteles abandonados desde la época de Perón en Calamuchita donde se llegaba después de pasar arroyos y ranchos a la vera las zanjas, o el Hotel Sierras de Alta Gracia que cruzábamos en tardes da calor ominoso, todavía un poco extrañados por la visita a espacios enrarecidos como el Tajamar o la Estancia Jesuítica. Contrariamente a estos espacios mediterráneos que veíamos como a través de un vidrio estival deformante, contrariamente a esos espacios un poco eclesiales, un poco claustrofóbicos, Quequén me hace imaginar más bien una ciudad gris, un lugar más bien frío como la zona portuaria de Hamburgo en El amigo americano de Wenders. Una ciudad portuaria con marineros rusos y cantinas, con pescadores napolitanos, con olor a fritura. No mucho más que eso. Lo que más me gusta del nombre Quequén es esa imposibilidad de asignar al nombre de un lugar algo del orden del folkorismo o del color local. Quequén, por el contrario, convoca para mí más bien ascética imaginación crítica, algo del orden de un espacio imaginario, como si se tratara de una ciudad caída de pronto de Las ciudades invisibles de Calvino, o como si en ella, aquí, se entrecruzaran las líneas de un meridiano celaniano.
Es como a un espacio imaginario de la poesía como me gustaría, entonces, aproximarme a Hotel Quequén. Una patria poética heterogénea y desagarrada, heteróclita como diría horriblemente Saussure, o el lenguaje-ciudad de Wittgenstein, con sus calles tapiadas y sus edificios a medio construir. Un espacio-lenguaje que se abre mucho más allá en el recorrido centro-suburbio porteño, en la línea Constitución-Boedo cartografiada por Fabián Casas y Washington Cucurto.
En efecto, el espacio de Hotel Quequén es, también, el de la escritura medida, el de los espacios métricos, inasignados, de Diego Muzzio. Espacios métricos que se recorren una y otras vez, que se atraviesan con el lápiz y con el corrector sabiendo que algo del orden de lo inexpresable, de lo sublime, queda suspendido en algún lugar ajeno al poema (He olvidado lo que alguna vez supe de los árboles / pero, si fuera pintor, podría pasar mi vida pintándolos / aunque mis manos torpes apenas sirven para trazar / una y otra vez las negras líneas de ciertas palabras). O el verso quebrado y, como siempre, despojado de Carlos Battilana. En estos versos la percepción está hendida. Mirar, aun mirar inocentemente a unos niños, es un problema. Transformase es, también, y quizá sobre todo, quedarse quietos. Lo mismo que en los breves versos de Carolina Esses, los de “la marca estancada / que prolonga la ausencia”.
Porque en Hotel Quequén hay, también, lugares donde se diseñan mapas, representaciones inestables de un territorio. En otras palabras, hay, también, una geografía lírica, como si las palabras permitirían, por un segundo, cerrando los ojos y tal vez manteniendo por un instante la respiración, recorrer con un mapa raro una terra incognita. Pienso, por supuesto, en el viaje patagónico de Andy Nachón, una Patagonia vacía e inhóspita al borde de estallar, o en la geografía exótica del viaje africano de Mercedes Araujo. Pero también en Pedro Mairal y el recorrido discontinuo por la muerte del caballo que detiene por un instante el desplazamiento alisado por las carreteras nacionales y nos hunde en “el infinito sueño del pasaje” (¿o del “paisaje”?)
¿Es posible el viaje cuando todo territorio es una fuga?, parecen preguntar estos poemas. Cuando todo paisaje adopta las formas desgarradas de los límites entre Brasil y Uruguay del “Yaguarón” de Romana: un río como un espacio de inestabilidad. Un río como correr de aguas que hibridan verso y prosa, diario y poesía. Golpes de taekwondo que son, también, el despliegue violento de un recorrido: “Hago cuentas: un centímetro igual a un kilómetro. Vaguadas que se abren cuando pienso en su pelo de bisonte”.
