(viene de antes)
Zurita: el dolor, lo resurreccional
En su abordaje del libro bíblico de Job, Antonio Negri se detiene en la categoría de resurrección, una categoría que admite ser leída en términos de una teología de matriz política.[1] Para Negri la categoría de resurrección, que -subraya el autor- tiende a ser ignorada en los modos más conformistas de experimentar la religión, implica un posicionamiento concreto en relación con los modos políticos de percibir lo religioso. En efecto, el énfasis en la carne, en la reconstrucción de la carne que se producirá en el fin de los tiempos, se opone a las consideraciones de matriz platónica, que ven en el cuerpo una mera cárcel o un mero recinto que contiene lo esencial: un alma incorruptible. Al mismo tiempo, el énfasis carnal de las concepciones resurreccionalistas implica acentuar los elementos que se relacionan con su sufrimiento: es a partir del triunfo que puede parecer locura para los gentiles, en palabras de Pablo, como tendrá lugar la futura comunidad mesiánica de los justos. La resurrección, en consecuencia, materializa, hace carne, el lugar del dolor en la historia humana. En las concepciones resurreccionalistas como las que aparecen en el escrito de Negri y en muchos autores ligados con la llamada “teología de la liberación” (por ejemplo, en el brasileño Leonardo Boff), no se trata de pensar en términos de un trascendentalismo que apela al mundo del alma o de las ideas, sino de afirmar la existencia encarnada en términos de afirmación del ser: en términos de una ontología material.
“¿Dónde está, muerte, tu victoria? ¿Dónde está tu aguijón”, dice desafiante Pablo en su anuncio de la resurrección de la carne (Cor. I, 15: 55), uno de los momentos más claramente apocalípticos de su mensaje que Agamben deja de lado Desde esta perspectiva, el tiempo mesiánico es el tiempo de la resurrección, que es puesta en el centro del mensaje salvífico de los evangelios y de las cartas apostólicas. Como afirma con contundencia Pablo en la Carta a los Romanos, si Cristo no resucitó, entonces todo el mensaje de los que predican la Cruz es vano.
En los diferentes movimientos apocalípticos y escatológicos, la resurrección ocupa un lugar determinante. En efecto, la resurrección, entendida como el triunfo definitivo sobre la muerte, es consecuencia de la segunda venida de Cristo a la tierra y el reino de los mil años del que habla el Apocalipsis no es sino el reinado de los justos que sufrieron persecución a causa de Cristo a lo largo de la historia. El momento milenarista recapitula y recompensa, así, la historia de sufrimiento y de persecución del pueblo de Israel y, luego, de los cristianos.
Ya desde su título, Inri, el poemario del chileno Raúl Zurita (Madrid, Visor, 2003) remite al sufrimiento como un acto de redención y de triunfo sobre la muerte. El texto, que como Los heraldos negros, se abre como un seco epígrafe evangélico, recorre los diversos estados que el cuerpo sufriente asume en un tiempo de la redención y de lo mesiánico.
En Inri, se encara el recorrido del cuerpo sufriente desde la caída, desde el triunfo momentáneo del mal, hasta la redención leída como un conmovedor movimiento colectivo de reflorecimiento y de reconstrucción. En este sentido, en la poesía de Zurita, el elemento mítico, que veíamos presente en diferentes grados en Vallejo y en Cardenal, se borra por completo, como si la catástrofe que está en la base expulsará esa dimensión. El relato que sus versos construyen se fundamenta, en cambio, en una concepción puramente crística, una historia de caída, de dolor y de redención.
Zurita construye en Inri una historia pasional de la represión política en Chile a partir de tres momentos, que se entrecruzan con la historia de la pasión, el descenso y la resurrección de Cristo. La primera parte del poemario se centra en la caída. En la economía de la salvación cristiana, la caída es la condición de posibilidad de la encarnación de Dios en Cristo: la caída del hombre en el mal, que es la caída literal de los cuerpos asesinados en Chile, es lo que posibilita, en efecto, su redención, vivida en el final del texto como un largo canto de florecimiento.
En el poemario de Zurita la caída es la construcción de una naturaleza en estado de perdición: el ser arrojados de los cuerpos de los prisioneros en el Pacífico, la dispersión de los cuerpos de los asesinados por la dictadura militar en el mar, en la nieve y en el desierto de Chile. Aquellos que caen son, en efecto, “los Cristo”, una expresión gramaticalmente tensa que se reitera en los versos de Zurita: la pasión de los cuerpos es, en este punto, no la reiteración de una historia que se pluraliza (la historia de “los Cristos”), sino una forma de singularización del ser a través del dolor y del martirio. En última instancia, la singulación de los “Cristo” permite pensar lo crístico en el presente, alejado de la lógica mítica de la repetición y del ciclo: la muerte colectiva en Chile no reitera la historia de Cristo en un ámbito diferente del originario, sino que es la historia de Cristo que sigue teniendo lugar.
