lunes, 20 de abril de 2020

Extractos de la peste XIV . Thomas Mann - La muerte en Venecia

Mientras tanto, los venecianos habían terminado y desfilaban. La concurrencia los despedía con aplausos. El director no quiso marcharse sin adornar la salida con algunas gracias. Comenzó a hacer reverencias y a tirar besos con las manos en forma que excitaba la hilaridad de los espectadores, lo cual hacía que él acentuase más y más lo grotesco de sus movimientos y gesticulaciones. Cuando sus compañeros estaban ya fuera, hizo como si, al salir retrocediendo, tropezara en el poste de uno de los focos. Al lastimarse así, corrió hacia la puerta, haciendo contorsiones de dolor. Una vez en la puerta, arrojó su máscara de bufón, se irguió elásticamente, sacó cínicamente la lengua a la concurrencia y se sumió en la oscuridad.
Las gentes fueron dispersándose poco a poco. Tadzio había desaparecido de la balaustrada, pero el solitario se quedó aún largo rato, provocando la irritación de los camareros, sentado a su mesa, ante lo que le quedaba de refresco de granadina. La noche avanzaba, fluía el tiempo. En casa de sus padres, hacía muchos años, había un reloj de arena… De pronto vio ante sus ojos, como con gran claridad, el frágil aparato. La arena roja y fina corría incesantemente por el pico de cristal, corría, monótona y silenciosamente, eternamente…
Al día siguiente, por la tarde, hizo un nuevo esfuerzo para investigar los acontecimientos del mundo exterior, y esta vez con todo el éxito posible. En la plaza de San Marcos entró en una agencia inglesa de viajes, y después de cambiar alguna moneda, dirigió al empleado que le había servido, adoptando un aspecto de forastero, desconfiado, la pregunta fatal. El empleado era un inglés auténtico, correctamente vestido, joven aún, con el cabello partido por la mitad, y emanaba de él esa firme lealtad que resulta tan exótica, tan maravillosa en el Mediodía, donde abunda la expresión ambigua. Comenzó con la eterna canción: «No hay ningún motivo de alarma, señor. Una medida sin importancia seria. Disposiciones de esa naturaleza se toman a menudo para prevenir los posibles daños del calor y del siroco…»
Pero, al levantar los ojos, se encontró con la mirada del forastero, una mirada cansada y un tanto triste, que con una ligera expresión de desprecio se posaba en él. El inglés enrojeció: «Ésta es, al menos -siguió a media voz y con cierta vivacidad-, la explicación oficial, con la que aquí todos se conforman. Sin embargo, creo que hay algo más detrás de esto.» Luego, en su lenguaje honrado y preciso, contó lo que realmente ocurría.
Hacía ya varios años que el cólera indio venía mostrando una tendencia cada vez más acentuada a extenderse. Nacida en los cálidos pantanos del Delta del Ganges, y llevada por el soplo mefítico de aquellas selvas e islas vírgenes, de una fertilidad inútil, evitadas por los hombres, en cuyas espesuras de bambú acecha el tigre, la peste se había asentado de un modo permanente, causando estragos inauditos en todo el Indostán; después, había corrido por el Oriente, hasta la China, y por Occidente hasta Afganistán y Persia. Siguiendo la ruta de las caravanas, había llevado sus horrores hasta Astracán y hasta el mismo Moscú. Y mientras Europa temblaba, temerosa de que el espectro entrase desde allá por la tierra, la peste, navegando en barcos sirios, había aparecido casi al mismo tiempo en varios puertos del Mediterráneo; había mostrado su lívida faz en Tolón, Palermo y Nápoles; había producido varias víctimas, y estallaba con toda su intensidad en Calabria y Apulia. El norte de la península había quedado inmune. Pero, a mediados de mayo, habían descubierto en Venecia, en un mismo día, los terribles síntomas del mal en los cadáveres ennegrecidos, descompuestos, de un marinero y de una verdulera. Éstos casos se mantuvieron en secreto. Pero poco después se habían presentado diez, veinte, treinta casos más en diversos barrios de la ciudad. Un hombre de una villa austríaca, que había ido a pasar unos días en Venecia, había muerto en su tierra, al volver, mostrando síntomas indudables. De este modo habían llegado a la Prensa alemana las primeras noticias de la peste. Las autoridades de Venecia respondían que nunca había sido más favorable el estado sanitario de la ciudad, y tomaban las medidas más necesarias para combatir el mal. Pero podían estar infectados los alimentos; las legumbres, la carne, la leche.
La peste, negada y escondida, seguía haciendo estragos en las callejuelas angostas, mientras el prematuro calor del verano, que calentaba las aguas de los canales, favorecía extraordinariamente su propagación.
Hasta se hubiera dicho que la peste había recibido nuevo alimento, duplicado la tenacidad y fecundidad de sus bacilos. Los casos de curación eran raros. De cien atacados, ochenta morían del modo más horrible; pues el mal aparecía con extraordinaria violencia, presentándose casi siempre en la más terrible de sus formas: la seca. El cuerpo no podía siquiera expulsar las grandes cantidades de agua que salían de los vasos sanguíneos. A las pocas horas, el enfermo moría ahogado por su propia sangre, convertida en una sustancia pastosa como pez, en medio de espantosas convulsiones y roncos lamentos. Podía considerarse feliz aquel en quien, como sucedía a veces, el ataque, después de un malestar ligero, se le producía en forma de un desmayo profundo, del que ya nunca, o rara vez, despertaba. Desde principios de junio, se habían ido llenando silenciosamente las barracas aisladas del hospital civil. En los dos hospicios empezaba a faltar sitio, y había un movimiento inmediato hacia San Michele, la isla del cementerio. Sin embargo, el temor a los perjuicios que sufriría la ciudad, las consideraciones a la Exposición de cuadros que acababa de inaugurarse, a los jardines públicos y a las. grandes pérdidas que el pánico podía producir en hoteles, comercios y en todos los que vivían del turismo, pudieron más en la ciudad que el amor a la verdad y el respeto a los convenios internacionales. Las autoridades siguieron, pues, tercamente su política de silencio y negación. El funcionario sanitario superior en Venecia, una persona honrada, había dimitido lleno de indignación, siendo remplazado inmediatamente por otra persona menos escrupulosa y más flexible.
El pueblo sabía todo esto, y la corrupción de los de arriba, junto con la inseguridad reinante y el estado de agitación e inquietud en que sumía a la ciudad la inminencia de la muerte, habían engendrado cierta desmoralización entre las gentes humildes; los instintos oscuros y antisociales se habían sentido animados, de tal manera, que podía observarse un desorden y una criminalidad crecientes. Por las noches circulaban, contra la costumbre, muchos borrachos; se decía que a altas horas nocturnas las calles no ofrecían seguridad; se habían presentado casos de atracos y hasta graves delitos de sangre. En dos. ocasiones se había comprobado que personas aparentemente fallecidas a consecuencia de la peste, habían sido, en realidad, víctimas del veneno de sus deudos, mientras la lujuria profesional tomaba formas desvergonzadas y degeneradas, que allí no se habían visto, y que sólo podían encontrarse en el sur del país o en Oriente.
La deducción que de todas estas cosas sacó el inglés, fue decisiva.
-Haría usted bien en marcharse, mejor hoy que mañana. Pues antes de muy pocos días nos habrán acordonado.
-Muchísimas gracias -respondió Aschenbach, y salió.
La plaza yacía bajo el bochorno de un día nublado. Los forasteros, seguramente ignorantes de los hechos, estaban sentados en las terrazas de los cafés, o andaban por delante de la iglesia, toda cubierta de palomas, mirando cómo los. pájaros, batiendo sus alas y empujándose unos a otros, se precipitaban sobre los granos de maíz que se les mostraba en la palma de la mano. El solitario paseaba de aquí para allá en el magnífico patio, en una excitación febril, gozoso de poseer ya la verdad, con un sabor de repugnancia en la lengua y un fantástico estremecimiento en el corazón. Pensaba en algún acto depurador y honrado. Por la noche, después de cenar, podía acercarse a la señora ataviada de costosas perlas y hablarle de un modo que él literalmente imaginaba: «Permítame usted, señora, que un extranjero la sirva con un consejo, una advertencia que la codicia niega. Váyase usted inmediatamente con Tadzio y con sus hijas; Venecia está apestada.» Luego podría pasar la mano, en señal de despedida, sobre la cabeza del instrumento de una deidad maligna, apartarse y huir de aquel pantano.
Pero, al propio tiempo, sentía que no quería en realidad dar en serio un paso semejante. Eso le traería la calma, le volvería a sí mismo; pero el que está fuera de sí, nada aborrece tanto como volver a su propio ser. Recordaba un edificio blanco, adornado con inscripciones orientales, en cuyo misterio se habían perdido los ojos de su espíritu. Recordaba luego aquella figura viajera que había evocado en él, hombre maduro, sentimientos juveniles de nostalgia por lo lejano y lo exótico, y la idea del retorno al hogar, a la calma, la sobriedad, el esfuerzo y la maestría le repugnaban de tal modo, que su rostro se contraía en un dolor físico: «¡Es preciso callar! », murmuró con energía; y luego: « ¡Callaré! » La conciencia de su complicidad le embriagaba como embriagan a un cerebro enfermo unas cuantas gotas de vino. El cuadro de la ciudad enferma y desmoralizada, que se presentaba a su imaginación, encendía en él esperanzas confusas que traspasaban los linderos de la razón y eran de una infinita dulzura. ¿Qué valía la apacible dicha con que había soñado comparada con la esperanza? ¿Qué valían el arte y la virtud ante la presencia del caos? Siguió en silencio, y se fue.


