¿Es posible –nos preguntábamos unos a otros con asombro y
pesar– que los desórdenes naturales hayan causado la ruina de
países enteros, la aniquilación de naciones enteras? Las grandes
ciudades de América, las fértiles llanuras del Indostán, las atestadas viviendas de los chinos, viven amenazadas por la destrucción
total. Allá donde antes las multitudes se congregaban en busca de
placer o provecho, ahora sólo resuenan los lamentos y la tristeza.
El aire está emponzoñado y los seres humanos respiran muerte,
aunque sean jóvenes, sanos, y se hallen en la flor de sus esperanzas. Recordábamos la peste de 1348, cuando se calculaba que un
tercio de la humanidad fue destruida. Sin embargo, por el momento Europa occidental se mantenía a salvo. ¿Sería así por mucho tiempo?
¡Oh, sí, no temáis, ciudadanos, así seguirá siendo! En las llanuras de América aún sin cultivar, ¿acaso puede sorprender que, entre otros destructores gigantes, la peste se haya hecho un sitio? Ésta
ha sido desde siempre nativa de Oriente, hermana del tornado, el
terremoto y el simún. Hija del sol, retoño de los trópicos, expirará
en esos climas. Bebe la sangre oscura de los habitantes meridionales pero nunca se alimenta del celta de pálido rostro. Si, por azar, algún asiático infectado llegara a nosotros, la plaga moriría con él,
incomunicada, inocua. Lloremos por nuestros hermanos, pero sepamos que su desgracia jamás se abatirá sobre nosotros. Lamentémonos por los hijos del jardín de la tierra y brindémosles nuestra
ayuda. Antes envidiábamos sus moradas, sus huertos de especias,
sus fértiles planicies, su abundante belleza. Pero en esta vida mortal los extremos siempre se tocan. La espina crece con la rosa, el árbol del veneno y el de la canela entrelazan sus ramas. Persia, con
sus tejidos de oro, sus salones de mármol y su infinita riqueza es
hoy una tumba. La tienda de los árabes ha caído sobre la arena y
su caballo recorre la tierra sin brida ni silla. Los lamentos resuenan
en los valles de Cachemira. Sus claros y sus bosques, sus frescas
fontanas, sus rosaledas, se ven contaminados por los muertos. En
Circasia y Georgia, el espíritu de la belleza llora sobre las ruinas de
su templo favorito: el cuerpo femenino.
Mary Shelley, El último hombre (1826), Barcelona, El cobre, 2007.
Traducción de Juanjo Estrella.