Entre todas las
desgracias que desde siempre han azotado a la humanidad, las grandes epidemias
han dejado un recuerdo especialmente vivido.
Estallan
con la repentineidad de las catástrofes naturales, pero mientras que un
terremoto se agota la mayoría de las veces en pocas y breves sacudidas,
la epidemia puede durar meses o incluso todo un año. El horror del terremoto
culmina de golpe, sus víctimas perecen todos a la vez. Una epidemia
de peste, por el contrario, tiene un efecto acumulativo-, primero son atacados sólo unos pocos, luego se multiplican
los casos, se ven muertos por todas
partes; en seguida se ven reunidos más muertos que vivos. El resultado de la
epidemia puede ser el mismo que el de un terremoto. Pero los hombres son testigos de
la gran mortalidad que se difunde y cunde a ojos vistas. Son como los
participantes de una batalla que dura más que todas
las batallas conocidas. Pero el enemigo es secreto, no se lo ve por ninguna
parte; no se le puede atacar. Sólo se espera ser atacado por él. El combate
lo libra la parte adversa exclusivamente, asestando sus golpes a quien se le
antoja. Y los asesta a tantos que debe temerse que a todos les toque.
No bien se la reconoce,
la epidemia no puede desembocar más que en la muerte común de todos. Quienes son
atacados esperan -puesto que no hay remedio contra
ella- la ejecución de la sentencía. Sólo los atacados por la epidemia son masa-, son iguales respecto
al destino que les espera. Su número
aumenta con celeridad creciente. Alcanzan la meta hacia la que se mueven en
pocos días. Alcanzan la mayor densidad posible a cuerpos humanos:
todos juntos en un montón de cadáveres. Esta masa estancada de los muertos,
según las ideas religiosas, sólo está muerta por un tiempo. Resucitará
en un único instante y apiñada estrechamente se formará ante Dios para el
Juicio Final. Pero aun dejando de lado la suerte ulterior de los muertos
-porque las creencias religiosas no son idénticas en todas partes-, hay una
cosa que es indiscutible: la epidemia desemboca en la masa de agonizantes y muertos.
«Calles y templos» están repletos de ellos. A menudo ya ni es posible sepultar
una a una a las víctimas, como corresponde: se apilan unas sobre
otras, miles de ellas en una sepultura, reunidas en gigantescas fosas comunes.
Hay tres fenómenos
significativos bien conocidos a la humanidad, cuya meta son los montones de
cadáveres. Están estrechamente emparentados entre sí y por ello hay
que delimitarlos bien. Estos tres fenómenos son la batalla, el suicidio en masa
y la epidemia.
En la batalla la mira se ha puesto en el montón de cadáveres del
enemigo. Se quiere disminuir el número de enemigos vivientes, para que en comparación
el número de la propia gente sea tanto mayor. Que la gente propia también
perezca es inevitable, pero no es eso lo que se desea. La meta es el montón de
muertos enemigos. Se la busca activamente, por propia iniciativa, por la fuerza
del propio brazo.
En el suicidio en masa esta
iniciativa se vuelve contra la propia gente. Hombre, mujer, niño, todos se
matan recíprocamente, hasta que no queda sino el montón de los
propios muertos. Para que nadie caiga en manos del enemigo, para que la
destrucción sea total, se acude al fuego.
En la epidemia el resultado es el mismo que en el suicidio en masa, pero
no es arbitrario y parece impuesto desde afuera por un poder desconocido.
Tarda más en alcanzar la meta; así se vive en una igualdad de atroz
expectativa, durante la que todos los vínculos habituales de los hombres se deshacen.
El
contagio, tan importante en la epidemia, hace que los hombres se aparten unos
de otros. Lo más seguro es no acercarse demasiado a nadie, pues podría acarrear el
contagio. Algunos huyen de la ciudad y se dispersan en sus posesiones. Otros se
encierran en sus casas y no admiten a nadie.
Los
unos evitan a los otros. El mantener las distancias se convierte en última
esperanza. La expectativa de vida, la vida misma se expresa, por decir así, en el acto de
mantenerse a distancia de los enfermos. Los infestados se transforman poco a
poco en masa muerta; los no infestados se mantienen lejos
de todos y de cada uno, a menudo también de sus parientes, de sus cónyuges, de
sus niños. Es notable cómo en este caso la esperanza de sobrevivir hace del
hombre un ser aislado, frente al que se sitúa la masa de todas las víctimas
Pero
dentro de esta maldición general, en que resulta perdido todo aquel que cae
enfermo, sucede lo más sorprendente: algunos, contados, convalecen
de la peste. Es de imaginar cómo se deben sentir éstos en medio de los otros.
Han sobrevivido, y se sienten invulnerables. Así
también pueden compadecerse de
los enfermos y moribundos que los rodean. «Tales gentes -dijo
Tucídides- se sentían tan exaltadas en su convalecencia que opinaban que ya no
podrían morir jamás de enfermedad.»
Elias Canetti, Masa y poder (1960), Trad. de Horst Vogel, Barcelona, Muchnik, 1994.