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Thomas Mann, extracto del capítulo V de La muerte en Venecia (1912), disponible en http://ciudadseva.com/texto/la-muerte-en-venecia/

Extracto en lengua original
Es importante el término que subrayamos, con el que se designa el "estado de excepción".


Das Volk wußte das; und die Korruption der Oberen zusammen mit der herrschenden Unsicherheit, dem Ausnahmezustand, in welchen der umgehende Tod die Stadt versetzte, brachte eine gewisse Entsittlichung der unteren Schichten hervor, eine Ermutigung lichtscheuer und antisozialer Triebe, die sich in Unmäßigkeit, Schamlosigkeit und wachsender Kriminalität bekundete. Gegen die Regel bemerkte man abends viele Betrunkene; bösartiges Gesindel machte, so hieß es, nachts die Straßen unsicher; räuberische Anfälle und selbst Mordtaten wiederholten sich, denn schon zweimal hatte sich erwiesen, daß angeblich der Seuche zum Opfer gefallene Personen vielmehr von ihren eigenen Anverwandten mit Gift aus dem Leben geräumt worden waren; und die gewerbsmäßige Liederlichkeit nahm aufdringliche und ausschweifende Formen an, wie sie sonst hier nicht bekannt und nur im Süden des Landes und im Orient zu Hause gewesen waren.

La última oración también tiene problemas de traducción: "Er schwieg und blieb". "Bleiben" se traduce no por "irse", sino por "quedarse".
Recomendamos la traducción de Francisco Ayala, disponible en el Campus.