-El mundo entero estaba atestado de seres humanos. El gran censo del año 2010 había dado por resultado ocho mil millones como población total del universo. Ocho mil millones, o sea, ocho caparazones de cangrejo... Aquellos tiempos no se parecían demasiado a éstos en que vivimos. La humanidad tenía una habilidad sorprendente para procurarse alimentos. Y cuanto más comida necesitaba, tanto más crecía en número. Así, pues, vivían en la tierra ocho mil millones de hombres cuando empezaron los estragos de la peste escarlata. Yo era entonces un hombre joven. Tenía veintisiete años. Vivía en Berkeley, que está en la bahía de San Francisco, en el lado que queda frente a la ciudad. ¿Recuerdas, Edwin, esas grandes casas de piedra que nos encontramos un día en esa dirección... hacia allí? Yo vivía allí, en una de esas casas de piedra. Era profesor de literatura inglesa.
Buena parte de ese discurso desbordaba el entendimiento de los jovencitos. Pero se esforzaban por comprender cuanto podían, aunque difusamente, de este relato del pasado.
-¿Qué hacías en esas casas? -preguntó Cara de Liebre.
-Tu padre, lo recordarás, te enseñó a nadar... Cara de Liebre hizo signo afirmativo.
-¡Pues bien! En la Universidad de California (así se llamaban esas casas) se enseñaba a los jóvenes y a las jóvenes toda clase de cosas. Se les enseñaba a pensar y a instruirse la mente. Del mismo modo que yo acabo de enseñaros, por medio de la arena, las piedras, los dientes y las conchas, a calcular cuántos habitantes tenía entonces la tierra. Había mucho que enseñar. A los jóvenes se les llamaba entonces «estudiantes». Había grandes salas, y en ellas yo y los demás profesores les dábamos lecciones. Yo hablaba a cuarenta o cincuenta oyentes al mismo tiempo, igual que hoy os hablo a los tres a la vez. Les hablaba de los libros que habían escrito los hombres que habían vivido antes que ellos, y a veces también de los libros escritos en aquella misma época.
-¿Y eso era todo lo que hacías? -preguntó Hu-Hu-. ¿Hablar, hablar y hablar, y nada más? ¿Quién cazaba para tener carne? ¿Quién ordeñaba las cabras? ¿Quién pescaba peces?
-¡Muy bien, Hu-Hu! Me haces una pregunta muy juiciosa. Pues bien, los alimentos, tal como ya te he dicho, eran pese a todo muy abundantes. Porque éramos hombres muy sabios. Algunos se ocupaban especialmente de estos alimentos, y, mientras, los demás se ocupaban de otras cosas. Yo hablaba, hablaba incesantemente. Y, a cambio de ello, me daban de comer. Comida abundante y refinada. ¡Oh, si! ¡Refinada! Desde hace sesenta años, no pruebo nada igual, y seguramente ya no probaré nada igual. A menudo he pensado que la obra más espléndida de nuestra vieja civilización era esa abundancia de alimentos, su variedad infinita y su increíble refinamiento. ¡Oh, hijos míos! ¡Sí! ¡La vida merecía entonces ser vivida! ¡Entonces, cuando teníamos tan buenas cosas para comer! Los muchachos seguían escuchando atentamente, y todo lo que no comprendían lo atribuían al chocheo senil del viejo.
-A los que producían el alimento los llamábamos, en teoría, hombres libres. Pero era falso: su libertad no era más que una palabra. La clase dirigente poseía la tierra y las máquinas. Era en beneficio suyo que trabajaban duramente los productores, y del fruto de su trabajo se les dejaba estrictamente lo necesario para que pudieran seguir trabajando y producir cada vez más.
-Cuando yo voy a buscar alimentos en el bosque -declaró Cara de Liebre-, si alguien tratara de quitármelos y -hacerlos suyos, yo le mataría.
El viejo rompió a reír. -Pero si la tierra, el bosque, las máquinas, todo, nos pertenecían, a nosotros, la clase dirigente, ¿cómo hubiera podido el trabajador negarse a producir para nosotros? Se hubiera muerto de hambre. Por eso prefería trabajar duramente, garantizarnos nuestra comida, hacernos los vestidos y proporcionarnos mil y un mejillones, Hu-Hu; mil delicias y magníficas satisfacciones. ¡Ja, ja, ja! Así. pues, en aquel tiempo yo era el profesor Smith, James Howard Smith. Mi curso tenía mucha asistencia; es decir, que muchos jóvenes gustaban de oírme hablar de los libros escritos por otros hombres. Era muy feliz. Mis alimentos eran excelentes. Tenía las manos suaves, porque no tenían que hacer ningún trabajo duro. Tenía el cuerpo limpio y bien cuidado, y mi ropa era todo-lo flexible y agradable que uno pueda imaginarse.
