lunes, 24 de agosto de 2009

Mesianismo, Escatología y resurrección (II)



Nota: Esta parte está dedicada a César Vallejo


(viene de antes)



Vallejo: lo mítico y lo crístico

Se ha hablado de un cierto “mesianismo” o “milenarismo” andino en los versos de César Vallejo, en una concepción vallejiana del tiempo que no sólo remite, sobre todo en su primer poemario, Los heraldo negros, publicado en 1919, a un pasado andino, indígena y mestizo, que puede asumir los rasgos de un mito, sino que se abre hacia ciertas formas de apertura al futuro. Este futuro, en el caso de Vallejo, se articula por cierto con un programa político concreto, el proyecto de revolución comunista vivido como un cambio redentor, pero lo hace también como una reconsideración de cierta religiosidad andina, refractaria tanto a los cánones de la religión instituida como de la refutación de lo religiosa asociada con el marxismo. El modo de situarse de Vallejo en relación con el proceso revolucionario de matriz secularizante y su consideración negativa de la religión es, en este punto, exhibe aristas fuertemente diferenciadas.
Pocos proyectos poéticos del siglo XX latinoamericano han sido tan marcadamente crísticos como el proyecto poético vallejiano. De hecho, el título del último de los poemarios de Vallejo, escrito en los años en los que la guerra civil española se había inclinado de manera inexorable hacia el triunfo de las fuerzas de Franco, reelabora en su título una frase extraída del evangelio de Lucas (Lc, 22: 42).
En el primer Vallejo, el de Los heraldos negros, a pesar de la referencia catastrófica del título (los heraldos de la muerte, los jinetes del Apocalipsis) insiste en una cierta concepción de temporalidad que podemos pensar más bien como mítica, en el sentido en que lo plantea en Historia del mundo y salvación Karl Löwith,[1] uno de los más lúcidos discípulos de Martin Heidegger. Frente a la temporalidad lineal y, al mismo tiempo, catastrófica del monoteísmo judeocristiano, Löwith reconoce una temporalidad mítica, caracterizada por la ruptura de la evolución temporal y por la compulsión del retorno, del regreso circular de lo mismo.
En el primer poemario de Vallejo esta temporalidad mítica se plantea en una serie discursiva que remite de manera directa al mundo arcaico de una cultura fuertemente arraigada en los Andes, un universo perdido que manifiesta múltiples facetas. Por un lado, es un mundo perdido en términos de catástrofe histórica y comunitaria: el mundo incaico, que, lejos de ser completamente destruido por la conquista española, aparece como un mundo transfigurado e híbrido, como se enfatiza en las dos series de sonetos que Vallejo tituló “Nostalgias imperiales” y “Terceto autóctono”, cuyo primer poema termina con el terceto:

Luce el Apóstol en su trono, luego;
y es, entre inciensos, cirios y cantares,
el moderno dios-sol para el labriego.[2]

Al mismo tiempo, el mundo mítico que Vallejo construye en Los heraldos negros es el mundo del inicio del amor, de los amores adolescentes, el mundo simple de la vida aldeana en su natal Santiago de Chuco, que se contrapone al mundo complejo y moderno de Lima:

Que estará haciendo mi andina y dulce Rita
de junco y capulí,
ahora que me asfixia Bizancio y que dormita
la sangre, como flojo cognac, dentro de mí.

En tercer lugar, el mundo mítico de Los heraldo negros es el mundo de la infancia, el mundo de un núcleo familiar originario y desarmado por el tiempo y por la muerte, que la escritura poética intenta conservar a través de formas lingüísticas que parecen pueriles, aniñadas, que regresan con fuerza en todo un grupo de poemas de Trilce, el segundo de los libros poéticos de Vallejo, que podemos pensar como “familiares”, como el III, el XXIII, el XXVIII o el LII. Entre los poemas de Los heraldos, el que más claramente plantea a la poesía como un ejercicio de preservación de ese mundo infantil primigenio es “A mi hermano Miguel”, escrito en memoria del hermano muerto:

Hermano, hoy estoy en el poyo de la casa,
donde nos hace una falta sin fondo!
Me acuerdo que jugábamos esta hora, y que mamá
nos acariciaba: “Pero, hijos…”