Con qué viajar. Con quién. Hasta dónde. Hacerlo o no con mapas. No es mejor, acaso, dejarse llevar. Relajarse. Salir a tomar un poquito de aire fresco. Despejarse. Recostarse. Escuchar la voz templada, la voz lenta del tucumano Javier Foguet. Esos versos lentos, largos, que invitan a recostarse en el recodo de un río o a saborear, despacio, un vasito de ginebra en un espacio inhóspito ( No tendrás casa y será inmensa / como una hondonada / la luz de la tarde ). O desangrarse entre las flores, como en los fragmentos de Vapor de Martín Rodríguez alojados en Hotel Quequén: dormir “desnudo entre las flores”, desdoblarse en otro que “duerme desnudo entre las flores, /, se baña de rocío, / sube la molino y reza, / vive en el estado del alba”. Como en los versos de Rodríguez o de Foguet, en los poemas de Marina Serrano viajar también es detenerse, posarse sobre el cuerpo inarticulado, atravesado por flujos, mocos, “llorar cuajado”: el cuerpo desorganizado, fluyente, de la muerta que “está quiera” pero, a la vez, se mueve casi imperceptiblemente, hace fuerza hacia fuera.
Estar quieto y a la vez, moverse. O reclinarse, marcando los pliegues de la panza. Como en los versos medidos que, en la escritura de Gabriela Milone, asumen la forma colectiva del rezo, incluso de una letanía. Los versos de Milone son versos que se leen con lágrimas en los ojos. Versos que no le temen a separarse del gongorismo costumbrista, del barroquismo y del neorromanticismo y que dialogan con Job, con Ezequiel o con Levinas. Una poesía, en este sentido, del otro, de lo otro que adviene en el vientre como una visitación inesperada o que entra en la noche como un bandido como el Mesías de San Pablo. Hay allí una apuesta por la eficacia (perdón por esta horrible palabra) o, mejor, por la potencia de la poesía como agenciamiento colectivo de enunciación. Mi voz, parece decir Milone, ya no es mía. Mi boca tiene el color de la sangre. “Soy una boca negada”. Y es agenciamiento colectivo, que en Milone asume las formas de la letanía y la despojada cadencia de las traducciones castellanas del Antiguo Testamento, lo que permite conectar la experiencia de la poesía de la puntana con experiencias que en principio parecieran tan lejanas de ella, como el canto colectivo, tribal, con el que se cierra “La misma luz en todas partes” de Damián Ríos, o los breves dispositivos poéticos de Manuel Alemián, pequeñas máquinas verbales, artefactos bélicos que disparan palabras hacia las zonas menos sospechadas.
No se regresa indemne de este paseo por Hotel Quequén. Quizá, como sabemos desde que Celan pronunció aquel célebre discurso en otra ciudad portuaria sobre otro mar grisáceo y sobre este mismo océano, una ciudad que casi podríamos aliterar con todas sus es (Quequén – Bremen), incluso hacer rimar sus dos sílabas con nuestro puerto bonaerense (Bremén), ni siquiera es pensable que uno regrese alguna vez a esos territorios. El poema, como la fecha datada, como el prepucio circunciso, sólo tienen lugar una única vez. Entre esos actos y el regreso lo que queda es un espacio abierto. Un hiato. Y lo mejor de Hotel Quequén, con el que se inaugura un emprendimiento editorial cuyo tierno nombre me libera de agregar cualquier trivial comentario, es eso: la alegría de buscar alojamiento, al menos por un tiempito, en ese lugar espiralado, extraño, libre de toda circularidad confirmatoria.
