jueves, 7 de diciembre de 2006

Tocar el canto (II)


(continuación)

Nuestra tierra natal, parece desprenderse de la prosa de Calveyra, no es el espacio encerrado entre límites político-administrativo, sino un estar-entre, un situarse en un espacio en flujo, en un espacio hendido por el ritmo de los grandes ríos, más que un instalarse. ¿Cómo regresar, cómo rememorar, parece interpelarnos el moroso poema de Calveyra, a esa sinuosa, esquiva tierra natal, sino en la forma del arrobamiento y del éxtasis musical de la palabra poética?

Ahora un golpe de viento entre las páginas. Techo entre dos vientos, techo de dos aguas, lluvia por inventar el movimiento de dos ríos, de esos dos ríos no te apartes. Lomas en el poniente de provincias remotas, ríos idos, ríos del más allá, de esos ríos del más allá no te apartes. La otoñada fue causa de sueños. Transforma en páginas lo ya ido. Vocal que no encarna sobre la piedra helada. Entre las piedras congeladas, en lugares que dan al sur. La noche por todo eco, la noche y el frío por todo eco y cielo.


Confundida y despegada del canto colectivo, la prosa del Maizal puede ser oída como poesía del éxtasis, y, en este sentido, en una poesía del trasporte y de la desubjetivización. Si el rasgo decisivo del éxtasis, como anota Maurice Blanchot en La comunidad inconfesable, es el de que “aquel que lo experimenta no está allí cuando lo experimenta, no está, pues, allí para experimentarlo”, la escritura del éxtasis se presenta como la escritura de un vaciamiento de la experiencia y de un desplazamiento territorial hacia la tierra natal, hacia el Entre Ríos que deja de escribirse con mayúscula (“No te olvides del entrerríos de tu ojo izquierdo”), que deja de designar una sección del mapa político de la Argentina, para nombrar el fenómeno físico de la tierra: o mejor, la tierra como fysis, como acontecer y como movimiento que desconfigura a cualquier yo:

¿Soy yo?, abro los brazos y lluevo, lluevo de derecha a izquierda, de sur a norte, de este a oeste, lluevo en las lomas de Entre Ríos y lluevo en los campos contiguos de la abadía de Solesmes.

“Yo” es el “eso”, el “ello” (en francés, el “il”; en castellano, la tachadura pronominal) que llueve en una tierra que excede la capacidad misma de ser designada, ordenada, codificada: una tierra que acontece en Occidente (una porción considerable del poema de Calveyra retoma la llegada de los europeos a América y el traslado a Europa del maíz y de otros frutos de América) como la irrupción inesperada y desestabilizante de un Nuevo Mundo, de un “continente sin objeto aparente, ni preciso, y tierra que se contempla desde un océano, de él emergida, continente no euclidiano”. Si hay tierra natal, esa tierra es la arena movediza que se despliega en el canto, en las palabras que caen como gotas gruesas, como en las pesadas siesta de Juanele Ortiz, sobre un campo en fuga, inalcanzable, irrepresentable. Un “paisaje en fuga, un paisaje demorándose tras el árbol”, como leemos en la extensa sección en verso (la única de todo el texto) salmodiada por el bíblico “No te olvides”.
Pero el poema de Calveyra no es sólo poema del cantar, sino también poema de la luz. Es una luz que encandila, una luz meridional que encandila: una luz que, como en el alegórico Paraíso dantesco, se despliega en el espacio como un cuaderno que se abre: una luz que se desencuaderna. Como la luz divina, mística, del poema dantesco, que en Maizal del gregoriano la luz solar de la mañana que sube atraviesa el cuaderno en el que el poeta escribe para hojearlo, para desencajarlo. El poema constituye, en este sentido, como un espacio desestabilizado y densificado por una luz que parece ser más del orden de lo táctil que de lo visual, como el amarillo desquiciado de las pinturas provenzales de Van Gogh.
Maizal del gregoriano es un texto que, a su modo, también está entre ríos, entre líneas de flujo, entrecortadas por analogías fónicas y semánticas. De esta manera, el espacio del campo entrerriano y del campo provenzal es, al mismo tiempo, el espacio del campo como una especio de recurrencia política. El campo como espacio en el que la ley aparece suspendida, el campo como el espacio en el que la luz ya no es iluminación y desubjetivización por el éxtasis, sino la luz del control y del exterminio. Entonces, es el campo no es tan sólo el espacio de la siega del maizal, del corte y la recolección bíblicos de las espigas, sino también el espacio en el que se siega la cabeza de los prisioneros, en el que se produce, como una recurrencia fatal, el cegamiento (segar / cegar) y la decapitación permanente de Juan el Bautista por los caprichos decadentes de Salomé. Se trata, ahora, de escuchar el canto como gemido, el canto imposible del enterrado, los “sollozos de santas en los sótanos”, de escuchar los gemidos inquietantes de un campo sembrado de cadáveres.
El maíz es, en este punto, mazorca: es vegetal extraído del campo por la fuerza del trabajo pero, leído desde una serie de sentido más evidentemente política, una de las instituciones fundacionales de la nacionalidad, la policía secreta rosista}. El degüello, el cercenamiento, la siega de la cabeza del adversario, como método privilegiado de intervención política sobre los cuerpos descabezados que claman desde las páginas iniciales de la Ojeada retrospectiva de Echeverría.
Escuchar el canto no es, entonces, encontrar el abrigo de una comunidad de pertenencia, sino estar expuesto: como el extranjero, como el provinciano de todo lenguaje para quien cada comunidad es, en última instancia, comunidad de ausencia en la que se expone la muerte del otro. El poema ha devenido, en este punto, la superficie en que se despliega una danza macabra, una exposición de la muerte como “crimen que para siempre estará en el futuro”, como puesta en escena del sacrificio y de la masacre colectiva. Toda política, toda danza, toda escritura, en el poema de Calveyra, no puede sino remitir, de una manera u otra, a esta escena fundacional del asesinato sacrificial. Una escena que, como todas aquellas en las que la historia es un vacío de sentido, un hueco de la representación, parece que nunca deja de tener lugar.
Diego Bentivegna