Luego hay cada vez menos maderas, menos espacio, y menos llamas, y las familias luchan alrededor de las piras, y al fin todos huyen, pues los cadáveres son demasiado numerosos. Ya los muertos obstruyen las calles en pirámides ruinosas, y los animales mordisquean los bordes. El hedor sube en el aire como una llama. El amontonamiento de los muertos bloquea calles enteras. Entonces las casas se abren, y los pestíferos delirantes van aullando por las calles con el peso de visiones espantosas. El mal que fermenta en las vísceras y circula por todo el organismo se libera en explosiones cerebrales. Otros apestados sin bubones, sin delirios, sin dolores, sin erupciones, se miran orgullosamente en los espejos, sintiendo que revientan de salud, y caen muertos con las bacías en la mano, llenos de desprecio por las otras víctimas. Por los arroyos sangrientos, espesos, nauseabundos (color de agonía y opio) que brotan de los cadáveres, pasan raros personajes vestidos de cera, con narices de una vara de largo y ojos de vidrio, subidos a una especie de zapatos japoneses de tablillas doblemente dispuestas, unas horizontales, en forma de suela, otras verticales, que los aíslan de los humores infectos; y salmodian absurdas letanías que no les impiden caer a su turno en el brasero. Estos médicos ignorantes sólo logran exhibir su temor y su puerilidad. La hez de la población, aparentemente inmunizada por la furia de la codicia, entra en las casas abiertas y echa mano a riquezas, aunque sabe que no podrá aprovecharlas. Y en ese momento nace el teatro. El teatro, es decir la gratuidad inmediata que provoca actos inútiles y sin provecho.
Los sobrevivientes se exasperan, el hijo hasta entonces sumiso y virtuoso mata a su padre; el continente sodomiza a sus allegados. El lujurioso se convierte en puro. El avaro arroja a puñados su oro por las ventanas. El héroe guerrero incendia la ciudad que salvó en otro tiempo arriesgando la vida. El elegante se adorna y va a pasearse por los osarios. Ni la idea de una ausencia de sanciones, ni la de una muerte inminente bastan para motivar actos tan gratuitamente absurdos en gente que no creía que la muerte pudiera terminar nada ¿Cómo explicar esa oleada de fiebre erótica en los enfermos curados, que en lugar de huir se quedan en la ciudad tratando de arrancar una voluptuosidad criminal a los moribundos o aun a los muertos semiaplastados bajo la pila de cadáveres donde los metió la casualidad? Pero si se necesita un flagelo poderoso para revelar esta gratuidad frenética, y si ese flagelo se llama la peste, quizá podamos determinar entonces el valor de esa gratuidad en relación con nuestra personalidad total. El estado del apestado, que muere sin destrucción de materias, con todos los estigmas de un mal absoluto y casi abstracto, es idéntico al del actor, penetrado integralmente por sentimientos que no lo benefician ni guardan relación con su condición verdadera. Todo muestra en el aspecto físico del actor, como en el del apestado, que la vida ha reaccionado hasta el paroxismo: y, sin embargo, nada ha ocurrido. Entre el apestado que corre gritando en persecución de sus visiones, y el actor que persigue sus sentimientos, entre el hombre que inventa personajes que nunca hubiera imaginado sin la plaga y los crea en medio de un público de cadáveres y delirantes lunáticos, y el poeta que inventa intempestivamente personajes y los entrega a un público igualmente inerte o delirante, hay otras analogías que confirman las únicas verdades que importan aquí, y sitúan la acción del teatro, como la de la peste, en el plano de una verdadera epidemia.
(...)
Podemos decir ahora que toda verdadera libertad es oscura, y se confunde infaliblemente con la libertad del sexo, que es también oscura, aunque no sepamos muy bien por qué. Pues hace mucho tiempo que el Eros platónico, el sentido genésico, la libertad de la vida, desaparecieron bajo el barniz sombrío de la libido, que hoy se identifica con todo lo sucio, abyecto, infamante del hecho de vivir y de precipitarse hacia la vida con un vigor natural e impuro, y una fuerza siempre renovada. Por eso todos los grandes Mitos son oscuros, y es imposible imaginar, excepto en una atmósfera de matanza, de tortura, de sangre derramada, esas fábulas magníficas que relatan a la multitud la primera división sexual y la primera matanza de esencias que aparecieron en la creación. El teatro, como la peste, ha sido creado a imagen de esa matanza, de esa separación esencial. Desata conflictos, libera fuerzas, desencadena posibilidades, y si esas posibilidades y esas fuerzas son oscuras no son la peste o el teatro los culpables, sino la vida. No vemos que la vida, tal como es y tal como la han hecho, ofrezca demasiados motivos de exaltación. Parece como si por medio de la peste se vaciara colectivamente un gigantesco absceso, tanto moral como social; y que, el teatro, como la peste, hubiese sido creado para drenar colectivamente esos abscesos. Quizá el veneno del teatro, inyectado en el cuerpo social, lo desintegre, como dice San Agustín; pero en todo caso actúa como la peste, un azote vengador; una epidemia redentora donde en tiempos de credulidad se quiso ver la mano de Dios y que es sólo la aplicación de una ley natural: todo gesto se compensa con otro gesto, y toda acción con su reaccion. El teatro, como la peste, es una crisis que se resuelve en la muerte o la curación. Y la peste es un mal superior porque es una crisis total, que sólo termina con la muerte o una purificación extrema. Asimismo el teatro es un mal, pues es el equilibrio supremo que no se alcanza sin destrucción. Invita al espíritu a un delirio que exalta sus energías; puede advertirse en fin que desde un punto de vista humano la acción del teatro, como la de la peste, es beneficiosa, pues al impulsar a los hombres a que se vean tal como son, hace caer la máscara, descubre la mentira, la debilidad, la bajeza, la hipocresía del mundo, sacude la inercia asfixiante de la materia que invade hasta los testimonios más claros de los sentidos; y revelando a las comunidades su oscuro poder, su fuerza oculta, las invita a tomar, frente al destino, una actitud heroica y superior, que nunca hubieran alcanzado de otra manera. Y el problema que ahora se plantea es saber si en este mundo que cae, que se suicida sin saberlo, se encontrará un núcleo de hombres capaces de imponer esta noción superior del teatro, hombres que restaurarán para todos nosotros el equivalente natural y mágico de los dogmas en que ya no creemos.
Antonin Artaud, "El teatro y la peste", en El teatro y su doble (1938). Editorial Incógnita.
Traducción: Enrique Alonso y Francisco Abelenda.