Diciendo esto, el vejestorio dejó caer una mirada de asco a su asquerosa piel de cabra.
-No era así nuestra ropa. Incluso nuestros trabajadores esclavos la llevaban mejor. Y nuestro aseo corporal era extremo. Nos lavábamos la cara y las manos varias veces al día. ¿Qué decís de esto? ¿Eh? ¿Vosotros que no os laváis nunca, salvo cuando os caéis al agua o cuando nadáis?
-¡Tampoco tú te lavas nunca! -replicó Hu-Hu.
-Lo sé, lo sé muy bien. Hoy soy un viejo repulsivo. Pero es que han cambiado los tiempos. Hoy nadie se lava. Ya no hay modo de hacerlo. Hace sesenta años que no veo ningún fragmento de jabón. ¿No sabéis lo que quiere decir jabón? No voy a perder tiempo explicándolo, porque lo que os estoy contando es la historia de la muerte escarlata...
Sabéis lo que es una enfermedad. En otros tiempos se decía «infección». Se sabía que las enfermedades estaban causadas por gérmenes malignos. He dicho «germen». Recordad esta palabra. Un germen es una cosa pequeñísima. Más pequeña que las garrapatas que en primavera se pegan del pelo y de la carne de los perros cuando corren por el bosque. Sí, un germen es mucho más pequeño todavía, tan pequeño que no se puede ver. Hu-Hu se rió de buenísima gana.
-Qué divertido eres, abuelo. Nos hablas de cosas que no se pueden ver. Pero, entonces, ¿cómo se sabe que existen? Esto no tiene sentido.
-¡Bien, Hu-Hu! ¡Muy bien! Excelente pregunta la que me haces. Has de saber, pues, que, para ver esas cosas, y muchísimas más cosas, teníamos unos instrumentos llamados «microscopios». Microscopios, ¿oyes? Microscopios, y «ultramicroscopios». Gracias a estos instrumentos, a los que aplicábamos los ojos, los objetos se nos mostraban mayores de lo que son en realidad. Y, de este modo, podíamos ver incluso aquellos cuya existencia ignorábamos hasta entonces. Los mejores microscopios agrandaban un germen cuarenta mil veces. Cuarenta mil; es decir, cuarenta valvas de mejillón, cada una de las cuales representa mil dedos... Luego, empleando un segundo instrumento que llamábamos cinematógrafo, sí, «ci-ne-ma-tó-gra-fo», estos gérmenes, agrandados ya cuarenta mil veces, se nos mostraban agrandados miles y miles de veces más. ¡Tomad un grano de arena, hijitos! Partidlo en diez trozos. Luego, tomad uno de los trozos y rompedlo a su vez en diez trozos. Luego, romped en otros diez uno de éstos; luego, uno de esos diez en diez. Seguid así todo el día, y quizá a la puesta del sol habréis alcanzado la pequeñez de uno de esos gérmenes. Los muchachos parecían incrédulos.
Cara de Liebre emitía resoplidos burlones, y HuHu se reía con disimulo. Edwin los hizo callar, y el viejo continuó:
-La garrapata de los bosques chupa la sangre de los perros. Pero el germen, gracias a su extrema pequeñez, penetra sigilosamente en la sangre del cuerpo y se multiplica infinitamente. En el cuerpo de un solo hombre había, en aquel tiempo, mil millones de gérmenes. Mil millones... ¡Un caparazón de cangrejo, ni más ni menos! A estos gérmenes los llamábamos microbios. «Microbios.» Muy bien. Y cuando un hombre tenía mil millones de ellos en la sangre, se decía que estaba «infectado»; que estaba enfermo, si así os gusta más. Había microbios de distintas especies. Esas especies eran innumerables, como los granos dé arena de esta playa. No las conocíamos todas. Sabíamos muy poco de ese mundo invisible. Conocíamos el bacillus anthracis, y también el micrococcus, el bacterium termo y el bacterium lactis. Es este último, dicho sea de paso, el que sigue haciendo cuajar la leche de cabra, permitiendo hacer queso. ¿Me sigues, Cara de Liebre? ¿Y qué diré de los esquizomicetos, cuya familia es inacabable? Y me dejo infinidad...
Aquí, el viejo se perdió en una larga disertación acerca de los gérmenes y su naturaleza. Empleaba palabras tan largas y frases tan complicadas que los muchachitos, mirándose los unos a los otros con una mueca, volvieron sus miradas hacia el océano inmenso, dejando que el ex profesor Smith perorara a su aire.
Ilustración original de la primera edición (1912) |
Jack London, Fragmento de La peste escarlata (1912),