Este es el comienzo de un texto publicado en el último número de la revista de poesía y de crítica Fénix de mi querida Córdoba (abril de 2006).
Tocar el canto
Arnaldo Calveyra
Maizal del gregoriano
Buenos Aires, Adriana Hidalgo, 2005, pp. 104.
El mismo (pero no es el mismo) puede creer que recupera la posesión de sí en el pasado como un recuerdo: me recuerdo, me rememoro, hablo o escribo en el transporte que desborda y trastorna toda posibilidad de recordar.
Maurice Blanchot, La comunidad inconfesable.
Arnaldo Calveyra es, como Gombrowicz, como Cortázar o como Wilcock, un escritor entre dos mundos. Nacido en la localidad de Mansilla en 1929, durante su juventud Calveyra estudió Letras en La Plata, estudios que sostuvo con su trabajo de fumigador de barcos en el puerto de Ensenada. En esos años, Calveyra conoció a uno de los más notables poetas entrerrianos, Carlos Mastronardi, quien lo animó sus primeros textos, recogidos recientemente en el volumen Diario de fumigador de guardia, publicado en el año 2002. Desde 1960, cuando partió hacia París con una beca con el proyecto de estudiar la poesía de los trovadores medievales, reside en Francia, donde se dedicó exclusivamente a la producción de textos de poesía, teatrales (Cartas de Mozart) y narrativos (los cuentos de El origen de la luz).
Maizal del gregoriano, el libro de Calveyra que acaba de publicar en Buenos Aires Adriana Hidalgo (la versión francesa fue publicada en París en 2003 por la editorial Actes du Sud) se propone como la exploración, más que de un espacio (la abadía, el campo sembrado de maíz), de una dimensión, de un volumen: el del canto de los monjes del monasterio de Solesmes, en la Francia central, en una región atravesada por el río Sarthe, donde Calveyra pasó un tiempo en 1962, luego de la muerte de su madre.
La escritura del Maizal es escritura de la distancia y de la muerte. Su ritmo, como afirman algunos críticos, es el de la “letanía ascética que remite a las inflexiones de la melodía gregoriana”. Situado en un plano en el que predomina la expansión densificada de un canto compartido, comunitario, Maizal del gregoriano va diseñando lentamente un mundo inestable, en estado de pasaje permanente en el que estar en el monasterio es, al mismo tiempo, estar en Entre Ríos; en el que la música sacra es, al mismo tiempo, danza lúbrica y macabra; en el que el campo del monasterio con sus santas enterradas es, en un mismo instante, el campo en el que se desarrolla la siega del maíz y el cercenamiento de los cuerpos.
Se trata, en principio, de abordar en la escritura la vigilia matutina, la duración que se cierra con la plenitud del sonido de las campanas medievales del monasterio y con la exaltación de la luz matinal filtrada a través de los vitrales. El tiempo del poema, que coincide con los maitines con que se abre la jornada de los monjes, es el tiempo, suspendido y moroso, del canto, y, en este sentido, (cómo no pensar en el despertar más exagerado de la literatura: el despertar del Finnegans de Joyce) de la escucha y de la recepción.
No te olvides – impreca el poema- “de los ojos de los padres de las santas, / De los oídos que entonces fuimos”. El poeta es pues, para Calveyra, el que está del lado de la escucha, el que espera y, en un movimiento posterior, el que se extasía en la palabra dicha, escanciada, como una pura música pero, al mismo tiempo, encarnada en un cuerpo: balbuceada, marcada por un defectuoso ritmo corporal, como “canción inventada por un tartamudo”. Decir encarnado, la escritura de Calveyra en poco tiene que ver con la construcción de un puro espacio mítico y preservado para la palabra poética. La poesía, por el contrario, se presenta como un gesto de apropiación de la palabra escrita que desborda las márgenes del libro y que, como en el éxtasis desubjetivante del canto colectivo, despliega al sujeto que enuncia en un plano del desdoblamiento y de la ruptura de toda pertenencia.
