I. ESTACIÓN del desastre: coinciden los
agüeros y el infalible oráculo. Temo, no por
mi vida miserable que tantas veces ofrecí en
batalla, más por mi ciudad y su templo, por
mi gente y mi rey, hombre sobre los hombres.
Nos miramos pensando si será la guerra o la
peste, si se desplomarán las montañas: pero
en las entrañas de las naves y en las nubes,
nada hay sino el anuncio del desastre y no
sabemos cómo vendrá. Vagamos, pues, hasta
la plaza, sin hablarnos; llenos de desánimo,
apenas probamos los alimentos y velamos en
la noche, esperando.
II Hoy el cielo amaneció oscuro y el aire,
con sonidos. Nos encontramos frente al templo; el rey está ahí, también lo sabe; día de
revelación o de muerte. Somos todos los hombres de la ciudad y cantamos hasta desfallecer los himnos de música poderosa. Vemos al sumo sacerdote levantar su cuchillo sobre el
sacrificio y matar con presteza. La sangre gotea en las gradas, mas antes de la invocación
el rey se arranca entre voces las ricas vestidutas y se mesa los cabellos, postrado ante el
tabernáculo.
III Unos dicen que la palabra del dios ordenó este éxodo; otros que el dios no contestó
a la invocación y el rey, temeroso del desastre, lo ha decidido; otros que el éxodo es el
desastre. Pero ahora caminamos lentamente
hacia el nuevo valle con agua y pastos y una
cantera cercana que dará la piedra para los
edificios; ahora vamos al lado de las mujeres
y los niños, dejando atrás la ciudad y los ancianos que prefirieron cortarse la garganta
antes que abandonarla. Desde lo alto la miramos por última vez: solitaria y con tanto
amor nuestro extendido en sus paredes.
Del libro El avaro (Lima, 1955).