Diego Bentivegna
Me encantaría poder recorrer Hotel Quequén como se visita un territorio, sugestionado, es cierto, por el preciosos prólogo de Romana. Allí se habla de plantas, de edificios, de consorcios, de tallos y de savia. ¿Por qué no hablar, también, de territorios, de lugares, como el mismo título de la antología convoca? Quequén, donde antes de ahora jamás he estado, no tiene para mí ninguna resonancia particular. La palabra Hotel no puede sino remitirme a esos hoteles abandonados que vi muchas veces en mi infancia casi cordobesa: los hoteles abandonados desde la época de Perón en Calamuchita donde se llegaba después de pasar arroyos y ranchos a la vera las zanjas, o el Hotel Sierras de Alta Gracia que cruzábamos en tardes da calor ominoso, todavía un poco extrañados por la visita a espacios enrarecidos como el Tajamar o la Estancia Jesuítica. Contrariamente a estos espacios mediterráneos que veíamos como a través de un vidrio estival deformante, contrariamente a esos espacios un poco eclesiales, un poco claustrofóbicos, Quequén me hace imaginar más bien una ciudad gris, un lugar más bien frío como la zona portuaria de Hamburgo en El amigo americano de Wenders. Una ciudad portuaria con marineros rusos y cantinas, con pescadores napolitanos, con olor a fritura. No mucho más que eso. Lo que más me gusta del nombre Quequén es esa imposibilidad de asignar al nombre de un lugar algo del orden del folkorismo o del color local. Quequén, por el contrario, convoca para mí más bien ascética imaginación crítica, algo del orden de un espacio imaginario, como si se tratara de una ciudad caída de pronto de Las ciudades invisibles de Calvino, o como si en ella, aquí, se entrecruzaran las líneas de un meridiano celaniano.
Es como a un espacio imaginario de la poesía como me gustaría, entonces, aproximarme a Hotel Quequén. Una patria poética heterogénea y desagarrada, heteróclita como diría horriblemente Saussure, o el lenguaje-ciudad de Wittgenstein, con sus calles tapiadas y sus edificios a medio construir. Un espacio-lenguaje que se abre mucho más allá en el recorrido centro-suburbio porteño, en la línea Constitución-Boedo cartografiada por Fabián Casas y Washington Cucurto.
En efecto, el espacio de Hotel Quequén es, también, el de la escritura medida, el de los espacios métricos, inasignados, de Diego Muzzio. Espacios métricos que se recorren una y otras vez, que se atraviesan con el lápiz y con el corrector sabiendo que algo del orden de lo inexpresable, de lo sublime, queda suspendido en algún lugar ajeno al poema (He olvidado lo que alguna vez supe de los árboles / pero, si fuera pintor, podría pasar mi vida pintándolos / aunque mis manos torpes apenas sirven para trazar / una y otra vez las negras líneas de ciertas palabras). O el verso quebrado y, como siempre, despojado de Carlos Battilana. En estos versos la percepción está hendida. Mirar, aun mirar inocentemente a unos niños, es un problema. Transformase es, también, y quizá sobre todo, quedarse quietos. Lo mismo que en los breves versos de Carolina Esses, los de “la marca estancada / que prolonga la ausencia”.
Porque en Hotel Quequén hay, también, lugares donde se diseñan mapas, representaciones inestables de un territorio. En otras palabras, hay, también, una geografía lírica, como si las palabras permitirían, por un segundo, cerrando los ojos y tal vez manteniendo por un instante la respiración, recorrer con un mapa raro una terra incognita. Pienso, por supuesto, en el viaje patagónico de Andy Nachón, una Patagonia vacía e inhóspita al borde de estallar, o en la geografía exótica del viaje africano de Mercedes Araujo. Pero también en Pedro Mairal y el recorrido discontinuo por la muerte del caballo que detiene por un instante el desplazamiento alisado por las carreteras nacionales y nos hunde en “el infinito sueño del pasaje” (¿o del “paisaje”?)
