miércoles, 9 de julio de 2008

Eugenio (Eugeni) D`Ors: San Jorge



(Publicado en el diario barcelonés La Vanguardia , 23-IV-1949, p. 3)
Lo que más desasosegado traía a Jorge de Capadocia, cuando su santa valentía le llevó a la proeza de que nos hablan, a lo largo de los siglos, historias y tradiciones, era el no haber visto jamás al Dragón. Las voces que acerca del mismo corrían por la aterrorizada ciudad eran tan confusas como contradictorias. Para colmo, ni siquiera le tenían todas por enemigo. No faltaban fanáticos, presos de la obstinación en considerarle como un ejecutor de celestiales justicias sobre gentes cuya molicie y corrupción provocaban a ejemplares castigos. Ni tampoco las «cien doncellas nobles», exigidas por el monstruo como tributo, estaban libres del rencoroso despecho de los unos, de la sorda envidia de las otras. Por abominable que sea en sí mismo cualquier instigador, tiene entre los muros donde se abrigan las aglomeraciones humanas su «quinta columna». Siempre habrá en ellas, por otra parte, aun descontados quienes a la traición conducen las pasiones negras o el mezquino interés, almas oscuramente poseídas por el turbio apetito de catástrofe.Mucho perturbaba al Caballero lo que la situación tenía de equívoco. De talante, él, derecho, sencillo y militar, se hubiera complacido en una lucha, donde el bien y el mal ocuparan, delimitadamente, sus respectivas posiciones. No estaba acostumbrado, como los sutiles juristas, a presumir, en principio, cada uno de los litigantes puede estar asistido por su dosis de razón. Que el Dragón, sobre dañino, fuera brutal, abyecto y soez, entraba en sus hábitos mentales, al igual que el prejuicio de que respondieran las víctimas al más perfecto arquetipo de la inocencia. Pero si aquél era a tal punto inteligente, que hubiese podido establecer con los habitantes un pacto, en vez de embestirles, a tontas y a locas, a golpe de impulso ciego; si acaso alguna de las muchachas había sido llevada al crudelísimo trance por vicio de una femenil curiosidad, culpable de haberlas acercado al terreno del monstruo o a aquel donde el riesgo de las redadas propiciatorias parecía más temible, la consiguiente matización no le cabía en la cabeza a varón de tan lineal bravura. Como los espectadores de los melodramas, Jorge de Capadocia aplicaba inmediatamente al juicio moral el principio de contradicción. Es imposible que una cosa sea y no sea al mismo tiempo; que una cosa sea la otra. El traidor había de estar hecho de substancia de traición hasta las uñas. Su antagonista debía ser, sin tacha y sin nube, un espejo de bondad.Con todo esto, y como, llegado a la ciudad en montura sobre su consabido caballo blanco y a hora de crepúsculo, le quedaba al Caballero, antes de llegar a aquella otra en que situaba su caballerosidad la perspectiva del combate, la noche entera, sus pasos se dirigieron, un poco vagabundamente, hacia los descampados, en cuya vecindad colegía deber encontrarse la guarida del enemigo. Desde un altozano inspeccionó con la mirada los alrededores, descubriendo al fin, en el rincón más oscuro, unas ruinas y un vivac. El sitio era, en verdad, temeroso. Tras de las rejas de un reducto, evidentemente cerrado entre las ruinas, agitábanse vagamente unas sombras blancas, evidentemente las doncellas apercibidas para los crueles festines. Unos lejanos gemidos llegábanse a discernir, aplicando el oído, a pesar de la gran distancia. Pero si los ojos imitaban al oído en lo atentos, divisábase también, al indeciso resplandor del fuego, una forma enorme. Era el Dragón, tendido. En torno suyo, por el suelo y colgados de los secos árboles, las espantables huellas de su antropofagia le cernían: un cráneo, otro cráneo, unos huesos dispersos, como en el tapiz de la Capilla de San Jorge, en la Diputación de Barcelona… Ahora el monstruo dormía. Ahito, colmado, sus enormes mandíbulas de caimán habían quedado entreabiertas; distendidas, las patas. Tal vez entre sus dientes, en sus uñas, se hubieran adivinado hilos de sangre… Pero el caso es que dormía. El caso es que respiraba en paz. El caso es que vivía. Vivía también, como vivimos todos, los buenos y los malos. Silencioso en la silenciosa noche, descuidado bajo la clemencia de los luceros.También a San Jorge estuvo a pique de inundarle los dentros una extraña humedad de misericordia. ¡Los seres rendidos por el sueño tienen, en su indefensión, un aire tal de infancia y de inocencia! Están a nuestra merced. Pudiéramos tirarles una flecha, apuntando a los ojos. Pudiéramos arbitrar que uno de los tizones encendidos del vivac cayera sobre su vientre y lo abrasara. El Caballero, por otro lado, se acordaba de haber combatido, como legionario, en Rusia, tomando parte en una campaña, que se quebró y que les había dejado, a los combatientes, con ciertas enternecidas memorias, ciertas disposiciones a la comprensión, ciertas inclinaciones a la piedad… San Jorge bajó la pica de su hombro. Apoyado en ella, se estuvo largo tiempo en la contemplación del quieto espectáculo del monstruo dormido… De pronto, como en una resolución súbita, volvió a montarse la pica a la espalda. Y, ya de cara al burgo, descendió la cuesta y emprendió el camino de regreso.—Me voy —se dijo—. Si me abandonaba a contemplarlo más, quizá mañana no tendría fuerzas para matarle.




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