Pocos días después sobrevino a los atenienses una epidemia muy grande, que primero
sufrieron la ciudad de Lemnos y otros muchos lugares. Jamás se vio en parte
alguna del mundo tan grande pestilencia, ni que tanta gente matase. Los
médicos no acertaban el remedio, porque al principio desconocían la
enfermedad, y muchos de ellos morían los primeros al visitar a los enfermos.
No aprovechaba el arte humana, ni los votos ni plegarias en los templos, ni
adivinaciones, ni otros medios de que usaban, porque en efecto valían muy
poco; y vencidos del mal, se dejaban morir. Comenzó esta epidemia (según
dicen) primero en tierras de Etiopía, que están en lo alto de Egipto; y después
descendió a Egipto y a Libia; se extendió largamente por las tierras y señoríos
del rey de Persia; y de allí entró en la ciudad de Atenas, y comenzó en el Pireo,
por lo cual los del Pireo sospecharon al principio que los peloponesios habían
emponzoñado sus pozos, porque entonces no tenían fuentes. Poco después
invadió la ciudad alta, y de allí se esparció por todas partes, muriendo muchos
más.
Quiero hablar aquí de ella para que el médico que sabe de medicina, y
el que no sabe nada de ella, declare si es posible entender de dónde vino este
mal y qué causas puede haber bastantes para hacer de pronto tan gran
mudanza. Por mi parte diré cómo vino; de modo que cualquiera que leyere lo
que yo escribo, si de nuevo volviese, esté avisado, y no pretenda ignorancia.
Hablo como quien lo sabe bien, pues yo mismo fui atacado de este mal, y vi los
que lo tenían. Aquel año fue libre y exento de todos los otros males y
enfermedades, y si algunos eran atacados de otra enfermedad, pronto se
convertía en ésta. Los que estaban sanos, veíanse súbitamente heridos sin
causa alguna precedente que se pudiese conocer. Primero sentían un fuerte y excesivo calor en la cabeza; los ojos se les ponían colorados e hinchados; la
lengua y la garganta sanguinolentas, y el aliento hediondo y difícil de salir,
produciendo continuo estornudar; la voz se enronquecía, y descendiendo el
mal al pecho, producía gran tos, que causaba un dolor muy agudo; y cuando la
materia venía a las partes del corazón, provocaba un vómito de cólera, que los
médicos llamaban apocatarsis, por el cual con un dolor vehemente lanzaban
por la boca humores hediondos y amargos; seguía en algunos un sollozo vano,
produciéndoles un pasmo que se les pasaba pronto a unos, y a otros les
duraba más. El cuerpo por fuera no estaba muy caliente ni amarillo, y la piel
poníase como rubia y cárdena, llena de pústulas pequeñas; por dentro sentían
tan gran calor, que no podían sufrir un lienzo encima de la carne, estando
desnudos y descubiertos. El mayor alivio era meterse en agua fría, de manera
que muchos que no tenían guardas, se lanzaban dentro de los pozos, forzados
por el calor y la sed, aunque tanto les aprovechaba beber mucho como poco.
Sin reposo en sus miembros, no podían dormir, y aunque el mal se agravase,
no enflaquecía mucho el cuerpo, antes resistían a la dolencia, más que se
puede pensar. Algunos morían de aquel gran calor, que les abrasaba las
entrañas a los siete días, y otros dentro de los nueve conservaban alguna
fuerza y vigor. Si pasaban de este término, descendía el mal al vientre,
causándoles flujo con dolor continuo, muriendo muchos de extenuación.
Esta infección se engendraba primeramente en la cabeza, y después
discurría por todo el cuerpo. La vehemencia de la enfermedad se mostraba, en
los que curaban, en las partes extremas del cuerpo, porque descendía hasta
las partes vergonzosas y a los pies y las manos. Algunos los perdían; otros
perdían los ojos, y otros, cuando les dejaba el mal, habían perdido la memoria
de todas las cosas, y no conocían a sus deudos ni a sí mismos. En conclusión,
este mal afectaba a todas las partes del cuerpo; era más grande de lo que
decirse puede, y más doloroso de lo que las fuerzas humanas podían sufrir.
Que esta epidemia fuese más extraña que todas las acostumbradas, lo
acredita que las aves y las fieras que suelen comer carne humana no tocaban
a los muertos, aunque quedaban infinidad sin sepultura; y si algunas los
tocaban, morían. Pero más se conocía lo grande de la infección en que no
aparecían aves, ni sobre los cuerpos muertos, ni en otros lugares donde
habían estado; ni aun los perros que acostumbraban andar entre los hombres
más que otros animales; de lo cual se puede bien conjeturar la fuerza de este
mal.
Dejando aparte otras muchas miserias de esta epidemia, que ocurrieron
a particulares, a unos más ásperamente que a otros, este mal comprendía en
sí todos los otros, y no se sufría más que él; de suerte que cuanto se hacía
para curar otras enfermedades, aprovechaba para aumentarlo, y así unos
morían por no ser bien curados, y otros por serlo demasiado; no hallándose
medicina segura, porque lo que aprovechaba a uno, hacía daño a otro.
Quedaban los cuerpos muertos enteros, sin que apareciese en ellos diferencia
de fuerza ni flaqueza; y no bastaba buena complexión, ni buen régimen para
eximirse del mal.