¿Es posible el viaje cuando todo territorio es una fuga?, parecen preguntar estos poemas. Cuando todo paisaje adopta las formas desgarradas de los límites entre Brasil y Uruguay del “Yaguarón” de Romana: un río como un espacio de inestabilidad. Un río como correr de aguas que hibridan verso y prosa, diario y poesía. Golpes de taekwondo que son, también, el despliegue violento de un recorrido: “Hago cuentas: un centímetro igual a un kilómetro. Vaguadas que se abren cuando pienso en su pelo de bisonte”.
Con qué viajar. Con quién. Hasta dónde. Hacerlo o no con mapas. No es mejor, acaso, dejarse llevar. Relajarse. Salir a tomar un poquito de aire fresco. Despejarse. Recostarse. Escuchar la voz templada, la voz lenta del tucumano Javier Foguet. Esos versos lentos, largos, que invitan a recostarse en el recodo de un río o a saborear, despacio, un vasito de ginebra en un espacio inhóspito ( No tendrás casa y será inmensa / como una hondonada / la luz de la tarde ). O desangrarse entre las flores, como en los fragmentos de Vapor de Martín Rodríguez alojados en Hotel Quequén: dormir “desnudo entre las flores”, desdoblarse en otro que “duerme desnudo entre las flores, /, se baña de rocío, / sube la molino y reza, / vive en el estado del alba”. Como en los versos de Rodríguez o de Foguet, en los poemas de Marina Serrano viajar también es detenerse, posarse sobre el cuerpo inarticulado, atravesado por flujos, mocos, “llorar cuajado”: el cuerpo desorganizado, fluyente, de la muerta que “está quiera” pero, a la vez, se mueve casi imperceptiblemente, hace fuerza hacia fuera.
Estar quieto y a la vez, moverse. O reclinarse, marcando los pliegues de la panza. Como en los versos medidos que, en la escritura de Gabriela Milone, asumen la forma colectiva del rezo, incluso de una letanía. Los versos de Milone son versos que se leen con lágrimas en los ojos. Versos que no le temen a separarse del gongorismo costumbrista, del barroquismo y del neorromanticismo y que dialogan con Job, con Ezequiel o con Levinas. Una poesía, en este sentido, del otro, de lo otro que adviene en el vientre como una visitación inesperada o que entra en la noche como un bandido como el Mesías de San Pablo. Hay allí una apuesta por la eficacia (perdón por esta horrible palabra) o, mejor, por la potencia de la poesía como agenciamiento colectivo de enunciación. Mi voz, parece decir Milone, ya no es mía. Mi boca tiene el color de la sangre. “Soy una boca negada”. Y es agenciamiento colectivo, que en Milone asume las formas de la letanía y la despojada cadencia de las traducciones castellanas del Antiguo Testamento, lo que permite conectar la experiencia de la poesía de la puntana con experiencias que en principio parecieran tan lejanas de ella, como el canto colectivo, tribal, con el que se cierra “La misma luz en todas partes” de Damián Ríos, o los breves dispositivos poéticos de Manuel Alemián, pequeñas máquinas verbales, artefactos bélicos que disparan palabras hacia las zonas menos sospechadas.
No se regresa indemne de este paseo por Hotel Quequén. Quizá, como sabemos desde que Celan pronunció aquel célebre discurso en otra ciudad portuaria sobre otro mar grisáceo y sobre este mismo océano, una ciudad que casi podríamos aliterar con todas sus es (Quequén – Bremen), incluso hacer rimar sus dos sílabas con nuestro puerto bonaerense (Bremén), ni siquiera es pensable que uno regrese alguna vez a esos territorios. El poema, como la fecha datada, como el prepucio circunciso, sólo tienen lugar una única vez. Entre esos actos y el regreso lo que queda es un espacio abierto. Un hiato. Y lo mejor de Hotel Quequén, con el que se inaugura un emprendimiento editorial cuyo tierno nombre me libera de agregar cualquier trivial comentario, es eso: la alegría de buscar alojamiento, al menos por un tiempito, en ese lugar espiralado, extraño, libre de toda circularidad confirmatoria.
Diego Bentivegna