martes, 31 de julio de 2007

Murió (II)

Reproduzco aquí el hermoso texto que me mandó nuestro incondicional DDV sobre la muerte de Bergman.
Gracias, Diego!!!


Un papá así de grande

por Diego Di Vincenzo
Hoy se murió Ingmar Bergman.
La noticia me causó alguna conmoción, aunque no sabría decir muy bien por qué. Tal vez porque oí a Marcelo Bonelli comunicando la noticia y haciendo una semblanza del “grandioso director sueco”. O tal vez porque, durante un tiempo largo, solo acaricié una meta muy precisa: ver todo el cine de Bergman que podía. Cuando entré en la era e-mule pude conseguir algunas películas que los videos barriales que pueblan nuestros inviernos nunca comercializan, salvo una que otra que colocan (Blockbuster) en esas bateas curiosas que se titulan “Cine arte”.
Recuerdo que la primera noticia que tuve de él fue de una profesora de literatura del secundario. (En otra ocasión habrá que escribir sobre las lecciones inaugurales que tienen para nuestra vida futura algunos profesores.) Dijo, a propósito de un poema de Vicente Alexaindre, algo sobre El huevo de la serpiente. Para mis 16 años de lector empedernido y de postulante-a-chico-“intelectual”-futuro-estudiante-de-letras, ese nombre me resultaba inquietante. ¿Huevo de serpiente? ¿Cómo era eso? Unos años después, creo que a los 18, vi en la Lugones algunas películas de una retrospectiva de esas que nunca uno ve en forma completa. Era El séptimo sello. Fui sin tener la menor idea, salvo por el hecho de que, otra vez, había una alusión bíblica. Para mi cristianismo de entonces, ese director —sueco, además; es decir, nacido en ese país que recibió a una parte del exilio vernáculo y que tenía la triste fama de contar con la mayor tasa de suicidios por habitante— tenía algún empecinamiento con Dios, en particular (se decía) con su silencio. La muerte y el escudero, la partida de ajedrez, el juglar y la visión de la Virgen… un clima de ensueño que recubría, pensaba entonces, algunos valores simbólicos en los que tenía que ponerme a pensar. Entonces no había Internet, es decir, ese acceso rápido y sencillo que resuelve bastante efectivamente cavilaciones como esa. ¿A quién podía preguntarle? Le pregunté a mí tía Aída. Sobre esa película mucho no me dijo, en cambio, me recomendó otras, sobre todo una de la que habló con un empeño singular, al punto de que su aporía (ahora sé que fue una aporía) terminó en un lagrimeo. Se trataba de Luz de invierno, que pude ver muchos años después, un Viernes Santo. Seguía Dios. O seguía la duda de Dios. O la crisis de fe (estaba, por esos años, también leyendo a Vallejo), el rostro existencialmente angustioso de ese pastor que sigue amando desesperadamente a una esposa ya muerta, que es atosigado por una mujer que lo ama profundamente, y a la que él ni siquiera puede devolverle la mirada; ese pastor que nada puede hacer frente al socorro desesperado de un hombre que, sin embargo, se suicida. (No quiero extenderme, pero el Amor, en Bergman, es siempre un juego de locos, una empresa sin sentido. Recuerdo, por ejemplo, Sonata otoñal: la hija confiesa a su madre que vive con un hombre al que no ama.) Comenté Luz de invierno con un compañero de estudios, y me habló de la angustia en Kierkegaard. ¿Cómo era eso? Presuroso intenté conseguir algún libro del gran filósofo danés (otro escandinavo. Volví a pensar en Bergman y en los países escandinavos, no solo cuando leí a Kierkegaard, también cuando vi algunas cosas del Dogma o de L. V. Traer.) Por Bergman, sin dudarlo, conocí El concepto de la angustia.
Luz de invierno fue la primera película que me mostró un final abrupto, inesperado. Después, claro, los vimos en tantas otras La ciénaga, de Martel o en La niña santa. Final sin música. Tan incomprensiblemente abrupto (tan antiholliwoodiano) que por un momento pensé que la película no había finalizado, y que se habría cortado la cinta o que había ocurrido algo de ese estilo (técnico).
Después vinieron, Fanny y Alexander y la Fuente y la doncella. Un poco más tarde, El silencio. Ahora creo que pensé en esa película desde un lacanismo improductivo y estéril. El tiempo me hará volver a ella para quitarme ese abordaje sectario y programado que le ahorra al cine de Bergman lo más primigenio (sigo creyendo ahora) que tiene: uno, los otros, uno con los otros, uno con uno mismo, con Dios. Y basta. Mi Bergman se cifra en esas pocas variables. El resto es indescrifrable, y sin embargo (¿o por eso?), aterrador, al punto de estar tentado de agarrarse de la butaca a cada segundo.
No creo haber escuchado guiones más crueles que los de Bergman. Su crudeza, su desparpajo, su miseria, su impúdico rigor por arrojar a la arena de un agón interminable a todas y cada una de sus criaturas… me dejaron -y no exagero- sin aliento más de una vez. Bergman instala algo del orden del pudor. Genera el acto reflejo de cerrar los ojos para no ver, para no querer entender… O de mirar para otro lado, o de toser, o de distraerse haciendo algo mínimo: sacar un caramelo. Y, en ese sentido, no cambió de perspectiva, ni siquiera en su último film: Saraband tiene una crueldad abominable, y sin embargo, es la película más exacta, más humanamente exacta de todas.
Abominable y exacto. Y sobrio, de recursos y de planteo.
De Bergman se ha dicho mucho ya, y yo estoy diciendo otro tanto. Murió un papá así de grande. No solo están las películas de Allen con sus homenajes explícitos, o la ética protestante y el silencio de Dios, la búsqueda formal por registrar con la cámara el aniquilamiento del tiempo y el espacio (Houston, en su Joyce de The dead, que nosotros conocimos traducida como Desde ahora y para siempre) en el eterno presente del recuerdo (Fresas salvajes).
Pensé en Bergman durante todo el trayecto hacia el trabajo, en el día de hoy. Volví a pensar en él (me hicieron pensar en él): “Mi padre estará muy triste”, se dejó decir una compañera cuyo padre, en efecto, es teólogo, y para más datos, protestante. Hay un Salmo de David para cada película de Bergman, pensé yo. Sería un lindo ejercicio ponerse a rastrearlos.
Por la noche, tuve que visitar el departamento vacío (acaban de dejarlo los inquilinos) en el que hice mi primera experiencia (¿bergmaniana?) de vida, fuera de la casa paterna. Volver a los espacios que uno ha habitado (o lo que es igual: volver al tiempo que evocan algunos espacios) se parece siempre, al menos para nosotros, al recuerdo del Isaac, de Fresas salvajes, y a su encuentro con el amor adolescente (¿Sara se llamaba?). Salí pensando, como Bergman y Quevedo y Góngora y Shakespeare y Whitman, que hay un Bergman para cada ocasión, y un Quevedo, y un... O, en otras palabras, que ya no había dudas (pero ahora las hay menos) de que Bergman es un clásico de “nuestro” siglo, el que terminó hace unos (pocos) siete años, el siglo del cine y de la Revolución, el de las vanguardias históricas y el surrealismo, el de Truffaut y Hitchcock.
El de Pasolini.
El de las Guerras y el de la muerte de la Experiencia.
El de mis abuelos.
El siglo en que conocí a Bergman.
El siglo en cuyo filo conocí el Amor.
El que termina de morirse con él, nuestro breve siglo XX.