jueves, 10 de mayo de 2007

Vahos de la India - P. P. P.


De P. P. Pasolini, L´odore dell´India, Parma, Guanda, 1990.

Es casi medianoche, en el Taj Mahal se respira la atmósfera de un mercado que está cerrando. El gran hotel, uno de los más conocidos del mundo, atravesado de un lado a otro por corredores y por salones altísimos (pareciera que allí uno vagara por el interior de un enorme instrumento musical), está lleno de boys vestidos de blanco y de porteros con turbante de gala, que esperan que pasen equívocos taxis. No se trata, oh, no se trata de ir a dormir, en esas habitaciones grandes como dormitorios, llena de muebles de un triste siglo XIX retardatario, con ventiladores que parecen helicópteros.
Son las primeras horas de mi presencia en la India, y no sé dominar la bestia sedienta encerrada dentro de mí, como en una jaula. Persuado a Moravia para que nos internemos al menos dos pasos fuera del hotel, para tomar un poco de aire de nuestra primera noche en la India.
Salimos pues a la estrecha costanera que corre detrás del hotel, por la salida de servicio. El mar está calmo, no emite signo alguno de presencia. A lo largo del muelle que lo contiene, hay automóviles estacionados y, cerca de ellos, esos seres fabulosos, sin raíces, sin sentido, llenos de significados dudosos e inquietantes, dotados de una fascinación potente, que son los primeros indicios de una experiencia que quiere ser exclusiva, como la mía.
Todos son mendigos, personas de esas que viven en los márgenes de un gran hotel, expertos en su vida mecánica y secreta: todos tienen un trapo blanco que les envuelve la cintura, otro trapo sobre los hombros y otro trapo que les envuelve la cabeza; casi todos tiene la piel negra, como los negros; algunos son negrísimos.
Hay un grupo debajo de los pórticos del Taj Mahal que dan al mar, jovenzuelos o muchachitos; uno de ellos está mutilado, con los miembros como corroídos, y se recuesta, envuelto en sus trapos, como si, en vez de estar frente a un hotel, estuviera frente a una iglesia. Los otros esperan, silenciosos, expectantes.
No comprendo todavía cuál es la misión que tienen, cuál es su esperanza. Apenas les lanzo una mirada, charlando con Moravia, que ya estuvo aquí hace veinticuatro años, y conoce bastante el mundo como para caer en el estado penoso en el que yo me encuentro.
En el mar no hay ni una luz, ni un ruido: aquí estamos casi en la punta de una larga península, de un cuerno de la bahía que forma el puerto de Bombay: el puerto está en el fondo. Debajo de la pequeña muralla, solamente hay algunas pesadas barcas, ralas y vacías. A pocas decenas de metros, contra el mar y el cielo de verano, se alza la Puerta de la India.
Es una especie de arco del triunfo, con cuatro grandes puertas góticas, de estilo liberty bastante severo: su mole se dibuja en la orilla del Océano Índico, como conjugándolo, visiblemente, con la tierra firme que, justo allí, es una plaza redonda, con jardincitos oscuros, y construcciones, todas ellas grandes, floreales y un poco desperdiciadas como el Taj Mahal, de un color terroso y artificial, entre ralas lámparas inmóviles en la paz del verano profundo.
Todavía a los costados de esta gran puerta simbólica, otras figuras de apariencia europea del siglo XVII: pequeños indicios, con las caderas envueltas por una tela de seda blanca y, en los rostros oscuros como la noche, el círculo del estrecho turbante de trapo. Sólo que, vistos de cerca, esos trapos están sucios de una suciedad triste y natural, muy prosaica, respecto de las sugestiones figurativas de una época en la que ellos, por otra parte, se han detenido. Son siempre jóvenes mendigos, o gente que se las arregla, demorándose en la noche en los lugares que, probablemente, de día, son el centro de sus actividades. Nos miramos, Moravia y yo, no haciéndoles caso: sus ojos inexpresivos no deben ver en nosotros nada prometedor. Es más, casi se cierran en sí mismos, caminando cansinos, a lo largo de la baranda marrón.

Llegamos así a la puerta de la India que, de cerca, es más grande de lo que parece de lejos. Las puertas de ángulos agudos, los muros horadados, de ese material amarillento y pálido, se alzan sobre nuestras cabezas con la solemnidad de ciertos atrios de las estaciones nórdicas.

Trad: D. Bentivegna