Continuará
Tocar el canto
Arnaldo Calveyra
Maizal del gregoriano
Buenos Aires, Adriana Hidalgo, 2005, pp. 104.
El mismo (pero no es el mismo) puede creer que recupera la posesión de sí en el pasado como un recuerdo: me recuerdo, me rememoro, hablo o escribo en el transporte que desborda y trastorna toda posibilidad de recordar.
Maurice Blanchot, La comunidad inconfesable.
Arnaldo Calveyra es, como Gombrowicz, como Cortázar o como Wilcock, un escritor entre dos mundos. Nacido en la localidad de Mansilla en 1929, durante su juventud Calveyra estudió Letras en La Plata, estudios que sostuvo con su trabajo de fumigador de barcos en el puerto de Ensenada. En esos años, Calveyra conoció a uno de los más notables poetas entrerrianos, Carlos Mastronardi, quien lo animó sus primeros textos, recogidos recientemente en el volumen Diario de fumigador de guardia, publicado en el año 2002. Desde 1960, cuando partió hacia París con una beca con el proyecto de estudiar la poesía de los trovadores medievales, reside en Francia, donde se dedicó exclusivamente a la producción de textos de poesía, teatrales (Cartas de Mozart) y narrativos (los cuentos de El origen de la luz).
Maizal del gregoriano, el libro de Calveyra que acaba de publicar en Buenos Aires Adriana Hidalgo (la versión francesa fue publicada en París en 2003 por la editorial Actes du Sud) se propone como la exploración, más que de un espacio (la abadía, el campo sembrado de maíz), de una dimensión, de un volumen: el del canto de los monjes del monasterio de Solesmes, en la Francia central, en una región atravesada por el río Sarthe, donde Calveyra pasó un tiempo en 1962, luego de la muerte de su madre.
La escritura del Maizal es escritura de la distancia y de la muerte. Su ritmo, como afirman algunos críticos, es el de la “letanía ascética que remite a las inflexiones de la melodía gregoriana”. Situado en un plano en el que predomina la expansión densificada de un canto compartido, comunitario, Maizal del gregoriano va diseñando lentamente un mundo inestable, en estado de pasaje permanente en el que estar en el monasterio es, al mismo tiempo, estar en Entre Ríos; en el que la música sacra es, al mismo tiempo, danza lúbrica y macabra; en el que el campo del monasterio con sus santas enterradas es, en un mismo instante, el campo en el que se desarrolla la siega del maíz y el cercenamiento de los cuerpos.
Se trata, en principio, de abordar en la escritura la vigilia matutina, la duración que se cierra con la plenitud del sonido de las campanas medievales del monasterio y con la exaltación de la luz matinal filtrada a través de los vitrales. El tiempo del poema, que coincide con los maitines con que se abre la jornada de los monjes, es el tiempo, suspendido y moroso, del canto, y, en este sentido, (cómo no pensar en el despertar más exagerado de la literatura: el despertar del Finnegans de Joyce) de la escucha y de la recepción.
No te olvides – impreca el poema- “de los ojos de los padres de las santas, / De los oídos que entonces fuimos”. El poeta es pues, para Calveyra, el que está del lado de la escucha, el que espera y, en un movimiento posterior, el que se extasía en la palabra dicha, escanciada, como una pura música pero, al mismo tiempo, encarnada en un cuerpo: balbuceada, marcada por un defectuoso ritmo corporal, como “canción inventada por un tartamudo”. Decir encarnado, la escritura de Calveyra en poco tiene que ver con la construcción de un puro espacio mítico y preservado para la palabra poética. La poesía, por el contrario, se presenta como un gesto de apropiación de la palabra escrita que desborda las márgenes del libro y que, como en el éxtasis desubjetivante del canto colectivo, despliega al sujeto que enuncia en un plano del desdoblamiento y de la ruptura de toda pertenencia.
Continuará