"Que el fin último de la palabra sea la celebración es un tema recurrente en la tradición poética de Occidente. Y en ésta, la forma específica de la celebración es el himno. El término griego hymnos deriva de la aclamación ritual que se gritaba durante el matrimonio: himen (a menudo seguido por hymenaios). No se corresponde con una forma métrica definida. Pero, desde las más antiguas constataciones, en los así llamados himnos homéricos, se refiere sobre todo al canto en honor a los dioses. Tal es, en todo caso, su contenido en la himnología cristiana, que vive un imponente florecimiento al menos a partir del siglo IV, con Efrén, en Siria; Ambrosio, Ilario y Prudencio entre los latinos; Gregorio de Nacianzo y Sinesio, en la Iglesia Oriental. En este sentido, Isidoro fija su definición a través de una triple caracterización, la alabanza, el objeto de la alabanza (Dios) y el canto:
El himno es el canto de aquel que alaba, y que en griego significa “loa”, porque
es un carme de delicia y de alabanza. Pero, en un sentido, son estrictamente
himnos aquellos que contienen alabanzas a Dios. Si, por lo tanto, hay loa, pero
no a Dios, no es un himno; si hay loas a Dios, pero no es cantado, no es un
himno. Si en cambio es una loa de Dios y es cantado, sólo entonces es un himno
(Is., Or., 6, 19, 17).
A partir del fin de la Edad Media, la himnología sagrada entra en un proceso de irreversible decadencia. La Laude delle creature franciscana, aunque no pertenece estrictamente a la tradición de la himnodia, constituye su último gran ejemplo y, al mismo tiempo, sella su fin. La poesía moderna, aunque con clarísimas excepciones, sobre todo en la poesía alemana (y en la italiana, con los Himnos sacros de Manzoni) es más bien elegíaca antes que hímnica.
En la poesía del siglo XX un caso peculiar es el de Rilke. Éste, en efecto, travistió una intención inconfundiblemente hímnica en la forma de la elegía y del lamento. Es a esta contaminación, a este tentativo espurio de aferrar una forma poética muerta, a lo que se debe probablemente el aura de sacralidad casi litúrgica que circunda desde siempre a las Elegías de Duino. Su carácter himnológico en sentido técnico es evidente desde el primer verso, que convoca a las jerarquías angélicas (“Quien, si yo gritase , me oiría entre los órdenes / de los ángeles”), esto es, precisamente, a aquellos que deben compartir el himno con los hombres (“Nosotros cantamos la doxología para compartir la himnodia [kóinnoi tès hymnōdias… genōmetha] con las jerarquías angélicas”, escribe Cirilo de Jerusalén en su Cathechesi (Cyr, Cat. M., p. 154)). Los ángeles siguen siendo hasta el fin los interlocutores privilegiados del poeta, a los cuales se dirige ese canto de alabanza (“Alaba el ángel el mundo”, Rilke, 9. 53), que ellos cantan junto con él (“Que yo … júbilo y gloria cante a los ángeles concordes [zustimmenden Engeln] que adhieren al canto”, ibid, 10, 1-2). Y en los Sonetos a Orfeo, que Rilke consideraba “coexistenciales” a las Elegías y casi una suerte de exégesis esotérica de éstas, declara con claridad la vocación himnológica (es decir, celebrativa) de sus poemas. (“Rühmen, das ists”, “Celebrar, es esto”, 7, 1). Así, el octavo soneto brinda la clave de la titulación elegíaca de sus himnos: la lamentación (Klage) puede existir tan sólo en la esfera de la celebración (“Nur im raum der Rühmung darf die Klage / gehn…”, 8, 1-2), así como, en la décima elegía, el himno pasa con la misma intensidad a la esfera del lamento.
En un proyecto de introducción a una edición de las Elegías que no vio nunca la luz, Furio Jesi, que ha dedicado a la lectura de Rilke estudios ejemplares que dan vuelta la tendencia habitual de la crítica que entrevé en las Elegías un contenido doctrinal particularmente rico, se pregunta si tiene sentido, en este caso, hablar de un “contenido”. Sugiere poner entre paréntesis el contenido doctrinal de las Elegías (que es, por otro lado, una suerte de resumen de los lugares comunes de la poesía rilkeana), y leerla como una serie de ocasiones retóricas para mantener al poeta más acá del silencio. El poeta quiere hablar, pero aquello que debe hablar en él es lo incognoscible. Por eso
La eloquio que resuena no tiene ningún contenido: es pura voluntad de eloquio.
El contenido de la voz del secreto que resuena en última instancia no es más que
“el secreto habla”. Para que ello suceda, es necesario que las modalidades de
eloquio se decanten de todo contenido, y lo hagan de manera totalizante, como
para concluir en un punto toda la actividad desarrollada, todas las palabras
pronunciadas. De ahí la organización, en el contexto de las Elegías, de la
multitud de lugares comunes rilkeanos, incluso de los más viejos. Pero de ahí,
también, la necesidad de que exista un cierto lugar en el que hacer confluir los
contenidos de estos topoi, con el fin de que las Elegías puedan resonar en el
vacío… (Jesi, p. 118).
La definición de Jesi de las Elegías como poesía que no tiene nada que decir, como pura “aseveración el núcleo asemántico de la palabra” (ibid., p. 120) vale, en realidad, para el himno en general; esto es, define la intención propia de toda doxología. En el punto en que coincide perfectamente con la gloria, la alabanza no tiene contenido, culmina en el amén, que no dice nada sino que tan sólo consiente y concluye lo ya dicho. Y aquello que las Elegías lamentan y, al mismo tiempo, celebran (según el principio por el cual en la esfera de la celebración puede darse el lamento) es justamente la inmedicable ausencia de contenido del himno, el girar en el vacío de la lengua como forma de la glorificación. El himno es la radical desactivación del lenguaje significante, la palabra que se vuelve algo absolutamente inoperoso y que, sin embargo, se mantiene como tal en la forma de la liturgia.
Giorgio Agamben, Il regno e la gloria. Per una genealogía teologica dell´economia e del governo, Neri Pozza, 2007, pp. 258-260.
Trad: Diego Bentivegna