Sin embargo, paralelamente a este sustrato mítico, al mismo tiempo comunitario, erótico y familiar, existe en la poesía de Vallejo un componente que entendemos como encarnado, más ligado con una poética del acontecimiento y de la espera que con una poética de la repetición. Se trata de una dimensión poética vallejiana que se mueve en una temporalidad diferente, e incluso contrapuesta, a la temporalidad mítica: que se mueve en una temporalidad que podemos pensar como una temporalidad histórica. Es lo que Löwith ha caracterizado como una temporalidad pensada como historia de la salvación, articulada en torno a un acontecimiento al mismo tiempo histórico y teológico: la Encarnación.
La poesía de Vallejo, sobre todo en su último período, el de Poemas Humanos y el de España, aparta de mí este cáliz, publicados póstumamente en 1939, es sustancialmente una poesía encarnada, en la que el elemento mítico se va desdibujando, se sepulta en un pasado ya irrecuperable. “Todos han muerto”, dice el comienzo de “La violencia de las horas”, uno de los textos en prosa de Poemas Humanos.
En el mundo perdido en que habita, la palabra poética se hace entonces carne, adopta la forma de un cuerpo. Asume una materialidad que se aleja tanto de la palabra mítica, si se quiere, de Los heraldos y de la palabra transgresiva de Trilce. Sin embargo, la concepción histórico-escatológica se manifiesta con fuerza ya en el primer poemario, en el que es posible encontrar algunos trazos de la tensión entre el sustrato mítico que caracterizamos más arriba y la recurrencia de elementos culturales, cultuales, que provienen de lo crístico, presente ya en el epígrafe latino del poemario, extraído del Evangelio.
La dimensión crística de Los heraldos es una dimensión radicada en el amor y, en este punto, conectada a uno de los componentes de la dimensión mítica. Sin embargo, mientras la dimensión mítica señala fuertemente hacia una pasado preservable pero en última instancia inaprensible (“la andina y dulce Rita”), el elemento crístico se articula en el mismo poemario con la dimensión temporal del presente: una dimensión que supone la presencia palpable, sufrible, de lo corporal:

Amada, en esta noche tú te has crucificado
sobre los dos maderos curvados de mi beso;
y tu pena me ha dicho que Jesús ha llorado
y que hay un viernesanto más dulce que ese beso.

La poesía encarnada del primer Vallejo es una escritura de la pasión en la que el momento de la muerte parece predominar por sobre lo salvífico: una poesía que vuelve de manera obsesiva a los ritos y los misterios de la Semana Santa, celebración sentida con fuerza en el mundo andino, y a la “microfísica” barroca del cuerpo .sufriente de Cristo.[3] Se trata de un cúmulo de elementos que articula a la poesía de Vallejo con formas tradicionales de religiosidad mestiza de los pueblos andinos y que, al mismo tiempo, proyecta su escritura poética hacia un tiempo futuro, un tiempo que se entrecruza en Poemas humanos y en España, aparta de mí este cáliz, con luchas políticas concretas. El último poemario de Vallejo está atravesado, en efecto, por escenas de resurrección, desde los muertos de los cementerios bombardeados que “reanudaron sus penas inconclusas, / acabaron de llorar, acabaron de esperar…” hasta el cadáver “lleno de mundo” de Pedro Rojas, que vuelve a escribir con su dedo en el aire.
Quizá uno de los poemas característicos de esta dimensión ligada con la resurrección de la carne sea el que lleva el número XII en España, titulado “Masa”: una masa, en el sentido tal vez de una carne abandonada a sí misma, de alguien que es herido de muerte y que, a lo largo del poema, va muriendo a pesar de que primero sus compañeros, luego un número mayor de personas, lo exhortan a vivir. El poema de España concluye con aquello que Los heraldos habían elidido: la resurrección de la carne.

Entonces, todos los hombres de la tierra
le rodearon; les vio el cadáver triste, emocionado,
incorporose lentamente
abrazó al primer hombre: echóse a andar.

No se trata aquí, como en lo mítico, de preservar un mundo a través de la palabra poética, sino de propiciar a través de ella el acontecimiento: de pensar a la palabra encarnada en formas de lo agónico, en el doble sentido de lucha y sufrimiento, a través de las cuales se espera el cumplimiento de una redención completa.
(continúa)

[1] Bs As., Katz, 2006.
[2] Citamos por César Vallejo, Poesía completa, edición crítica a cargo de Raúl Fernández Novás, La Habana, Editorial Arte y Literatura / Casa de las Américas, 1988.
[3] Para el concepto de “microfísica barroca del cuerpo”, cfr. Marino Niola, Il corpo mirabile. Miracolo, sangue, estasi nella Napoli barocca, Roma, Meltemi, 1997.