(Villotta). Lo inesperado comenzó pasando las Toratis. Hay que decir que toda la gran llanura que se extiende entre el Tagliamento y el Livenza es el lugar de mi vida, y que en consecuencia tiene para mí el sentido de un dato elevado a la enésima potencia, cargado de memoria. La zona de esta llanura que tiene su centro en Casarsa y sobre cuyo perímetro se colocan Spilimbergo, Domains, Zoppola, Bannia, San Vito, Cordovado, Portogruaro y el Tagliamento, a esta altura se me presenta como carente de misterios geográficos; el misterio ha cambiado de dimensiones y asume la configuración de una tectónica sentimental. En los márgenes de esta zona vive un mundo… ¿Cómo llamarlo? ¿De qué manera definirlo? Es un pre-mundo, un purgatorio adormecido, un pasillo que conduce a aquellos lugares de Italia o de Europa que tienen para mí sólo una imagen convencional: lo verde o lo de color oscuro en el Atlas. Más allá de San Vito, en dirección a Pravisdomini y a Chions, cuyo descubrimiento yo postergaba desde hacia ya dos lustros, el campo presentaba esa mutación imperceptible, pero tan significativa, que hacia que me pareciera distinto, “otro” con respecto al que me es familiar. ¿Algo que ya era del litoral o de los pantanos, algo quizá demasiado silencioso o demasiado reciente, no flotaba acaso por sobre aquella llanura de verde esmeralda? Con un asomo de terror, pensé en el boscaje prerromance o romance… Y como para dar cierta solidez y forma a ese terror, apareció ante mí justo en ese momento un rebaño amarillo e inmenso, con perro y asnos, y un pastor encapotado, recostado en el pasto. Ni un suspiro se elevaba de esa horda hambrienta, ni un sonido, ni un murmullo. El pastor me miró: fue la mirada que Cristo intercambia con Lázaro en el fresco de Giotto. Una mirada de silencios.
Qué estupor cuando llegué a Villotta. Es un pueblo fresco y nuevo, un pueblo de la California construido con el gusto cementerial de hace cincuenta años. Agucé el oído: allí se hablaba un dialecto que no era véneto, aunque tuviese la vena lanzada de éste: era la máscara fúnebre del friulano. Mientras tanto, yo miraba a mi alrededor, preguntándome si acaso no vería revolotear todavía, un poco cansada, la paloma del diluvio.
(…)
(Rosa). El camino estaba en silencio, las luces escasas, y algunos grupos de jovencitos volvían a San Vito. ¿Había terminado entonces el baile? Sí, efectivamente, y por intervención del párroco, como nos dijo una muchacha interpelada ansiosamente. Rosa se encontraba en una situación extraña: el aborto de la fiesta daba un aire todavía dominical al tristísimo lunes. Grupos de muchachas que cantaban, provocando a los jóvenes forasteros, como nosotros, caídos ahí desde los caseríos vecinos en bicicleta. En la plataforma desierta, invadida ya por la noche, se habían sentado los muchachos, que pisoteando el tablado, hacían retumbar todo el lugar de esa loca exaltación. Luego llegaron algunos jovencitos que entraron también en la plataforma y empezaron a cantar una canción obscena, una canción romañola que yo había aprendido de muchacho. Cantaban a los gritos pelados, invisibles; los muchachos, cuyo batifondo había sido interrumpido, comenzaron a rodear a aquellos impíos, y con no menor falta de piedad, aprendieron bien rápido el ritornelo, agregando la frescura de sus voces, culebritas de plata, a los tambores de los jóvenes borrachos. “Yo tengo una pistola cargada… cargada con bolitas de oro”. Mientras le decía a N: “¿No parece García Lorca?”, creí que estaba cayendo, golpeado por las balitas de esa pistola afortunada: era la juventud, era la noche de un Friuli de amor.
Qué estupor cuando llegué a Villotta. Es un pueblo fresco y nuevo, un pueblo de la California construido con el gusto cementerial de hace cincuenta años. Agucé el oído: allí se hablaba un dialecto que no era véneto, aunque tuviese la vena lanzada de éste: era la máscara fúnebre del friulano. Mientras tanto, yo miraba a mi alrededor, preguntándome si acaso no vería revolotear todavía, un poco cansada, la paloma del diluvio.
(…)
(Rosa). El camino estaba en silencio, las luces escasas, y algunos grupos de jovencitos volvían a San Vito. ¿Había terminado entonces el baile? Sí, efectivamente, y por intervención del párroco, como nos dijo una muchacha interpelada ansiosamente. Rosa se encontraba en una situación extraña: el aborto de la fiesta daba un aire todavía dominical al tristísimo lunes. Grupos de muchachas que cantaban, provocando a los jóvenes forasteros, como nosotros, caídos ahí desde los caseríos vecinos en bicicleta. En la plataforma desierta, invadida ya por la noche, se habían sentado los muchachos, que pisoteando el tablado, hacían retumbar todo el lugar de esa loca exaltación. Luego llegaron algunos jovencitos que entraron también en la plataforma y empezaron a cantar una canción obscena, una canción romañola que yo había aprendido de muchacho. Cantaban a los gritos pelados, invisibles; los muchachos, cuyo batifondo había sido interrumpido, comenzaron a rodear a aquellos impíos, y con no menor falta de piedad, aprendieron bien rápido el ritornelo, agregando la frescura de sus voces, culebritas de plata, a los tambores de los jóvenes borrachos. “Yo tengo una pistola cargada… cargada con bolitas de oro”. Mientras le decía a N: “¿No parece García Lorca?”, creí que estaba cayendo, golpeado por las balitas de esa pistola afortunada: era la juventud, era la noche de un Friuli de amor.
De “Topografía sentimental del Friuli”, publicado originalmente en Avanti cul Brun, Údine, 1948. Includio en Un paese di temporali e di primule, curado por N. Naldini (Parma, Guanda, 1996).
Trad: D. Bentivegna