Lo más grave era la desesperación y la desconfianza del hombre al
sentirse atacado, pues muchos, teniéndose ya por muertos, no hacían
resistencia ninguna al mal. Por otra parte, la dolencia era tan contagiosa, que
atacaba a los médicos. A causa de ello muchos morían por no ser socorridos, y
muchas casas quedaron vacías. Los que visitaban a los enfermos, morían
también como ellos, mayormente los hombres de bien y de honra que tenían
vergüenza de no ir a ver a sus parientes y amigos, y más querían ponerse a peligro manifiesto que faltarles en tal necesidad. A todos contristaba mal tan
grande, viendo los muchos que morían, y los lloraban y compadecían. Mas,
sobre todo, los que habían escapado del mal, sentían la miseria de los demás
por haberla experimentado en sí mismos; aunque estaban fuera de peligro,
porque no repetía la enfermedad al que la había padecido, a lo menos para
matarle; por lo cual tenían por bienaventurados a los que sanaban, y ellos
mismos por la alegría de haber curado presumían escapar después de todas
las otras enfermedades que les viniesen.
Además de la epidemia, apremiaba a los ciudadanos la molestia y
pesadumbre por la gran cantidad y diversidad de bienes muebles y efectos que
habían metido en la ciudad los que se acogieron a ella, porque habiendo falta
de moradas, y siendo las casas estrechas, y ocupadas por aquellos bienes y
alhajas, no tenían donde revolverse, mayormente en tiempo de calor como lo
era. Por eso muchos morían en las cuevas echados, y donde podían, sin
respeto alguno, y algunas veces los unos sobre los otros yacían en calles y
plazas, revolcados y medio muertos; y en torno de las fuentes, por el deseo
que tenían del agua. Los templos donde muchos habían puesto sus estancias
y albergues estaban llenos de hombres muertos, porque la fuerza del mal era
tanta que no sabían qué hacer. Nadie se cuidaba de religión ni de santidad,
sino que eran violados y confusos los derechos de sepulturas de que antes
usaban, pues cada cual sepultaba los suyos donde podía. Algunas familias,
viendo los sepulcros llenos por la multitud de los que habían muerto de su
linaje, tenían que echar los cuerpos de los que morían después en sepulcros
sucios y llenos de inmundicias. Algunas, viendo preparada la hoguera para
quemar el cuerpo de un muerto, lanzaban dentro el cadáver de su pariente o
deudo, y le ponían fuego por debajo; otros lo echaban encima del que ya ardía
y se iban.
Además de todos estos males, fue también causa la epidemia de una
mala costumbre, que después se extendió a otras muchas cosas y más
grandes, porque no tenían vergüenza de hacer públicamente lo que antes
hacían en secreto, por vicio y deleite. Pues habiendo entonces tan grande y
súbita mudanza de fortuna, que los que morían de repente eran
bienaventurados en comparación de aquellos que duraban largo tiempo en la
enfermedad, los pobres que heredaban los bienes de los ricos, no pensaban
sino en gastarlos pronto en pasatiempos y deleites, pareciéndoles que no
podían hacer cosa mejor, no teniendo esperanza de gozarlos mucho tiempo,
antes temiendo perderlos en seguida y con ellos la vida. Y no había ninguno
que por respeto a la virtud, aunque la conociese y entendiese, quisiera
emprender cosa buena, que exigiera cuidado o trabajo, no teniendo esperanza
de vivir tanto que la pudiese ver acabada, antes todo aquello que por entonces
hallaban alegre y placentero al apetito humano lo tenían y reputaban por
honesto y provechoso, sin algún temor de los dioses o de las leyes, pues les
parecía que era igual hacer mal o bien, atendiendo a que morían los buenos
como los malos, y no esperaban vivir tanto tiempo, que pudiese venir sobre
ellos castigo de sus malos hechos por mano de justicia, antes esperaban el
castigo mayor por la sentencia de los dioses, que ya estaba dada, de morir de
aquella pestilencia. Y pues la cosa pasaba así, parecíales mejor emplear el
poco tiempo que habían de vivir en pasatiempos, placeres y vicios. En esta
calamidad y miseria estaban los atenienses dentro de la ciudad, y fuera de ella
los enemigos lo metían todo a fuego y a sangre. Traían a la memoria muchos
antiguos pronósticos y respuestas de los oráculos de los dioses que
apropiaban al caso presente y entre otros un verso que los ancianos decían haber oído cantar y que había sido pronunciado en respuesta del oráculo de
los dioses, que decía:
Vendrá la guerra doria,
Creed lo que decimos,
Y con ella vendrá limos,
Sobre lo cual disputaban antes de ocurrir la epidemia, porque unos
decían que por la palabra limos se habían de entender el hambre, y otros
aseguraban que quería significar la epidemia; hasta que llegó ésta y todos le
aplicaron el dicho del oráculo. Y a mi ver, si ocurriese aún alguna otra guerra
en tierra de Doria, acompañada de hambre, también lo aplicarían a ella.
Recordaban igualmente la respuesta que había dado el oráculo de Apolo a la
demanda de los lacedemonios tocante a esta misma guerra, porque
habiéndole preguntado quién alcanzaría la victoria, respondió que los que
guerreasen con todas sus fuerzas y poder y que él les ayudaría. Esta
respuesta fue también objeto de juicios contradictorios, porque la epidemia
comenzó cuando los peloponesios entraron aquel año en tierra de los
atenienses, y no hizo daño en el Peloponeso, a lo menos de cosa que de
contar sea, reinando principalmente en Atenas, de donde se esparció a otras
villas y lugares, según estaban más o menos poblados.
Tucídides, Historia de la guerra del Peloponeso, Barcelona, Orbis, 1986. Trad: Diego Gracián