La deglución de la carne humana por los elementos de la naturaleza es puesta en esta primera parte en primer plano, con las operaciones de construcción de sintagmas metafóricos en la que el léxico de la digestión es recurrente: “mar carnívoro”, “tumba carnívora”. Así, todo el territorio de Chile es visto como un desmesurado monstruo bíblico, como uno de los monstruos, el marino, que desvelan a Job, el justo. Es una suerte de Leviatán, de enorme pez alargado que devora las “carnadas de sal” de sus difuntos. Es, en este sentido, la construcción de una naturaleza atravesada por el mal, la construcción de una naturaleza triste –como diría Benjamin, una naturaleza dolida por la carencia de lenguaje[2]-, signada por esa caída y por la devastación: una tristeza expresada en sintagmas signados por la tensión semántica (“hacia el mar ardiendo”. “el océano santo de Chile arde”). Se trata, en fin, de un mundo habitado por la catástrofe en el que la naturaleza irredenta o se hunde en el mutismo o, en todo caso, estalla en un sonido inhumano: “Todas las piedras gritan”; “Mireya / se tapa los oídos para no oír el chillido / del desierto”.
La resurrección es reconstrucción de la carne y salvación de la naturaleza.
Un rostro es un rostro es un desierto florecido. Oí
largas llanuras florecer, oí desiertos enteros
cubrirse de flores… (101).
La resurrección vuelve a poner el rostro en su lugar. Regenera así el rasgo físico que hace de alguien, efectivamente, un otro. Si toda la poética del descenso se construye en torno a la centralidad del tacto, del acto de tocar, de palpar, el cadáver amado (“te palpo, te toco, y las yemas de mis dedos, / habituadas a segur siempre las tuyas, siente en / la oscuridad que descendemos”, p. 83), el reflorecimiento de los cuerpos implica un canto a la plenitud vital de los sentidos, desde la vista al oído, desde lo táctil al olfato.
El momento de plenitud que construye Zurita en el cierre de Inri es una suerte de mundo liberado, de mundo reconciliado, en donde los elementos más fuertemente ligados con la lucha final y con la glorificación soberana de Cristo han sido suprimidos. La resurrección, como ha insistido recientemente Jean-Luc Nancy en su lectura de la aparición de Jesús resucitado ante María Magdalena narrada en el evangelio de Juan (Jn, 20: 17), “no es o no proviene de sí, del sujeto propio, sino del otro. El otro es el que se levanta y el que resucita en mí muerto”.[3]
Más que un canto de gloria, la resurrección es en Zurita un enorme canto de amor, entendido como una fuerza que plantea, como afirma Taubes, que el sujeto no tiene el centro en sí mismo: que estoy necesitado. Somos comunidad, afirma el filósofo apocalíptico, en el cuerpo de Cristo, dado que somos seres necesitan.[4] El amor es, como en la reflexión paulina contenida en la epístola a los Romanos, aquello que pervive luego de la catástrofe, la fuerza vital de lo humano, el triunfo definitivo sobre la muerte: “tú no morirás. / Y no moriremos nuevamente” (148).
Leído en serie con los textos de Vallejo y de Cardenal, el poemario de Zurita rescribe en términos de un pathos sufriente puramente humano las tensiones entre lo crístico y lo mítico a favor del primer: a favor de ese “Cristo” entendido como lugar de condensación del sufrimiento y de triunfo sobre la muerte, y, por ello, como lugar de la singularización del ser. Así, la naturaleza redimida y los cuerpos resurrectos con los que concluye Inri constituyen un largo canto a la dimensión plenamente humana del acto resurreccional: un acto de amor hecho carne, de reconstrucción de un rostro posible de lo humano después de la catástrofe.
[1] Antonio Negri, Job. La fuerza del esclavo, Bs. As., Paidós, 2003.
[2] Walter Benjamin, “Sobre el lenguaje en cuanto tal y el lenguaje del hombre”, en Obras, libro II, vol. I, Madrid, Abada, 2007.
[3] Jean-Luc Nancy, Noli me tangere. Ensayo sobre el levantamiento del cuerpo. Madrid, Trotta, 2006, p. 33.
[4] J. Taubes, Op. cit., p. 70.