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Pero el primero de mayo del año 1976, si el lector se hubiera encontrado en la ciudad imperial de Pekín, poblada entonces de once millones de almas, hubiese asistido a un curioso espectáculo. Habría visto las calles llenas de población amarilla charlando animadamente, todas las melenas echadas hacia atrás, todos los ojos oblicuos mirando al cielo. Y, muy alto en el cielo, habría podido percibir un punto minúsculo cuyas evoluciones regulares le habrían hecho saber que se trataba de un avión. De aquel aeroplano que giraba en todos los sentidos por encima de la ciudad, llovían extraños proyectiles inofensivos, unos frágiles tubos de cristal que se rompían en mil pedazos en las calles y sobre los tejados. Nada de particular ocurría con aquellos tubos de cristal, nada ocurría, nada explotaba. A decir verdad tres chinos fueron muertos por aquellos tubos caídos desde tal altura, pero qué importancia tenía la muerte de tres chinos en un país donde cada año nacían veinte millones más de chinos de los que morían. Un tubo cayó directamente en el estanque de un jardín cuyo propietario lo retiró intacto. No se atrevió a abrirlo y, acompañado de sus amigos y rodeado de una multitud creciente, lo llevó al magistrado del distrito. Este era un hombre valiente. Rompió el misterioso tubo golpeándolo con el fogón de cobre de su pipa. No se produjo nada anormal. Uno o dos de los asistentes más próximos creyeron ver salir volando unos mosquitos. Eso fue todo. La muchedumbre estalló en risas y se dispersó.
No solamente la ciudad de Pekín, sino China entera estaba siendo bombardeada por tubos de cristal. Los pequeños aviones lanzados desde los barcos no llevaban más que dos hombres cada uno, y por todas partes por encima de las ciudades, pueblos y aldeas, hacían sus circunvalaciones, uno de los aviadores dirigiendo el aparato, el otro tirando los tubos por la borda.
Pero si el lector hubiese vuelto a Pekín semanas más tarde, habría buscado en vano sus once millones de habitantes. Habría encontrado un pequeño número de ellos, tal vez algunos cientos de miles en estado de descomposición dentro de las casas y en las calles desiertas o amontonados sobre los carros fúnebres abandonados. Para encontrar a los demás habría tenido que buscar en las grandes y pequeñas vías de comunicación. Y aún así no hubiese descubierto más que algunos grupos huyendo de las ciudad apestada de Pekín, ya que su huida estaba jalonada por innumerables cadáveres pudriéndose al lado de las carreteras. Y lo que pasaba en Pekín se reproducía en todas las ciudades, pueblos y aldeas del imperio. La plaga hacía estragos de punta a punta del país. No eran una o dos epidemias, eran una veintena. Todas las formas virulentas de enfermedades infecciosas se desencadenaron sobre el territorio. El gobierno chino comprendió tarde el fin de aquellos gigantescos preparativos, de aquella distribución de ejércitos mundiales, de aquellos vuelos de aviones y de aquella lluvia de tubos de cristal. Sus Proclamaciones cayeron en el vacío y no podían tan siquiera contener los once millones de miserables que huían de Pekín para diseminar el contagio por todo el país. Los médicos y oficiales de sanidad morían en sus puestos, y la muerte triunfante se adelantaba a los decretos de Li-Tang-Foung. A él también se le echó encima, ya que Li-Tang-Foung sucumbió en la segunda semana.
Si se hubiese tratado de una sola epidemia China quizás habría podido salvarse. Pero a una veintena de epidemias ninguna criatura podía escapar. El que esquivaba la viruela moría de la escarlatina; el que se creía protegido contra la «fiebre amarilla» sucumbía al cólera, y la muerte negra, la peste bubónica, barría a los supervivientes. Todos aquellos microbios, gérmenes, bacterias y bacilos, cultivados en los laboratorios de Occidente se habían abatido sobre China en aquella lluvia de tubos de cristal.
Desapareció toda organización. El gobierno se derrumbó. Decretos y proclamas eran inútiles ya que aquellos que acababan de redactarlos y firmarlos se esfumaban de la noche a la mañana. Y los millones de seres acosados por la muerte no se paraban en su loca carrera para tomar nota de nada. Huían de las ciudades para contaminar los campos, propagaban las enfermedades allá donde fueran. Estaban en pleno verano —Jacobus Laningdale había escogido juiciosamente el momento— y la muerte hacía estragos por todas partes. Muchos acontecimientos han sido reconstruidos según ciertas conjeturas, y muchos otros a partir de los relatos de los supervivientes. Las miserables criaturas se precipitaron por millones a través del Imperio. Los enormes ejércitos que China había reunido en sus fronteras se fundieron como la nieve al sol. Las granjas fueron saqueadas por la gente hambrienta, la tierra ya no recibió más semillas y los cereales, maduros ya, se pudrieron. Aquella huida universal constituyó quizás el rasgo más destacable de la catástrofe, Millones de seres se precipitaron hacia las fronteras para encontrarse allí detenidos y rechazados por los gigantescos ejércitos de Occidente. La masacre de aquellas hordas enloquecidas fue algo asombroso. En varias ocasiones las líneas defensivas tuvieron que retroceder treinta o cuarenta kilómetros para escapar del contagio de los cadáveres.
En una ocasión, la epidemia, atravesando las líneas enemigas, cayó sobre las tropas alemanas que vigilaban la frontera de Turkestán. Se habían tomado medidas en vista de un acontecimiento como aquél y si bien costó la vida de sesenta mil soldados europeos, el cuerpo internacional de médicos estableció un cordón sanitario y alejó el contagio. Fue en el transcurso de esta lucha cuando tuvo lugar entre los gérmenes mórbidos una especie de hibridez de la que resultó un nuevo microbio de una virulencia inaudita. Intuido en un principio por el Dr. Vomberg que fue infectado por dicho microbio y murió a consecuencia del mismo, debía ser más adelante aislado y observado por Stevens y Hazanfelt.
Así fue la invasión sin paralelo a China. Ya no había esperanza para aquellos millones de hombres encerrados en su inmensa fosa. Habiendo perdido toda cohesión y organización estaban destinados a morir sin evasión posible. Fueron rechazados de sus fronteras terrestres como de las marítimas. Setenta mil barcos patrullaban las costas. De día, el humo de sus chimeneas nublaba el horizonte, y de noche los proyectores surcaban la oscuridad para descubrir la menor embarcación. Las tentativas de las inmensas flotas de juncos fueron patéticas: ni una escapaba a la vigilancia de aquellos perros de mar.
Los mecanismos de la guerra moderna habían detenido a las masas desorganizadas de China, mientras que las epidemias realizaban su obra. La guerra a la antigua usanza se convirtió en objeto de burla, buena solamente para patrullar. China se había reído de la guerra y la había soportado. Pero esa era la guerra ultramoderna, la guerra del siglo veinte, la guerra de los sabios y de los laboratorios, la guerra de Jacobus Laningdale.
Los cañones de cien toneladas no eran más que juguetes comparados con los proyectiles micro-orgánicos lanzados por los laboratorios, por aquellos mensajeros de la muerte, aquellos ángeles despiadados que arrasaban un imperio de mil millones de almas.
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Texto completo en castellano: http://axxon.com.ar/rev/157/c-157cuento15.htm
Extracto de Jack London, "La invasión sin paralelo", publicado por primer vez en 1910 bajo el título "The unparalleled invasión" en la revista McClure's.