publicado en el diario Perfil de Buenos Aires, 22 de mayo de 2011.
El catedrático y escritor continúa la serie en la que rescata figuras olvidadas de las letras nacionales. En este ensayo, recupera la obra del jesuita Leonardo Castellani (1899-1981), hasta hace poco tiempo ignorado por la crítica, pese a que su obra merece un lugar de privilegio junto a la de Jorge Luis Borges y Roberto Arlt en la literatura argentina del siglo XX.
Por Daniel Link
21/05/11 - 11:33
Variado. Escribió relatos policiales, sátira, crítica literaria, comentarios bíblicos y ensayos de pedagogía.
Esa mañana, el padre revisó su sotana cuidadosamente. Había encargado que se la plancharan con apresto porque suponía que tendría que posar para las cámaras, antes o después del almuerzo en cuya lista de invitados había entrado casi por carambola (“divina”, le gustaba decir ante sus amigos), pero del que decidió participar porque estaba íntimamente convencido de su derecho a integrar esa acotadísima nómina de representantes de las Letras Argentinas.
Mayo de 1976 había empezado por todo lo alto: el domingo 9, el presidente se había encontrado con científicos de renombre (hubo incluso algún Nobel). Días después, con ex cancilleres, y el 17 de mayo con las nuevas autoridades de la Conferencia Episcopal Argentina, que dos días antes había difundido la Carta Pastoral Anual que subrayaba el necesario espíritu de comprensión para con las dificultades de la “nueva etapa”.
Aunque el padre Leonardo Castellani no se llevaba bien ni con los miembros salientes de la Comisión, ni con los nuevos, su nombre fue sugerido por ese cónclave como uno de los más prestigiosos que la “literatura católica” podía acercar a esa mesa, servida el miércoles 19 de mayo de 1976 en la Casa de Gobierno para “conversar abierta, francamente, de los problemas que atañen a la cultura en relación con la situación del país”, tal como el secretario general de la Presidencia, general José Villarreal, se encargó de promocionar en los diarios durante los días previos.
Retrospectivamente, más le valdría no haberlo hecho, porque dos de los invitados, por esos anticipos, comenzaron a ser impiadosamente acosados para que presentaran ciertos reclamos ante el comandante en jefe de las Fuerzas Armadas. La comisión directiva de la SADE –que había ganado las elecciones internas gracias a sus aliados del PC– presionó a su presidente, Horacio Ratti (invitado junto con Jorge Borges, Ernesto Sabato y Leonardo Castellani) para que entregara, además de una serie de reivindicaciones sectoriales, una lista con nombres de escritores desaparecidos o presos desde marzo (Haroldo Conti, Alberto Costa, Roberto Santoro, Antonio Di Benedetto, entre otros). Aunque Ratti quiso negarse a semejante encomienda, debió acatar la decisión de sus sádicos colegas.
Castellani, por su parte, había recibido la visita de “una persona que, con lágrimas en los ojos, sumida en la desesperación, [le] había suplicado que intercediera por la vida del escritor Haroldo Conti”, secuestrado en su casa el 4 de mayo. (“Yo no sabía de él más que era un escritor prestigioso y que había sido seminarista en su juventud. Pero, de cualquier manera, no me importaba eso, pues, así se hubiera tratado de cualquier persona, mi obligación moral era hacerme eco de quien pedía por alguien cuyo destino es incierto en estos momentos. Anoté su nombre en un papel y se lo entregué a Videla, quien lo recogió respetuosamente y aseguró que la paz iba a volver muy pronto al país”, declaró dos meses después Castellani a la revista Crisis.)
Pese a los informales hábeas corpus, el almuerzo fue tranquilo, y la tenacidad de los historiadores nos ha regalado con exactitud el curso del servicio (budín de verduras, ravioles con salsita de tomates, ensalada de frutas), la satisfacción de los comensales y las trivialidades de los intercambios conversacionales en ese momento crítico: los problemas de la vista, la baja calidad de la comida norteamericana, la necesidad de un consejo de notables para la regulación de los medios masivos, el descuido del idioma... Sobre ese almuerzo, que pudo haber cambiado la historia del país, se sabe todo. Algunos de sus participantes, sin embargo, han permanecido en un injusto olvido que el paso de los años apenas si comienza a torcer.
Se podría decir que a Horacio Ratti se lo tragó la tierra o la burocracia (con justicia). Pero la novelesca vida del “furibundo jesuita” Leonardo Castellani (Reconquista, Santa Fe: 16 de noviembre de 1899 – † Buenos Aires, 15 de marzo de 1981) habría merecido una película en cualquier país menos atónito ante los dictados del canon universitario, la pereza crítica y el negocio del libro.
Su obra, vastísima e inconmensurable (de mayor alcance que la de Borges, menos nihilista que la de Sabato, de mayor plasticidad que la de Arlt: cuentos costumbristas, comentarios bíblicos, crítica literaria, parábolas camperas, relatos policiales, historias fantásticas, ensayos de pedagogía, la sátira en la revista Jauja, que fundó, y hasta una traducción anotada de la Suma Teológica del Doctor de Aquino), domina el siglo XX con un brillo que recién ahora comienza a percibirse.
En un reciente y heroico libro (Castellani crítico. Ensayo sobre la guerra discursiva y la palabra transfigurada, Buenos Aires, Cabiria, 2010), Diego Bentivegna se deja iluminar por las incandescentes proporciones de esa obra, sobre todo en lo que se refiere al jesuita como un teórico de la lectura (entendida en todas sus implicaciones prácticas: la crítica, la pedagogía, la interpretación de los textos sagrados, etc...).
Si bien Las nueve muertes del padre Metri (1942) fue considerado por Rodolfo Walsh como el mejor libro de relatos policiales escrito en nuestro país, Bentivegna va mucho más allá y recusa las corrientes hegemónicas de la crítica, cuya miopía le ha impedido situar su producción en el lugar que le corresponde. Castellani, en la perspectiva de Bentivegna, se coloca a igual distancia del elitismo de Borges y de las máquinas modernas de Arlt y Bioy Casares (tal y como Beatriz Sarlo las definiera alguna vez) y sin la noción de “palabra transfigurada” de quien dedicó su extraordinaria capacidad intelectual, entre otras cosas, a la traducción del Apocalipsis de Juan de Patmos y a los arrebatos nacionalistas, el panorama cultural de la modernidad argentina está incompleto. Bentivegna lee en Castellani una “utopía de la heteroglosia”. La hipótesis es fundamental para evaluar su peculiar nacionalismo pero, sobre todo, para enfrentar todas las fantasías concentracionarias del monolingüismo y el discurso único, respecto de los cuales nos sentimos hoy tan acorralados.
El lenguaje roto de Castellani (que toma piezas de la lengua culta, del cocoliche inmigratorio, de las lenguas clásicas y las jergas populares) se alza contra toda pretensión de pensar la literatura como cosa del espíritu (ningún afán vanguardista lo guía) y señala en la dirección del “arte encarnado” propio del cristianismo: una “palabra transfigurada” que es “una afirmación de la materia, del carácter corporal del acto estético”.
Católico, Castellani no puede sino sostener los universales, pero su religio, como nos ha recordado Giorgio Agamben, tal vez provenga antes del relegare que del religare: no se trata de religar los vínculos plenos de los universales, sino de relegar todo reduccionismo abstracto: en esa tensión se sostienen las formas de vida, y en esos márgenes se deja leer lo que la literatura argentina (a través de sus obedientes acólitos) no quiere pensar sobre sí.