Comenzaba siempre esta enfermedad por las zonas costeras y, así, iba ya subiendo hacia
las regiones del interior. Al segundo año, a mediados de la
primavera, llegó a Bizancio, donde casualmente estaba yo
residiendo en aquel entonces. Y ocurrió de la siguiente manera. Muchos vieron unas apariciones fantasmales con forma de seres humanos, de diverso aspecto y todos los que se
las encontraban creían que eran golpeados por ese hombre
que les salía al paso en cualquier punto de su cuerpo. Y, nada más haber visto la aparición, al momento eran atacados
por la enfermedad. Pues bien, al principio, los que se habían encontrado a estas apariciones intentaban alejarlas de sí repitiendo los nombres más sagrados y conjurándolas de otros
modos, como cada cual podía; sin embargo no conseguían
absolutamente nada, porque muchísima gente, aun refugiándose en los templos, moría. Luego, hacían por no oír ni siquiera la llamada de sus amigos y los dejaban encerrados en
sus habitaciones, fingiendo, a pesar de sus golpes en las
puertas, que no escuchaban nada, por miedo, claro está, a
que el que los llamaba fuera uno de aquellos fantasmas. En
ciertos casos no fue así como sobrevino la peste, sino que
algunos tuvieron soñando una visión en la que les parecía
que estaban sufriendo el mismo trato por parte de uno que
se encontraba a su lado, o que oían una voz que les anunciaba que estaban ya inscritos en la lista de los muertos. Pero lo que les sucedió a muchísimas personas fue que la enfermedad les entró, sin que, ni por una visión ni por un
ensueño, se enteraran de lo que después les iba a ocurrir.
Les acometía de la siguiente manera. Repentinamente les
daba fiebre, a unos cuando acababan de despertarse, a otros
mientras estaban paseando y a otros en medio de cualquier
otra actividad. Y el cuerpo ni cambiaba de color ni estaba
caliente, como cuando ataca la fiebre, ni tampoco se producía ninguna inflamación, sino que la fiebre era tan tenue
desde que comenzaba hasta el atardecer que ni a los propios
enfermos ni al médico al tocarlos les daba la impresión de
que hubiera ningún peligro. Y, en efecto, ninguno de los que
habían contraído el mal creyó que fuera a morir de eso. Pero
a unos en el mismo día, a otros al siguiente y a otros no mucho después le salía un tumor inguinal, no sólo en esa parte
del cuerpo que está bajo el abdomen y que se llama ingle,
sino también en la axila; y a algunos incluso junto a la oreja
y en diversos puntos del muslo.
Pues bien, hasta aquí a todos los afectados por la enfermedad les venía a pasar casi lo mismo. Pero, a partir de ahí, Aquél que mandó ese mal. Unos entraban en coma profundo, otros en un delirio agudo y cada cual sufría los efectos propios de la enfermedad. Pues los que entraban en coma se olvidaban de todo lo que antes les había sido familiar
y parecía que siempre estaban durmiendo. Y si alguien se
ponía a cuidarlos, comían en medio de aquel estado en que
se encontraban, pero los que carecían de estos cuidados seguidamente morían por falta de alimentación. Sin embargo,
los que eran dominados por el delirio sufrían un terrible insomnio y muchas alucinaciones: pensaban que venía gente a matarlos y se hallaban inquietos y gritando como locos
se precipitaban a huir. Quienes los estaban atendiendo caían
rendidos de fatiga porque no descansaban y era la suya una
mortificación continua e irremediable. Por eso, todos se compadecían de ellos, más incluso que de los enfermos, y no
por ese peligro angustioso de estar siempre cerca de los
apestados (pues el caso era que ni médicos ni particulares
contraían este mal por contagio de los enfermos o de los
fallecidos, porque muchos que constantemente estaban enterrando o atendiendo a personas sin ninguna relación con
ellos resistían, contra lo que cabía esperar, prestando este
servicio, mientras que a muchos otros los atacaba inexplicablemente la enfermedad y morían en seguida), sino por el
gran sufrimiento que padecían.
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El emperador Justiniano. Mosaico de la iglesia de San Apolinar, Ravena, Italia. |
Procopio de Cesarea,
Historia de las guerras, Libro II, Madrid, Gredos, Traducción de A. Guzmán Guerra.